Antología de cuento español: Cristina G. Morales

Presentamos, en el marco de la Antología de cuento español, preparada por Juan Gómez Bárcena, un texto de Cristina G. Morales (Granada, 1985). Es autora del libro de cuentos La merienda de las niñas (Cuadernos del Vigía, 2008). En el curso 2007-2008 fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas.

 

 

 

Disimulo

 

 

Hemos tenido un bolo en un pueblo de Portugal que se llama Covilhã y que se pronuncia Covillá. Deliberadamente la compañía no tiene nombre. Somos el Grupo de Teatro de la Universidad de Granada, así nos anuncian en los carteles. Podríamos llamarnos Gabinete de Teatro, que es como se llamaba el grupo en los ochenta y hasta principios de los noventa; o podría llamarse La Barraca, su nombre original cuando fundó Federico García Lorca el primer grupo de teatro universitario, pero los Lorca tienen registrado el nombre y no lo podemos usar. Ni ganas, por otro lado. En los noventa la universidad se desentendió del teatro. Los miembros del Gabinete fueron dejando de ser universitarios, el grupo se disolvió y no hubo voluntad institucional por renovarlo. Por seguir participando en festivales y encuentros nacionales e internacionales, por rollos de hacer visible la apuesta cultural de la universidad, se siguieron montando obras entre unos cuantos de Filosofía y Letras pero sin continuidad real, más por el chollo de irse de viaje a gastos pagados que por hacer teatro, y por eso tampoco sintieron la necesidad de llamarse de ninguna manera en particular. La denominación burocrática, Grupo de Teatro de la Universidad de Granada, les bastaba, como burócratas que eran.

Nosotros hemos mantenido el nombre burocrático por ciertas convicciones. Creemos que una marca así de anodina es coherente con nuestro modo de enfrentarnos al teatro. Somos una compañía inserta en una institución pública y, por ello, alienada con el poder. A ese hecho irrebatible, al hecho de no poder calificarnos como independientes, que es la máxima aspiración del teatro contemporáneo, le dimos una vuelta de tuerca y lo convertimos en nuestro eslogan: “Grupo de Teatro de la UGR. Alienados contra el poder”. Porque no nos gusta el disimulo, ponernos un nombre que nos “distinguiera”, que nos “individualizara” frente a la institución gracias a la cual existíamos nos parecía de niñatos rebeldes que se hacen un piercing a escondidas pero luego ponen la mano para ir al cine. Al final todo el mundo nos reconoce como “los de la universidad” cuando estamos en Granada, o “los de Granada” cuando estamos fuera. Y curiosamente se nos identifica más inequívocamente que a todas las demás compañías con nombres propios. Ningún miembro del grupo estudia en  Filosofía y Letras.

Nuestro último montaje comienza completamente a oscuras, lo único que se ve en toda la sala son las luces de las salidas de emergencia. Entran Borja y Patri besándose, y besándose avanzan hasta más atrás del centro del escenario. A esas alturas de la pieza la pupila ya se ha hecho a la oscuridad y puede intuir el movimiento, pero lo que se oye con claridad es el leve chasquido de besarse. Borja y Patri se besan cada vez más apasionadamente y a esos chasquidos van sumándose las respiraciones. Han pasado dos minutos. Entonces Borja enciende una lamparita muy pequeña que hay encima de una mesa también pequeña, como una mesita de noche, y ya sí que se pueden ver en penumbra a Borja y a Patri besándose, metiéndose mano y empezando a quitarse la ropa. Patri le desabrocha el cinturón y el pantalón a Borja, se quita ella misma la camiseta y entonces Borja le desabrocha el sujetador. Han pasado tres minutos. Borja le remanga a Patri la falda, le baja las bragas, se saca la erección y entonces ambos van al suelo y empiezan a follar. Toda la luz que hay en escena es la de la lamparita, que tiene la potencia normal de una lamparita de mesita de noche. Desde que van al suelo y terminan de follar pasan entre cinco y siete minutos. No nos gusta el disimulo, por eso ninguno de los dos nunca finge un placer que no esté sintiendo. Si pasados como mucho doce minutos sólo se ha corrido uno o ninguno de los dos se ha corrido, dejan de follar para que dé comienzo la siguiente parte de la obra. Si a Borja no llega a ponérsele dura, ni siquiera cuando Patri se la mama, entonces ella se masturba si tiene ganas, o Borja la masturba o le come el coño, si tiene ganas, y si no, se relajan y la escena acaba antes. Cuando estrenamos en el aula magna de Filosofía y Letras creamos cierto estupor entre la élite académica, aunque ellos sí que disimulan, porque es una señal de distinción intelectual el no alarmarse ante la sexualidad explícita. De esos disimulos nos valemos para hacer lo que nos da la gana.

A los de la universidad de Covilhã ya los conocíamos de cuando los invitamos a actuar aquí. Es el grupo con el que mejor nos llevamos de todos los que hemos conocido. Nos entendemos. Ellos, como nosotros, tienen un nombre alienado contra el poder. Se llaman TeatrUBI, UBI por Universidade da Beira Interior; y, como nosotros, no disimulan. Su último espectáculo se llama Mata-dor. Los actores, sobre todo las actrices, tenían moratones en la cara, los labios hinchados y las muñecas raspadas. Una de las chicas tenía el cuello sanguinolento. Era divertido verlos así de magullados y a la vez exultantes cuando en el almuerzo te comentaban de qué iba su pieza y las ganas que tenían de que la viéramos.

El escenario estaba sin aforar y desordenado, con cableado por el suelo, con sillas dispuestas aleatoriamente y con el telón mal recogido, como si la última compañía en actuar acabara de recoger su tramoya y la siguiente no se hubiera molestado en montar ninguna escenografía. Había luz normal de sala, todos los focos estaban apagados y no había nadie en la cabina técnica. La pieza comenzaba con un chico y una chica vestidos de calle, vestidos de hecho con la misma ropa que llevaban en el almuerzo, saliendo de un lateral y caminando uno junto al otro sin mirarse y sin decir palabra, hasta que llegaban al otro lado del escenario. Allí se ponían de frente y el chico le daba una sonada bofetada a la chica que la dejaba con la cara vuelta. Pasados unos segundos largos, la chica respondía con una bofetada más fuerte, que dejaba también al chico con la cara vuelta. Entonces la chica le daba un puñetazo y el chico se llevaba las manos a la boca y se veía la sangre. Habían pasado treinta segundos. La chica le tiraba de una oreja hacia abajo y entonces entraba la segunda pareja, caminando al mismo ritmo que los otros, y se colocaba en una profundidad distinta, un poco más adelantados. Comenzaban igual que los anteriores pero en orden inverso: esta vez era la chica la primera en golpear y el chico se la devolvía. Igual que su compañero la chica se llevaba la mano a la boca y se veía la sangre. Mientras tanto, la chica de la otra pareja seguía dándole de hostias al chico, ahora lo tenía en el suelo y le daba patadas en el estómago, y el chico escupía y se lamentaba. Había pasado un minuto. Entraba la tercera pareja, esta vez formada por dos chicos, y varios espectadores nos pusimos a releer el programa de mano en busca de una pista, pero sólo decía vaguedades poéticas, algo como que alguien pasea por un jardín, huele a perfume y el perfume se le mete como una sanguijuela en el cuerpo. La palabra corpo aparecía muchas veces en el programa. La cuarta pareja en entrar estaba formada por dos chicas que repetían la misma pauta que los otros actores, bofetada de uno, bofetada del otro, y a partir de ahí una paliza del segundo en golpear hacia el primero, no haciendo el primero nada por defenderse. La actriz del cuello sanguinolento estaba siendo estrangulada con una cuerda por otro actor. Un chico cogía a su compañero tambaleante por los hombros después de haberle clavado el puño debajo de la mandíbula y le pegaba un cabezazo. La verdad era que el Grupo de Teatro de la UGR se lo estaba pasando bien, fascinados como estábamos ante la poca vergüenza de nuestros anfitriones. Ahmed le susurró a Borja que podía subirse al escenario con Patri a echar un polvo para calmar un poco los ánimos, y todos nos carcajeamos por lo bajini. Algunos espectadores se salieron después de haber increpado algo en portugués a los actores. Una actriz le apretó los huevos a un actor hasta que berreó como un animal. Todos los golpeados estaban sangrando y tres de las cuatro chicas lloraban y se sorbían los mocos. Se fue más público, alguien dijo que iba a llamar a la policía. Habían pasado cuatro minutos. Una de las chicas le suplicó a su verdugo que parara en un susurro perfectamente audible. Nosotros nos miramos calibrando la estupefacción. Eran las nueve y treinta y siete de la noche y quedaban en la sala quince de los cincuenta espectadores que habían entrado a las nueve y media, y un instante después, tras la segunda súplica de la chica, sólo quedábamos los ocho integrantes del grupo de la UGR enfrentados a los ocho integrantes del grupo de la UBI. 

Yo personalmente, igual que Ahmed y Dogy, no podía dejar de admirar a esos cabrones por habernos puesto en una situación de la que no se nos ocurría cómo salir, por tener esa capacidad para generar un desconcierto tan sofisticado. ¿Qué esperaban? No éramos nosotros los que esperábamos algo del espectáculo sino que era el espectáculo el que esperaba algo de nosotros. Los TeatrUBI no estaban disimulando ni los golpes ni el dolor, y no parecía que la intensidad de las palizas decayera. A veces uno de los golpeadores bebía agua y continuaba. ¿Esperaban que detuviéramos la paliza o esperaban que esperásemos hasta que se hartasen? Cristina y Ana decían que teníamos que subir al escenario a detenerlos, que lo que estaban buscando era que el público reaccionara ante un espectáculo deplorable, que nos estaban poniendo a prueba. Dogy, con esa indolencia suya, dijo “por mí que se maten, en el precio de la entrada va incluido mi anonimato”, aunque la entrada era gratuita. “Yo no he venido aquí a que me juzguen sino a juzgar, cambiar las tornas de tan modernos que son no las van a cambiar”, dijo Ahmed, y se retrepó en la butaca. La cosa empezó a calentarse entre nosotros, a convertirse en un debate sobre el hecho teatral de ésos que nos llevan tardes y noches enteras y después emails, pero el debate empezaba a ser acuciante porque todo indicaba que a un actor le habían roto una pierna porque no se podía levantar ni siquiera cuando su verdugo se lo ordenaba bajo la amenaza de pegarle más fuerte. “Sois unos putos burgueses”, nos acusaba Cristina. “Qué coño es eso de que tú compras tu entrada y te desentiendes, qué hay del Peter Handke que llevamos dos años defendiendo”. “Nosotros insultamos al público y nos quedamos tan satisfechos por haberlo escandalizado un poquito, y ahora que nos insultan de verdad a nosotros, nos quedamos pasivos, nos están llamando gilipollas impotentes, irreverentes de pacotilla, y no reaccionamos”. “¡A mí no me da la gana reírles la gracia a estos capullos sadomasoquistas!” “¡La gracia se la estás riendo quedándote ahí sentado mano sobre mano!, ¿no te das cuenta? ¡Les estás dando la razón!” “¡No, porque en algún momento tendrán que parar, no van a dar a lugar a dejar a nadie en coma, y entonces nos reiremos nosotros de ellos por no haber sido capaces de asumir las últimas consecuencias de su juego!”. “¡Os equivocáis los dos! La única manera de no reírles la gracia es yéndonos como ha hecho todo el mundo, dejándolos sin público al que insultar ni provocar, pero no, aquí estamos nosotros analizando la situación como si fuéramos más listos que los que se han ido cuando en realidad somos los más tontos, porque con nuestra presencia estamos alimentando la razón del espectáculo, nosotros somos la razón del espectáculo, nosotros los tontos que nos quedamos, los que se han ido antes no eran la razón del espectáculo porque ni siquiera se lo plantean, porque simplemente les desagrada, al fin y al cabo sí que vamos a ser más listos que los que se han ido pero eso no quita que estemos propiciando una salvajada”. “¡Bazofia de justificación burguesa, mismo perro con distinto collar: quedarse impasible o marcharse!”. Estábamos de pie y subiendo el tono, habían pasado más de quince minutos. Ana no esperó más y entró a escena por las escaleras laterales del escenario. “¿Y quién te dice que lo que quieren no es que subamos para hostiarnos a nosotros también?”, le gritamos todavía desde abajo. Vaciló un momento, retrajo la espalda un poco para evitar un codazo que no le correspondía, y finalmente se interpuso entre la primera pareja. Jose la siguió e hizo lo mismo con la segunda y la tercera, Ana por último con la cuarta. Los maltratadores se separaron limpiamente de sus víctimas y se colocaron a un paso de ellas, sin mezclarse con las otras, sellando cada una su vínculo de violencia. “Llamad a una ambulancia”, ordenó Jose a los de arriba y a los de abajo.

 

 

 

Datos vitales

Cristina García Morales (Granada, 1985) es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y autora del libro de cuentos La merienda de las niñas (Cuadernos del Vigía, 2008). Sus cuentos han aparecido en Pequeñas Resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010), Watchwomen: Narradoras del siglo XXI (Institución Fernando el Católico, Colección Letra Última, 2011), Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Nuevos relatos para leer en el autobús (Cuadernos del Vigía, 2009) y en la revista Zut. En el curso 2007-2008 fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores.

 

 

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