Presentamos, en versión del escritor Gerardo Cárdenas, director de la revista Contratiempo de Chicago, “One today” del poeta norteamericano de ascendencia cubana Richard Blanco. Blanco fue invitado por el presidente Barak Obama a participar en la ceremonia de investidura. En seguida el poema leído en el evento. Richard Blanco es autor del poemario ” City of Hundred Fires”.
Hoy una luz
Un sol se alzó hoy en nosotros, encendido sobre nuestras costas,
espiando sobre las Smokies, saludando los rostros
de los Grandes Lagos, regando una simple verdad
a lo ancho de las Grandes Praderas, para luego lanzarse contra las Rocallosas.
Una luz, que despierta tejados, bajo cada uno una historia
que cuentan nuestros mudos gestos al moverse tras las ventanas.
Mi rostro, tu rostro, millones de rostros en los espejos de la mañana,
cada uno bostezando ante la vida, en gradual ascenso hacia nuestro día;
camiones escolares como lápices amarillos, el ritmo de los semáforos,
puestos de frutas: manzanas, limones, y naranjas como arcoíris
pidiéndonos un elogio. Plateados camiones cargados de aceite o papel—
ladrillos o leche, como enjambre en las carreteras junto a nosotros,
que vamos camino de limpiar mesas, leer carpetas o salvar vidas—
a dar clases de geometría, o vender comestibles como lo hizo mi madre,
por veinte años, para que yo pudiera escribir este poema.
Todos tan vitales como la luz que atravesamos,
la misma luz sobre los pizarrones de la clase de hoy:
ecuaciones por resolver, historias que cuestionar, o átomos por imaginar,
aquel “yo tengo un sueño” que seguimos soñando,
o el imposible vocabulario de la pena que no explicará
los pupitres vacíos de veinte niños ausentes
hoy, y para siempre. Muchas oraciones, pero una luz
que infunde color a los vitrales,
vida a los rostros de bronce de las estatuas, calor
a los escalones de los museos y las bancas de los parques
donde las madres miran a sus hijos jugar al paso del día.
Un suelo. Nuestro suelo, que nos arraiga a cada tallo
del maíz, cada espiga de trigo sembrada con sudor
y manos, manos que recogen el carbón o ponen molinos
en los desiertos y las cimas de las colinas para darnos calor, manos
que cavan zanjas, que enlazan tuberías y cables, manos
tan gastadas como las de mi padre tras cortar caña
para que mi hermano y yo tuviésemos libros y zapatos.
El polvo de granjas y desiertos, ciudades y praderas,
mezclados por un viento –nuestro aliento. Respira. Óyelo
hoy en el precioso jaleo de cláxones de taxis,
camiones que se lanzan por las avenidas, la sinfonía
de pasos, guitarras, y escandalosos trenes subterráneos,
el inesperado canto del pájaro sobre el tendedero.
Oye: los rechinantes columpios del parque, el pitido de los trenes,
o los susurros que escapan de las mesas del café, oye: las puertas que nos abrimos
cada día, diciéndonos: hola | shalom,
buon giorno | howdy | namasté | o buenos días
en el idioma que mi madre me enseñó —en cada idioma
hablado en el viento que transporta nuestras vidas
sin prejuicio, como estas palabras que parten mis labios.
Un cielo: desde los Apalaches y las Sierras reclama
su majestad, y el Mississippi y el Colorado serpentean
su cauce hacia el mar. Agradecemos el trabajo de nuestras manos:
tejen acero para formar puentes, escriben otro informe a tiempo
para que lo vea el jefe, dan puntadas a otra herida
o uniforme, dan la primera pincelada a un retrato,
o el último escobazo al piso más alto de la Freedom Tower
elevándose hacia un cielo que cede ante nuestra persistencia.
Un cielo, hacia el que a veces alzamos nuestros ojos
cansados de trabajar: algunos días quieren adivinar el clima
de nuestras vidas, algunos días dan gracias por un amor
correspondido, algunas veces dan gracias por una madre
que supo cómo dar, o perdonan a un padre
que no pudo dar lo que quisimos.
Nos vamos a casa: a través del lustre de la lluvia o el peso
de la nieve, o el plúmbeo rubor del ocaso, pero siempre —la casa,
siempre bajo un cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna
como un mudo tambor que resuena sobre cada tejado
y ventana, de un solo país —todos nosotros—
de cara a las estrellas
esperanza —una nueva constelación
que espera que la bosquejemos,
que espera que la nombremos —juntos.
One Today
One sun rose on us today, kindled over our shores,
peeking over the Smokies, greeting the faces
of the Great Lakes, spreading a simple truth
across the Great Plains, then charging across the Rockies.
One light, waking up rooftops, under each one, a story
told by our silent gestures moving behind windows.
My face, your face, millions of faces in morning’s mirrors,
each one yawning to life, crescendoing into our day:
pencil-yellow school buses, the rhythm of traffic lights,
fruit stands: apples, limes, and oranges arrayed like rainbows
begging our praise. Silver trucks heavy with oil or paper—
bricks or milk, teeming over highways alongside us,
on our way to clean tables, read ledgers, or save lives—
to teach geometry, or ring-up groceries as my mother did
for twenty years, so I could write this poem.
All of us as vital as the one light we move through,
the same light on blackboards with lessons for the day:
equations to solve, history to question, or atoms imagined,
the “I have a dream” we keep dreaming,
or the impossible vocabulary of sorrow that won’t explain
the empty desks of twenty children marked absent
today, and forever. Many prayers, but one light
breathing color into stained glass windows,
life into the faces of bronze statues, warmth
onto the steps of our museums and park benches
as mothers watch children slide into the day.
One ground. Our ground, rooting us to every stalk
of corn, every head of wheat sown by sweat
and hands, hands gleaning coal or planting windmills
in deserts and hilltops that keep us warm, hands
digging trenches, routing pipes and cables, hands
as worn as my father’s cutting sugarcane
so my brother and I could have books and shoes.
The dust of farms and deserts, cities and plains
mingled by one wind—our breath. Breathe. Hear it
through the day’s gorgeous din of honking cabs,
buses launching down avenues, the symphony
of footsteps, guitars, and screeching subways,
the unexpected song bird on your clothes line.
Hear: squeaky playground swings, trains whistling,
or whispers across café tables, Hear: the doors we open
for each other all day, saying: hello| shalom,
buon giorno |howdy |namaste |or buenos días
in the language my mother taught me—in every language
spoken into one wind carrying our lives
without prejudice, as these words break from my lips.
One sky: since the Appalachians and Sierras claimed
their majesty, and the Mississippi and Colorado worked
their way to the sea. Thank the work of our hands:
weaving steel into bridges, finishing one more report
for the boss on time, stitching another wound 3
or uniform, the first brush stroke on a portrait,
or the last floor on the Freedom Tower
jutting into a sky that yields to our resilience.
One sky, toward which we sometimes lift our eyes
tired from work: some days guessing at the weather
of our lives, some days giving thanks for a love
that loves you back, sometimes praising a mother
who knew how to give, or forgiving a father
who couldn’t give what you wanted.
We head home: through the gloss of rain or weight
of snow, or the plum blush of dusk, but always—home,
always under one sky, our sky. And always one moon
like a silent drum tapping on every rooftop
and every window, of one country—all of us—
facing the stars
hope—a new constellation
waiting for us to map it,
waiting for us to name it—together.