Tres notas sobre Omar Lara

El crítico rumano Víctor Ivanovici (1947) nos presenta el siguiente ensayo en torno a la obra de Omar Lara. El texto forma parte del volumen “La casa del poeta no tiene llave”. Círculo de Poesía ha publicado este volumen de ensayos en torno a la obra del poeta chileno, autor fundamental de nuestro momento estético. Participan en este libro ensayistas como Nial Bins, Jaime Concha, etc.

 

 

Tres notas sobre Omar Lara

de viaje a Portocaliu*

 

  

 

A finales de los setenta tuve la alegría de presentar a un público no hispano una primera recopilación antológica de la obra de Omar Lara (1979). Como mis juicios de antaño me parecen conservar aún cierta validez, empezaré por revisitarlos en esta nueva aproximación al orbe lírico del poeta chileno. 

1.- El texto en cuestión (Ivanovici 1979) enfocaba principalmente la metáfora de la errancia o el “viaje imperfecto”, como prefería llamarla el autor. Decía entre otras que el viaje – cuya resonancia arquetípica sobra resaltar – no era para Omar Lara la expresión de la hiperbólica “hambre de espacio” (como por ejemplo para Neruda), sino estaba vinculado a una poética de la litote, aprendida en Vallejo, que, a la par del peruano, le hacía percibirse a sí mismo como un ser “concreto-precario” (Jitrik 1967: 219). Imperfecto a fuerza de “autocuestionarse” sin cesar, el viajero se convertía en testigo de la materia en tránsito (Objetos), desde su propia carne de peregrino (De esta agua no beberá)[1].

            De ello se infiere antes que nada un principio de organización espacial del discurso poético. Tarde o temprano pero inevitablemente, el viajero se topa en su trayecto con un umbral, cuyos dos lados se le imponen como un más acá y un más allá. La mera existencia de semejante umbral convierte el tránsito en movimiento pendular, que otorga al mundo circundante rasgos alternativamente familiares o extraños, según la posición adoptada cada vez por los objetos que lo componen.

            Más acá hay un espacio pacificado, que conjura o alivia los temores del ser  precario:

 

He hecho un hoyo en la tierra

allí estaremos protegidos de las lluvias

del viento.

En vasijas de barro guardé licores ardientes

y en otras vasijas

frutas y agua de mar.

Así estaremos en el rumor exterior,

en el olor exterior y en formas vegetales.

En nuestra guarida tibia y fresca,

protegidos del viento y de los rayos

y del paso de las manadas salvajes.

(“Una guarida fresca y tibia”)

 

 

 

Como puede apreciarse, en sentido respectivo apunta un tropismo de repliegue hacia lo profundo. La exterioridad suspende sus rasgos amenazadores (viento, rayos, el paso de las manadas salvajes) y se recoge en formas vegetales, donde sólo llegan su rumor y su olor. El propio erotismo – edípico o no – cabe perfectamente en esa guarida tibia y fresca, donde no es difícil reconocer el amparo acogedor del seno materno.

Más allá del umbral (o fuera de la guarida) se extiende el mundo “ancho y ajeno”, los áridos dominios de un Exilio donde, según consabidas recetas freudianas, todo lo familiar (se) vuelve irreconocible y angustioso. Incluido el yo propio, pues cualquier búsqueda identitaria se extravía en tanteos, conjeturas y desvaríos. Escribe, por ejemplo, el poeta: Ese de la derecha, en cuclillas, debajo de la barbita de Lenin, / ese soy yo. Y comenta Jaime Concha: “El simple  gesto de  indicar transforma al poeta en la imagen de un desconocido” (cit en Ivanovici 1983: 10). A mi modo de ver, sin embargo, el que se convierte en desconocido no es el indicado, sino (valga el barbarismo) el indicante: su ademán, iniciado más allá, no logra acceder al más acá, donde, no cabe duda, ese soy yo rodeado de hitos reconocibles (la barbita de Lenin). La que sí traspasa la superficie sin fondo, pero en sentido contrario, hacia el lado de quien mira la foto, es la inquietud que empieza a (e)manar de lo familiar (debo averiguar hasta qué punto yo soy en esa imagen). El gesto indicativo rebota contra la transparencia compacta del umbral y alcanza otra vez al indicante, en forma de “retorno de lo reprimido”, que todo lo desvirtúa, lo desfigura y más que nada lo des-realiza: Es una ciudad que vi y no vi […] Anduve dando tumbos en esa ciudad […] Incluso tuve amores / con una muchacha, hasta que me confesó / ser sólo un espejismo etc. (Fotografía).

            Cabe añadir que, durante su imperfecto viaje a través de tal espacio, Omar Lara desarrolla la lítote vallejiana en dirección a una poética de la elipsis. Es lo que pasa en el poema siguiente donde, eludiendo códigos identitarios explícitos, el poeta despliega la precariedad del ser mediante una retórica afásica:

 

He ahí un hombre.

Carece de identidad

viaja de incógnito por calles oblicuas

si lo reconocen lo señalan con el dedo

y caen sobre él miradas feroces.

He ahí un hombre.

Si le preguntan quién es

no sabrá que decir

carece de ciudadanía

no podría hablar de sus efectos y afectos personales.

(“Un hombre”)

 

2.- Justamente en esta fase de máxima depuración, el poeta ha tenido que hacer frente a una situación de cruel ironía. A raíz de la brutal circunstancia histórica, de pronto la errancia y el exilio se le han proyectado desde un horizonte sin embargo metafórico (pese a su cobertura existencial), al de la vivencia inmediata y traumática.

¿Cómo reacciona el poeta ante la torpe y perversa actualización de su metáfora? ¿Ante el viaje vuelto desarraigo? ¿Ante el umbral hecho confín? ¿Ante el gesto indicativo que ahora más que nunca busca imposibles asideros para un más allá en tránsito hacia lejanías cada vez más remotas? ¿Ante lo familiar enajenado, ya no sólo en su percepción sino también en su existencia misma? ¿Ante su ilusorio retorno, que sólo reitera la pérdida y sólo puede devolver la historia de tu irrealidad brusca u otra adivinación de mi tierra / otro golpe de aroma funesto (Llave de la memoria)?

Omar Lara ha sabido sortear mayormente los dos peligros mortales que acarrea tal situación. El primero es la nostalgia: caldo de cultivo para la cursilería autocompasiva, carente de valor testimonial; el segundo, la obscenidad partidista, que (según Benjamin Péret) constituye el supremo “deshonor de  los poetas”. Sin vocinglería ni sentimentalismos, el poeta chileno logra modular una emoción que no se deja pronunciar sotto voce; es más: la hace compatible con su propia estética de la elipsis y con el escueto espacio que se deriva de la misma. En concreto, convierte un hecho exterior tan contundente como la muerte, en el umbral que estructura interiormente el discurso poético. A partir de allí, también actualiza el tránsito pendular entre el más acá y el más allá, como figura de la resurrección. Uno de los poemas de ese período consuena incluso con el himno triunfante (pero no triunfalista) que en el rito greco-ortodoxo rematala Semana Santa. En él se anuncia que el Redentor “ha resucitado de entre los muertos, hollando con muerte a la muerte y regalando vida a quienes moran en las tumbas”. En la elegía viril de Omar Lara, es la canción que pisotea la muerte, rescata a la víctima y, del más allá de su sacrificio, la devuelve al más acá de la esperanza:

 

En los últimos días de su vida

Fernando Krauss le cantaba a su hija Camila.

Camila tiene tres años.

Un día ella le cantará a su padre

en las calles limpias de Chile.

(Camila)

 

            3.- Tras haber atravesado el desierto del “compromiso” y salido de él casi indemne, extinta además la coyuntura aciaga que justificara semejante travesía, Omar Lara reanuda con su ámbito, estilo y temática anteriores: no por inercia machacona sino para explorarlos a fondo y dar un nuevo impulso a su evolución[2]. El movimiento pendular entre el más acá y el más allá, con el arquetípico umbral en el medio, no han dejado de constituir los hitos de su espacio; el “viaje imperfecto” y la errancia siguen siendo los emblemas de su clima existencial. Incluso con renovado peso y significancia, en tiempos de nomadismo multitudinario como éstos que estamos viviendo. Porque, para quienes ya no hay „patrias celestes” – y todos las hemos perdido al quedar huérfanos de alguna que otra Utopía[3] -, la sola que aún puede acogernos es el Exilio mismo.

            Algunos poetas se han ganado el privilegio de trazar su mapa. Entre ellos Omar Lara, quien, en reemplazo de las tierras prometidas por los “grandes relatos” cuyo embrujo padeció la modernidad, ha ido descubriendo un ou topos propio, para morada de su exilio de elección.

Ésta no es su patria trascendental: para el poeta no hay otra que la Infancia; y sin embargo he aquí los sueños, los ensueños y aun las pesadillas infantiles:

 

viene el caballito con las campanitas

viene la bruja con su inmensa sierpe

viene un tío negro que apenas musita

viene un brujo grande con sus sementales

viene Braganza con su nave mágica

(“Mamá, yo sé que nada”)

 

Tampoco es un territorio escatológico, aunque es a él donde llega la pequeña noticia de mi muerte, junto a largos recuentos de amigos, evocados cada uno con su nombre verdadero y su “historia insoslayable”, en ceremonias de “celebración” que cada vez se parecen más a los ritos de “duelo” (cf. Faúndez 2009: 26). Ni es, por supuesto, un mero repaso de espacios vividos, aunque abunden las referencias concretas: al barrio bucarestino de Drumul Taberei, a la provincia valaca de Oltenia, a los montes Cárpatos y, por otro lado, a Cocholgüe, Trehuaco, Cautín, el río Imperial y otros lugares efectivos de la geografía chilena.

Nada de esto, todo esto, y algo más: un país increado, que es y no es:

 

Tú no lo hiciste

Madre,

tampoco yo

es un mundo sin padre

es un mundo sin madre

(“Mamá, yo sé que nada”)

 

 

 como la Isla del Sueño hacia donde remo en ese espejo, o como la prodigiosa Rayuela capaz de abarcar en sus casillas la Tierra y el Cielo, el “lado de acá” y el “lado de allá” (amén de muchos “otros lados”)… Se llama tal país Portocaliu, que en rumano quiere decir ‘anaranjado’. No hay nombre que mejor le siente que el oro de la dulce manzana de las Hespérides, ese fruto solar que atravesó el mundo desde Extremo Oriente al Atlántico, hasta alcanzar su patria de elección mediterránea.

Tal país eligió a su vez Omar Lara para asentar en él su exilio color naranja. Aunque supuestamente ya existía y sólo esperaba su llegada, al tomarlo en posesión el poeta le dio algunos retoques. Para empezar, lo organizó a modo de sistema solar, con una estrella fija en el medio (las Voces de Portocaliu, 2003), y en torno a ella su ultimísima cosecha lírica[4]. Luego lo colonizó con sus vivencias y sus sueños y lo pobló de presencias y ausencias amigas: desde el Yo propio con sus heterónimos (Soyda, Harek Ayún etc.) hasta el Tú materno de un entrañable diálogo.

Por último, regó los parajes de Portocaliu con abundantes ríos. Epónimos o anónimos, vistos o soñados, todos confluyen hacia la metáfora del Río, que en primer término es un emblema del umbral. Pues en la geografía física como en la metafísica, los ríos suelen ser fronteras y sus dos orillas – recuérdense las del Leteo – pertenecer a reinos ontológicos distintos. Por otro lado si, en vez de atravesarla seguimos la corriente heraclítica, en que nadie puede bañarse dos veces, o la de nuestras vidas que van a dar a la mar que es el morir, el río se nos muestra como vehículo del tránsito, del ser precario en su caducidad impostergable, o incluso de la muerte sin metáforas ni afeites, casi obscena en su literalidad, como en esta atroz lectura literal de Jorge Manrique:

 

En el río no peces, no pequeños objetos tirados

desde el puente

no botellas de destino indeciso,

cuerpos

cuerpos sin vida de quienes la tuvieron,

cuerpos

que un día fuimos tú y yo

 

(“Hablo de Luis Oyarzún, del río Valdivia etc.”)

 

 

También hay ríos en Portocaliu, también dan a la mar, donde se nada en la nada: se nada y nada (“En el futuro, Madre”). Sin embargo en ellos lo caduco se tiñe de erotismo[5] y el tránsito acarrea la valiosa fugacidad del Amor:

 

Madre

ella era la ola más bella

de tu río

y yo la amaba

 

como ama el campanero su infinito

o el errante los caminos polvorosos

o el abigeo la luna furtiva

o el niño su ronda

o el aire su voluptuosidad

o la bala su abismo

o el río su delta

o la luz su danza

 

así yo la amaba

así yo la amaba

la ola más linda en la tarde

sinuosa y efímera

(“Madre, ella era”)

 

 

                Inútil seguir explorando el paisaje simbólico de Portocaliu. Basta saber que aquí, por vez primera, el tránsito recorre un territorio unitario, reconciliados por fin – a guisa de díptico, el umbral por bisagra – el aquí y el allí, el presente y el recuerdo, la extinción y la resurrección. Basta atisbar a orillas de algún río, a su habitante predilecto mirando la mirada de la ola.

En este aniversario redondo como una naranja, hay que imaginar a Omar Lara feliz. Su viaje inacabable ha alcanzado la meta más acabada que puede soñar un poeta. Henry Miller lo dijo mejor que nadie: un mundo donde se vive la vida de la imaginación.

 

Referencias bibliográficas

 

Faúndez V., Edson. 2009. “Omar Lara y el sueño de la sonrisa en Portocaliu”, en  O. L., Prohibido asomarse al interior. Concepción: Letras Americanas Reunidas: 11-33.

Ivanovici, Víctor. 1979. “Omar Lara y la perfección de un viaje imperfecto” / “Omar Lara şi împlinirile unui voiaj neîmplinit”, en O. L.: El viajero imperfecto. Bucarest: Univers: (4-15).

Jitrik, Noé. 1967. “ Destrucción y formas en las narraciones”, en César Fernández Moreno (ed.): América Latina en su literatura, México – Madrid – Buenos Aires: Siglo xxi S. A.

Lara, Omar. 1979. El viajero imperfecto / Călătorul neîmplinit (edición bilingüe). Bucarest: Univers.

—————. 2009. Prohibido asomarse al interior, selección, prólogo y notas de Edson Faúndez V. Concepción: Letras Americanas Reunidas.

 



* Artículo escrito especialmente para este libro.

[1] Las citas proceden de la última selección antológica de la poesía de Omar Lara (Prohibido asomarse al interior, 2009) y vienen señaladas por el título del poema en cuestión.

[2] Aquí se impone nuevamente un parangón con Vallejo: cerrado el paréntesis militante de España, aparta de mí este cáliz (1937), el peruano vuelve a la escritura de tenor vanguardista iniciada en Trilce (1922), para desarrollarla y afinarla en Poemas humanos (1939).

[3] Nadie mejor situado para aseverarlo que Omar Lara, cuya noble fidelidad a la utopía socialista le valió la sórdida experiencia del “socialismo real” (de hecho “realmente inexistente”, como solían llamarlo los disidentes).

[4] Unos ciclos (como Fuego de mayo, 1996) fueron “anexados” a posteriori; otros (por ejemplo los Papeles de Harek Ayún, 2007) se proyectaron desde centro respectivo, como satélites del mismo. De paso sea dicho, habrá que estudiar alguna vez a fondo la geometría variable y las estrategias de montaje de los libros de Omar Lara, los cuales suponen cada vez a una nueva distribución de cartas, barajando títulos inéditos con otros ya conocidos, pero que adquieren funciones nuevas en contextos nuevos.

[5] Véase por ejemplo Pero tu lengua / forastera / no tiene idioma / tiene un río por donde me deslizo. (Visitas en Portocaliu).

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