Foja de Poesía No. 362: A.E. Quintero

Presentamos algunos poemas de A.E. Quintero (1969) pertenecientes el libro “Cuenta regresiva”, que mereció el Premio de Poesía Aguascalientes en 2011. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe y del Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa.

 

 

 

 

 

No es soledad de ti
ni de tus brazos.

No es soledad de amor
o de lo que el mundo muere.

Es sólo este silencio que se agarra de mi pierna
como un niño en su primer día de colegio.
Este silencio
que es como quien se pone en disposición de viajar,

de mudarse, de irse hacia la arena movediza
con la resignación de un ciervo, que cae y se hunde,
que cae
y sus ojos permanecen abiertos
mientras la arena le cubre los párpados. Soledad de cierva
que piensa en el cachorro que deja solo
mientras una bala apaga su frente.

No es soledad de ti,
ni de tus muchos abrazos en mis noches de mucha lluvia.
Es soledad antigua,
soledad de mí, de la mitad que soy siempre.
Pasando sin quedarme.
Soledad de niño que crece.
Soledad de adulto.
Una furiosa soledad de vino tinto
que se hace viejo, diariamente.

 

 

 

*

 

 

Quisiera prestarte a veces

la pata de conejo que le quité a la luna
para ver si a ti sí te funciona, si logran servirte
sus falsos polvos,
sus aguas secas. Que fueras feliz
como supongo felices
las gotas de agua que se encuentran, que casualmente
coinciden.
Como también a veces
me parecen felices ciertos árboles

que toman de pretexto la lluvia para tocarse,
para acercar sus cuerpos
como un par de niños bajo las sábanas.

Que fueras feliz.
Que tuvieras una vida mejor
que la no vida que ha sido mi vida,
un destino más amplio, más lleno
de cómodas oscuridades,
de confortables caminos, de sombras verdaderas.
Y no lloraras con tus manos,
ni con otras manos. Que no te dolieras hacia dentro,
hacia ese piedra ubicua
con la que suelta el mundo su tremenda noche.
Que no tropezaras en el espejo
como lo hace el hombre.
Y que pasaran de largo las cosas que no se logran,
sin hacerte daño, sin llagas, sin despertarte.

No sé si porque te amo
adivino lo que no me dices, o sólo me lo invento.
Pero pienso que el dolor
reconoce a los de su propia especie,
a los seres que le son comunes. Los que llevan
el mismo fruto adentro de los ojos.

El dolor,
ese territorio heredado.
El peor de todos los sitios invisibles,
de los espacios inundados.
Y el desamparo, esa otra resignación.
Esa otra
manera de ver el mundo, de caber.

Sólo adivino.
Pero es que en ocasiones lavar un plato,
acomodar un cojín,
o dar de vueltas con un plumero en la mano
pueden ser maneras distintas de llorar,
de irse y de llorar.

De contar secretamente
todas las cosas que, por costumbre, nos callamos.

No es soledad de ti
ni de tus brazos.

No es soledad de amor
o de lo que el mundo muere.

Es sólo este silencio que se agarra de mi pierna
como un niño en su primer día de colegio.
Este silencio
que es como quien se pone en disposición de viajar,

de mudarse, de irse hacia la arena movediza
con la resignación de un ciervo, que cae y se hunde,
que cae
y sus ojos permanecen abiertos
mientras la arena le cubre los párpados. Soledad de cierva
que piensa en el cachorro que deja solo
mientras una bala apaga su frente.

No es soledad de ti,
ni de tus muchos abrazos en mis noches de mucha lluvia.
Es soledad antigua,
soledad de mí, de la mitad que soy siempre.
Pasando sin quedarme.
Soledad de niño que crece.
Soledad de adulto.
Una furiosa soledad de vino tinto
que se hace viejo, diariamente.

 

*

 

 

A veces tengo un miedo verídico

de olvidarte.

Un miedo histórico

como un globo de gas que un niño pierde.

Un miedo científico

como el de quien descubre en su laboatorio

que no se equivocaba.

 

 Otras veces

tengo miedo de olvidarte a secas; así

sencillamente

como quien busca una silla y una ventana

y no recuerda para qué.

 

Este miedo de que la muerte

sea un dejar de amarte; un desacostumbrarse que lleva

trenes adentro,

lentos. Muy lentos.

Un cuerpo vivo que olvida un cuerpo muerto. 

 

En ocasiones estoy seguro que no será así. Que no podré 

desacostumbrar tus cosas de mis cosas.

Un miedo reducido a una ecuación muy simple:

que un día me levante y caiga en cuenta

que pasaron meses sin pensarte.

 

Porque no quiero, porque

eso es lo único que ahora puedo hacer por ti. No olvidarte.

 

 

 

*

 

 

Hoy me he quedado
haciéndole compañía al refrigerador.
Escuchando
el trabajo que le cuesta
funcionar, cumplir,
estar al día
con sus frías labores, con sus tareas congeladas.
Lo que se espera pues
de un refrigerador de cocina.

Y literalmente
tomé una silla y me puse en ella
a su lado. Y ahí estuvimos.
Quejándonos. Oyéndonos mutuamente funcionar,
respirar.
Pensando en las cosas que deben congelarse
para que el mundo siga. En nuestras cosas,
supongo. En la vida
mecánica o no, eléctrica o no. Programada.
Lineal, independientemente de la curva, o el zigzag,
que marca, en el monitor de pulso, el pulso.

Y ahí estuvimos
prestándonos dos horas de nuestro tiempo.
Sin conclusión alguna
respecto a nuestra última estancia
por seguir;
eso que es congelar lo que se lleva dentro.

 

 

 

*

 

 

El exprimidor de naranjas dejó de funcionar.

Eso pasa.

Las cosas sin importancia 

buscan su turno, se dan su importancia

así, no sirviendo,

dejándonos incompletos, ausentándose

    en el justo momento.

Y a mí

todo lo que es ausencia, ausentarse,

me rompe los vidrios. Ejerce una poderosa denotación

casi como el que se tira al piso al escuchar el bombardeo,

    una balacera.

 

Lo mismo hizo el sacacorchos.

No estuvo. Tal vez nunca compré uno.

Y el rayador, y el abrelatas

que nunca pensó hacerme tanta falta

me hizo salir al centro comercial

a buscarlo. Como una esposa cuando se enoja

y hay que ir por ella a casa de los suegros, o a buscarla

    con la vecina.

 

No sé por qué me afectan tanto las cosas 

que dejan de funcionar, que se ausentan.

A veces he pensado en comprar dos cosas de lo mismo.

Pero no sé si yo pueda 

en lo futuro

con dos ausencias.

 

 

 

*

 

 

¿Y qué si el chico
ocupa la moneda para droga?

¿Y qué
si la emplea para comprar un cigarro suelto
o para estopa?

¿A ti, qué? ¿En qué te ensucian sus versiones de irse,
sus maneras de evitarse,
el transporte colectivo

en el que sueña no estar rumbo a su cuarto de cemento?

¿A ti qué
si ocupa esa moneda para no ver a su padre
cuando llega a verlo?

Si la gasta en comprarse
invisibilidad o se emborracha
antes, ¿a ti qué?
¿Le vas a dar trabajo?
¿Le vas a borrar de los ojos los ojos de su madres?
¿Le vas a cambiar los huesos
para que duerma más cómodo en las calles?

¿O sólo le vas a hablar de la multiplicación de los panes,
y las ventajas de llevar una cruz al cuello?

¿Tú cómo te evitas? ¿Cómo evades tanta conciencia?

¡Coño, dale la moneda y ya!

 

 

*

 

 

Me preguntas acerca de los libros
de superación personal.

A mí,
que creo en la capacidad de vuelo
de una rama. En la resistencia
de una mosca a otra, sobre el papel atrapamoscas.
Que creo
en el sueño de salvarse
y de salvarnos;

y en los holanes entregados de abuela y su imaginaria
popelina.

Pues bien.
Yo busco un libro de superación personal
que me enseñe a desanudarme la corbata.
Que me explique lo que pasó
en los dientes de aquel chico
después de su primera eyaculación, y lo prevenga:
en los vidrios de agua rota
que sólo pensaban en bañarse, en quitarse el mar
y volver al útero seco, limpio, de las sábanas.
Un libro que hable por mí, con mi madre,
y le diga que un hijo gay no es un hijo roto.
Y que una persona
no se puede pegar con resistol blanco y paciencia.
El corazón del pollo no regresa al pollo
aunque el niño le pida a abuela que lo regrese.

Un libro de superación personal
que pudiera ser armadura contra las piedras y los penes
del colegio.

Que te quite lo muchacha
y te enseñe los registros de una barba al ras.
Y cosas más simples
como doblar el papel higiénico
para limpiarte adecuadamente la joven soledad del culo.
El cómo sonarte la nariz delante de la gente.
Las técnicas de un beso seguro,
sin salivar como un bisonte;
los modos correctos para hablar con un pene
o una vagina.

Porque debería haber alguien
que te enseñe a ir viviendo limpio.
Cada etapa.
Las muertes que dejan puntitos en los ojos
de un niño de 10 años.
El lodo blanco, pegajoso,
que se seca como una tiniebla, como un grito,
como una sentencia de reformatorio que grita
tus 13 años.
Y el vello púbico
que siempre nos mueve de lugar la conciencia,
y la cambia, y la rasura, y la regresa
con el hocico roto y sin dos dientes.

Y los malditos cuarenta años.

Que te diga que para todos es igual. Todo.

Para que esta cosa, esta poquedad, tan breve,
se lleve lo mejor posible.

 

 

*

 

 

Siempre se puede ser más viejo.
Lo sé.
Pero hasta aquí llega mi nombre.

Lo demás es muerte.
Memoria,
que es una forma pacífica
de decir muerte.

 

 

 

Datos vitales

A. E. Quintero (1969) es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2007 con el poemario Hacia el fondo de sus manos y del Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010. Ha sido becario del Fonda Nacional para la Cultura y las artes en dos ocasiones. En 1996 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa. Su libro de poemas Cuenta regresiva obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2011.

 

 

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