Como epílogo al dossier “Poesía boliviana actual”, el poeta y periodista Gabriel Chávez Casazola (1972) nos presenta una nota crítica que funciona como epílogo a esta muestra que cubre un espectro que va de Gary Daher (1956) a Paura Rodríguez (1973). La poesía boliviana ha sido muy seguida en México a través de Eduardo Mitre y Renato Prada.
La poesía boliviana, esa desconocida
Un signo de interrogación. Un signo que guarda un enigma a su vez escondido entre montañas. Así suele verse a la poesía boliviana desde fuera. Y aun esto es un decir, pues casi no se la ve. O no se la ve en absoluto, pese a que Bolivia tiene una rica, fecunda –y sobre todo vital- tradición poética. Y pese a que las montañas andinas son solo la porción occidental de un vasto territorio de valles y selvas, que desciende al naciente con los ríos (y el idioma) abiertos.
Para que esta poesía esté invisibilizada conspiran varios factores: editoriales pequeñas; falta de apoyo estatal; ausencia de publicaciones (libros, revistas, portales) con alcance internacional; escasos canales, flujos y contactos con autores, críticos, editores, traductores y divulgadores de otras naciones. Pero, sobre todo, en el trasfondo, planea una suerte de enfermedad nacional que aqueja también a muchos poetas: la mediterraneidad espiritual.
Ésta consiste en creer, en los niveles subconscientes, que la ausencia de una salida al mar, a un mar arrebatado, encerró a los bolivianos, condenándonos a una suerte de confinamiento más allá (o más acá) de lo geográfico, tan determinante que de él no pueden escapar ni las palabras. Mucho hay de victimismo –y de ignorancia de la propia condición amazónica y platense del país- en esta mirada, en este mito que han alimentado los políticos (y la educación diseñada por los políticos) durante décadas, para solapar sus propias incapacidades.
En el caso de la poesía boliviana, esta malade se ha traducido en lo que llamo una insularidad mediterránea (primera paradoja). Se trata de una poesía atípica, signada por el ensimismamiento y por la asincronía -este concepto es del poeta Gary Daher- respecto a las corrientes o a las vertientes estéticas, e incluso respecto a las discusiones que atravesaron y atraviesan la poesía escrita en nuestro idioma.
Esta, por cierto, no es una valoración negativa. De hecho, la insularidad de esta poética ha cuajado no pocas veces (y esto al margen de las infaltables medianías narcisistas) en una valiosa originalidad y en una gran potencia creativa, crecidas a las márgenes de otras poéticas, constituyendo una suerte de periferia central del continente (segunda paradoja).
Como decíamos al principio, poco se sabe en los circuitos internacionales acerca de la riqueza de esta poesía, de su tradición y de su actual vitalidad, en unos años en que precisamente la insularidad que le ha sido -y aún le es- característica comienza a diluirse, de la mano de la tecnología, las transformaciones glocales y la activa curiosidad de las nuevas generaciones de poetas, ya curados de los males del siglo pasado (o al menos en franca mejoría).
Como una pequeña contribución a la visibilización de esta poética y a su hacerse presente en el mundo, comenzando a disipar interrogantes exteriores y mitos interiores, accedí a la invitación de Alí Calderón para preparar un dossier de poesía boliviana que tomara en cuenta a diez autores, para su publicación en Círculo de Poesía.
Pude haber elegido a los tótems de la poesía boliviana –como Ricardo Jaimes Freyre y Franza Tamayo-; a sus piedras miliarias –pienso en Oscar Cerruto y Jaime Saénz-, o a relevantes poetas cuya obra se desplegó y alcanzó madurez en la segunda mitad del siglo XX y que ahora merecen ser releídos, estudiados y antologados, como de hecho ya viene ocurriendo con algunos de ellos (Edmundo Camargo, Blanca Wiethüchter, Roberto Echazú, ya fallecidos; Pedro Shimose, Eduardo Mitre, Matilde Casazola, Jesús Urzagasti, Humberto Quino, Fernando Rosso y Juan Carlos Orihuela, entre otros poetas que continúan produciendo).
Sin embargo, pues su obra es la que mayor visibilidad e impulso precisa, opté por elegir a diez autores en plena y presente madurez poética, actuales frutos en sazón; diez poetas nacidos en un arco que va desde mediados de los 50 hasta mediados de los 70 del siglo pasado y que son quienes han publicado la mayoría de los libros de poesía más significativos, en diferentes registros estéticos, de la primera década de este siglo. No son poetas del siglo XX, en sentido creativo: son diez poetas del siglo XXI (tras los cuales viene otra valiosa generación más joven, de la que habrá tiempo de ocuparse más adelante, con nombres como Jessica Freudenthal, Emma Villazón, Janina Camacho, Sergio Gareca, Diana Taborga, Carolina Hoz de Vila, Pablo Carbone, Vadik Barrón, Paola Senseve y otros).
Cabe apuntar que busqué tejer una selección que abarcara no solamente a poetas nacidos o que desarrollan su obra en la ciudad de La Paz (un vicio del centralismo boliviano, también extendido a la literatura, suele preferirlos), sino también en las ciudades de los trópicos amazónicos y los valles centrales.
Están pues comprendidos Gary Daher (1956), Marcia Mogro (1956), Homero Carvalho (1957), María Soledad Quiroga (1957), Juan Cristóbal Mac Lean (1958), Gustavo Cárdenas Ayad (1961), Benjamín Chávez (1971), Oscar Gutiérrez Peña (1971), Mónica Velásquez (1972) y Paura Rodríguez (1973). Vilma Tapia (1960) debió estar incluida pero declinó estar presente en esta breve muestra, que busca ser apenas una primera y parcial respuesta a ese signo de interrogación que es -aún- la poesía boliviana, esa desconocida.