Presentamos un texto de Alí Calderón en que comenta la manera en que se configuró, en poesía, nuestro momento estético.
Poesía hispanoamericana: historia y configuración de nuestro momento estético
A inicios de la segunda década del siglo XXI, quinientos millones de personas hablan español. La lengua del Brocense es hoy la tercera más hablada del mundo y oscila entre el segundo y el tercer idioma de comunicación internacional, sólo detrás del inglés y del chino. Esta vitalidad se refleja naturalmente en la poesía. En cada país de América y en la propia España, de Quebec a Ushuaia y de Port Bou a Cabo San Lucas o a las islas Galápagos, una gran cantidad de poetas piensan el mundo desde el español y construyen el gran poema que da continuidad al escrito por los Siglos de Oro, el Modernismo, la vanguardia y los maestros del siglo XX.
La actual poesía escrita en lengua española es resultado de una serie de antagonismos estéticos, rupturas y reivindicaciones de la tradición. Darío le trazó el camino a la vanguardia al adaptar la textura lingüística (suavidad y leve densidad del significante) de la poesía francesa a la española: enfatizó en interés por el trabajo formal. Sería pertinente recordar que el nicaragüense es también pionero del coloquialismo al escribir “Epístola a Madame Lugones” y que, al propio tiempo, fue el introductor de Marinetti a nuestra lengua.[1] Algo semejante había hecho José Juan Tablada en virtud de su curiosidad estética: enlazar modernismo y vanguardia[2].
Los poetas de la vanguardia, además de aportar al campo literario una actitud fundada en la impostura, la desacralización y la incorporación al canon manteniéndose al margen de él, también ampliaron las posibilidades expresivas de la poesía, ensancharon sus límites tanto en los temas como en las formas. Por un lado el desencanto de los grandes tópicos permitió una banalización de los contenidos y, por otro, fomentó nuevas formas de sentido, esencialmente la búsqueda de lo inconsciente a través del automatismo psíquico, la escritura automática y el empleo intencionado del simbolismo onírico para construir discursos plurisémicos.
En el polo opuesto, y por influencia de las artes plásticas, se dio un paso adelante en el cumplimiento del sueño de Flaubert: escribir un libro sobre nada.[3] Octavio Paz lo explica del siguiente modo: “Duchamp va más allá; al destruir la noción misma de obra pone el dedo en la llaga: el significado. Su cura fue radical: disolvió el significado” (Paz 11). Es así como no pocas veces se pugnó, como una alegoría frente a la circunstancia histórica, por el absurdo y la disolución de sentido.[4]
Ante todo, la vanguardia enfatizó, como ha señalado César Aira, la necesidad de superar la noción de “obra” como meta. Es así como aparecen “constructivismo, escritura automática, ready-made, dodecafonismo, cut-up, azar, indeterminación. Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos”. (Aira 7)
La otra vanguardia, bautizada así por José Emilio Pacheco, capitalizó los aportes de la poesía en lengua inglesa. Salomón de la Selva llevó a Nicaragua la poética de Whitman, el coqueteo con el verso libre y el tono de la conversación.[5] A inicios de los años veinte, el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña ejercía un magisterio cultural en México. Tras un viaje a Estados Unidos regresó fuertemente influenciado por la nueva consigna de la literatura noteamericana: “escribir como se habla”. En 1924, Salvador Novo, por encargo del dominicano, publica una antología, La poesía moderna norteamericana, y es él mismo quizá, en sus XX Poemas, uno de los introductores de esa dicción en nuestra literatura. Se abraza la charla, se abandona el canto.[6]
Ya desde 1911, en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, Alfonso Reyes “redescubre” a Góngora. Sus aportes fueron decisivos para que Dámaso Alonso y, en general, la Generación del 27, lo regresaran a la palestra. La fascinación por la poética del cordobés (complicación sintáctica vía la profusión de hipérbatos y el empleo de metasememas con predilección por la metáfora in absentia) produjo un cambio de sensibilidad en la poesía en español: a la claritas de la poesía conversacional se le opuso la obscuritas de esta vuelta al barroco. José Lezama Lima, punta de lanza del neobarroco (término acuñado por Haroldo de Campos en “A obra de arte aberta” de 1955), estaba interesado especialmente en la materialidad del texto, en el juego de texturas y densidades lingüísticas, en la configuración de un universo verbal donde la profusión léxica y la longura del periodo establecieran un símil con la condición hibridez, mestizaje y exuberancia de la historia y la naturaleza americanas. Un barroco como arte de contraconquista muy cercano a la “razón antropofágica” de Oswald de Andrade.[7]
En España, la preocupación por la materialidad del lenguaje tomó otros caminos: la poesía pura y posteriormente la poética del silencio, una suerte de minimalismo lingüístico que, en palabras de José Ángel Valente, se define como una “cortedad del decir, insuficiencia del lenguaje” (OC. II 87). Y abunda: “toda experiencia extrema de lenguaje tiende a la disolución de éste” (422). A partir de los años veinte y hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, según explica Carlos Monsiváis, es “la hora de la “poesía libre”, una acústica literaria distinta que se ofrece como alternativa, y un sector significativo elige “la oscuridad” de la poesía pura” (Salvador Novo 68).
A mediados del siglo XX se produjo la mejor poesía de algunos autores fundamentales en lengua española.[8] Estaba en boga una poesía que, a grandes rasgos, alternaba el lirismo de la Generación del 27 y de los poetas del exilio español, la pasión por la imagen deudora del surrealismo, acaso el único movimiento de vanguardia perdurable, y el discurso civil o socialmente comprometido de influencia marxista.[9] La poética de esta época quedó fijada de alguna manera en 1956 con la publicación del único gran tratado sobre la naturaleza de la poesía escrito en Hispanoamérica: El arco y la lira.
Durante los años sesenta y setenta, la poesía en lengua española sufrió el dominio abrumador del coloquialismo, que posiblemente haya tomado nuevo impulso con la aparición de Poemas y antipoemas (1954) de Nicanor Parra y Epigramas (1961) de Ernesto Cardenal, seguidos por sus traducciones latinas así como por el trabajo propagandístico de Fernández Retamar.[10] La poética del epigrama (economía verbal, juegos argumentativos y de agudeza, la ironía, la comicidad) y la combinación de hiel y candor que pedía Quintiliano para la literatura construyeron una especie de canon que seguía creyendo en el poema confesional emotivo, deslumbrante, neorromántico –dirían algunos– y simpatizante de las luchas y conquistas de la izquierda.[11]
Todo campo cultural –el literario no es la excepción–, según ha descrito Pierre Bourdieu, se distingue por las tensiones que establecen sus distintos agentes en la lucha por legitimar su respectivo proyecto creador, léase poética.[12] La poesía en lengua española durante el último cuarto del siglo XX experimentó tales tensiones. En uno de los extremos del idioma, el coloquialismo era una poética poderosa.[13] Perú y Chile fueron dos de sus reductos. El coloquialismo, encabezado en Perú por Antonio Cisneros (1942) coqueteó con un impulso narrativo y es así como aparece un clásico como Contra natura de Rodolfo Hinostroza (1942).[14] El prosaísmo coloquial establece un segundo punto de contacto con las tendencias confesionales de la poesía norteamericana, de algún modo subsidiarias o paralelas a la poesía beat. En este marco aparecen dos de los grandes mitos de nuestra poesía reciente: Márgara Sáenz (acaso heterónimo de Mirko Lauer, Abelardo Oquendo y Antonio Cisneros) con “Otra vez Amarilis” y María Emilia Cornejo (1949) que, según Marco Martos, revolucionó la poesía escrita por mujeres en Perú. Y agregaría: en América Latina.
Durante aquellos años, el coloquialismo tuvo en Enrique Lihn y Jorge Teillier dos faros fundamentales. Éste último avivó en la poesía latinoamericana un “toque” adánico que se preserva en prácticamente todas las tradiciones poéticas del continente.
El lirismo, la búsqueda de la emotividad vía la ilusión confesional y el coloquialismo fueron fórmulas que de tanto repetirse se gastaron, es decir, se integraron al horizonte de expectativas, dejaron de sorprender y se identificaron con marbetes peyorativos como “poesía fácil” o “poesía que sí se entiende” en oposición a la sentencia famosa de Lezama: “sólo lo difícil es estimulante”. Este cansancio de las formas facilitó una embestida de las tendencias que seguían los distintos caminos trazados por la vanguardia más radical, el concretismo brasileño, por la poesía y las reflexiones de Lezama así como por los trabajos de Severo Sarduy[15]. En los años ochentas aparecen los poetas neobarrocos; se les agrupa por primera vez en el volumen antológico Caribe transplatino (1992). Liderados por José Kozer (1940), Roberto Echavarren (1944) y Néstor Perlongher (1949), estos poetas produjeron una suerte de cisma en la poesía en español. Perlongher, el más aventajado en esta poética, explica el neobarroso o neobarroco afirmando que “no es una poesía del yo, sino de la aniquilación del yo” (Medusario 20). Hay en el neobarroco, según el argentino, “cierta predisposición al disparate, un deseo por lo rebuscado, por lo extravagante, un gusto por el enmarañamiento que suena kitsch o detestable para las pasarelas de las modas clásicas” (22).[16]
La curiosidad barroca implica de suyo una pasión por el desgarramiento de los límites, una predilección por el experimento más que por la obra consumada. El trabajo de estos autores se agrupó en una antología de marcado talante latinoamericano que marcó una época en la historia de la poesía: Medusario. Muestra de poesía latinoamericana. Esta antología fue, pasadas tres décadas, la actualización del cambio de paradigma que había propuesto Octavio Paz desde 1966. Según el mexicano, en la poesía del siglo XX se advierten ciertas características que dan cuenta de un modo distinto de trabajar el poema o manipular el signo. Para Paz estos nuevos rasgos son:
- “Las obras modernas tienden más y más a convertirse en campos de experimentación, abiertos a la acción del lector y a otros accidentes externos” (10).
- “Duschamp va más allá; al destruir la noción misma de obra pone el dedo en la llaga: el significado. Su cura fue radical: disolvió el significado”. (11)
- “A fines del siglo pasado Mallarmé publicó en una revista Un coup de dés y así inaugura una nueva forma poética. Una forma que no encierra un significado sino una forma en busca de significación” (10).
- “Expuesta a la intervención del lector y a la acción –calculada o involuntaria– de otros elementos externos, también saca partido del azar y de sus leyes, provoca el accidente creador o destructor, convierte el acto poético en un juego o en una ceremonia” (10).
- “…abrir las puertas del poema para que entren muchas palabras, formas, energías e ideas que la poética tradicional rechazaba” (10).
Lo anterior quiere decir, en sentido último, que el “nuevo” texto poético no aspira a construir un discurso connotativo, instaurar la dimensión simbólica sino que, por el contrario, tiene como finalidad el acto mismo de la enunciación, es decir, existir en tanto discurso (acaso de pretendida intencionalidad estética) y ser tomado, desde el punto de vista genérico, como poesía o, mejor, como “escritura”.
El neobarroco explotó estas vetas y ensanchó el dominio del poema al grado de trascenderlo y llevarlo a su territorio ideal: lo inestable, el cuestionamiento de la propia literariedad. Esta poesía, en realidad, pareciera una puesta en operación de un par de conceptos desarrollados por el semiólogo Omar Calabrese: elmás-o-menos lingüístico para dar origen a un no-sé-qué literario.[17]
España, despreciada u olvidada por los neobarrocos, mantenía en aquellos años sus propias polémicas. La poesía culturalista e intelectual de los novísimos (amparada en la moda de la intertextualidad –teorizada por Julia Kristeva en 1969) resultó intolerable por su radical esteticismo a los autores de la llamada “poesía de la experiencia” o “de la otra sentimentalidad”, que pugnaban por un mayor compromiso de la poesía con “el mundo real”. Seguían de algún modo los postulados de sus maestros socialmente comprometidos como Gabriel Celaya y, especialmente, Jaime Gil de Biedma[18]. El autor más representativo del este movimiento, Luis García Montero (1958), explica que los poetas que comenzaron a publicar en los años ochenta, (Benjamín Prado, Carlos Marzal, Felipe Benítez Reyes; su generación), “siguieron dos caminos aparentemente muy diferenciados, pero que son en realidad las dos cabezas de un mismo dragón: la intimidad y la experiencia, la estilización de la vida o la cotidianización de la poesía”. (Confesiones 186).[19] Se trata de una poesía que vuelve a creer en el yo en una época en que se buscaba su desaparición. Este sujeto lírico propuesto no es el yo “autocomplaciente” del Romanticismo sino una instancia de mediación, una elección semiótica para constituir la ficción y producir un efecto de realidad. Según García Montero, “la llamada poesía de la experiencia no surgió de un deseo autobiográfico, anecdótico, sino de la toma de conciencia de que la poesía era un género de ficción, en el que un personaje literario servía para objetivar las meditaciones y los sentimientos particulares más íntimos, protagonizando así un proceso de conocimiento” (Antología 15).
De la misma manera en que el neobarroco o la poesía experimental, también llamada “del riesgo”, se institucionalizó en países como Argentina o México, en España “la experiencia” fue acusada de ocupar posiciones de poder cultural. Uno de sus críticos más encarnizados, Miguel Casado (1954), ha buscado identificar la poesía con la extrañeza, lo ignoto y lo imprevisible. Escribir poesía es para él caminar a tientas por el terreno de lo inexplicado. Su trabajo crítico ha creado un espacio para poetas como Antonio Gamoneda y Juan José Ullán. A pesar de que su poética no se aprecia ni tan enterada ni tan osada, coincide con el crítico uruguayo Eduardo Milán en que “sólo quien asume el punto de vista de las vanguardias puede defender una tradición viva”. El uruguayo, por su parte, piensa que la poesía contemporánea en español enfrenta dos grandes concepciones de lo poético: la subsidiaria de la vanguardia y la que reivindica los vínculos con la tradición lírica. Y explica:
Detrás de la fachada caótica hay dos manifestaciones de la poesía latinoamericana actual: la que desciende de la incidencia que en América Latina tuvieron las vanguardias históricas mediante una lectura muy precisa fundada en el juego del lenguaje; y otra, la que supone una vuelta al pasado poético y busca, de una manera no muy crítica, instalarse en un territorio que mediante una ilusión óptica, casi temporal, promete una estabilidad frente al caos dominante no sólo en la poesía sino en el aparato de valores del mundo contemporáneo. (Prístina XI) [Las cursivas son nuestras]
Es así como la última década del siglo XX y la primera del XXI han estado marcadas por la disputa de dos poéticas que cruzan la lengua española. Por otro lado, no debe obviarse que la mayor riqueza de nuestra poesía radica en la pluralidad de voces y registros. El eclecticismo propio del periodo cultural que transitamos se advierte, desde luego, en la varia poesía, en la profusión de estilos y en el complejísimo entramado de influencias que trascienden la literatura, la música y las artes plásticas.[20] A pesar de lo anterior, y como ha observado Eduardo Milán, y Tony Hoagland o Marjorie Perloff en otras tradiciones líricas, concretamente la norteamericana, al final siempre se enfrentan dos maneras de entender el poema, nuevos episodios del viejo cruce de espadas entre dos estilos: el ático y el asiático, claritas y obscuritas.
Por un lado observamos la poética del riesgo con sus diferentes posibilidades y, por el otro, una poesía que, poco interesada en la radical ruptura de la tradición, busca construir artefactos verbales que funcionen gracias a juegos de ingenio, ironía en sus diferentes formas, tono emotivo y patético o a través de la emergencia de epifanías; textos que peyorativamente son tildados de “conservadores” y en inglés son etiquetados con la locución “well crafted poems.[21]
La batalla no sólo enfrenta poéticas sino enmarca la disputa por el poder cultural y su distribución del capital simbólico. El modus operandi del “riesgo” es particularmente interesante. Según Jorge Mendoza, “posee una doble cara. En un sentido se sitúa en la periferia del sistema estético, en el espacio de la “transgresión”, mientras que en el nivel político se ubica en el centro del poder cultural” (El oro 21). La poética del riesgo, impulsada por cierta zona de las poesías argentina, peruana, chilena y brasileña, especialmente, así como por la recuperación de autores de culto (Héctor Biel Temperley, Marosa de Giorgio, Gerardo Deniz, Hugo Gola, etc.) y los aportes experimentales de la poesía en inglés, generaron un tipo de discurso que privilegió la búsqueda por encima del resultado. Un clásico como Wilde pensaba que “las buenas intenciones pueden tener valor en un sistema ético; pero en el arte no. No basta tenerlas; se ha de realizar la obra”. Por el contrario, los autores identificados con la poética del riesgo abandonan la noción de obra (prefieren la de work in progress) para deslindarse de los grilletes de la literariedad. No hay poemas, hay escrituras. Esta poética, desde luego, nunca contó con el consenso necesario para ser hegemónica. Ya Luis García Montero la ridiculizaba al decir: “a peor escritura mayor deslumbramiento”.[22]
La ruptura del “poema tradicional” radica especialmente en la predilección por los discursos fragmentarios y la polifonía así como por la parataxis o automatismo sin inconsciente.[23] Esta tendencia supone que la poesía está maniatada al considerársele esencialmente un vehículo comunicativo además de que condiciona al lector a participar de la visión única y privilegiada, emotivísima, del bardo. Asimismo, se abomina del tratamiento solemne del poema como objeto de revelación. En contraparte, se trata de una poesía que cuestiona el ejercicio lírico y la imperturbabilidad del sujeto de la enunciación a través de una problematización formal e intelectual del poema. Hay en esta poética una fascinación por la contingencia, lo imprevisto, lo anticlimático, la desacralización del objeto poético y la literatura que no parece literatura: placer por el kitsch. Se aceptan y se buscan deliberadamente las formas imperfectas.[24] De este modo, se trasciende la noción de poema para dar cabida a otras estructuras como fragmentos, archipiélagos léxicos, esquirlas morfosintácticas, máquinas textuales, metahibridajes y escrituras límite. (Hernández).
La sensibilidad que enarbola la ruptura de la tradición y la noción misma de poesía así como el placer extremo por la forma y la materialidad del lenguaje han sido descritos por la escritora norteamericana Susan Sontag bajo el nombre camp: amor por lo no natural, el artificio y la exageración.[25] Un nuevo manierismo.[26]
La elección de este último término no es laxa. A pesar de que el tiempo ni es cíclico ni se repite, desde 1987, cuando Omar Calabrese publicó en Bari L’eta neobarocca, se habló de que el periodo que vivimos, la Posmodernidad, presenta rasgos culturales muy semejantes a los del barroco histórico.[27] Algo semejante pensaba Bolívar Echeverría al escribir que “el ethos barroco ha seguido reproduciéndose de todas maneras como una propuesta genuina de humanidad moderna” (La modernidad 222). Hay elementos suficientes para suponer no que se repita hoy, quizá como farsa, lo sucedido en la segunda mitad del siglo XVI sino que la subjetividad de nuestro tiempo es muy semejante a la de aquel y posiblemente genere efectos parecidos.
En la España del siglo XVI, la España del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, la España de “en mis dominios nunca se oculta el sol”, la novedad y el brillo de la poesía italianizante evolucionó hacia el manierismo. Es la época que va de Juan Boscán a los cuatro divinos (Garcilaso, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Figueroa), a Diego Hurtado de Mendoza y aún al primer Góngora. En aquel tiempo, sin embargo, distintas circunstancias produjeron un cambio de sensibilidad. Del entusiasmo se pasó al desencanto, al desengaño, a la desilusión. Primero, en lo político: la Guerra de las Comunidades, que presagiaba la primera revolución burguesa de gran calado, fracasó. 1521 es el año de la triste paradoja de nuestra historia. Cuando la Corona gana Tenochtitlan, capital del imperio más poderoso del Nuevo Mundo, pierde en Villalar su futuro al aplastar a los Comuneros. La victoria fue, al paso de los siglos, una derrota brutal. América nació muerta. Segundo, en lo económico: las bancarrotas de 1557, 1575 y 1596 dan cuenta de la descomposición y la situación límite de España: la pobreza extendida por el Reino. Tercero, en lo militar: tras las victorias y el optimismo de San Quintín y Lepanto, la derrota de la Armada Invencible hizo polvo la hegemonía española. La disforia de tres ámbitos que dieron rostro a la crisis y permitieron la emergencia de una sensibilidad dominada por el pesimismo y la confusión. Son los años que, en literatura, marcan el cambio de orientación artística del manierismo a lo que Hatzfeld ha llamado “barroco puro”, un estilo dominado por la sobriedad, la severidad, la angustia, la incertidumbre y la renuncia ornamental. Un barroco que llena de tensión la forma y la dota de significado.[28]
Si entendemos el barroco como una constante del espíritu, es decir, como una manera de relacionarse entre el sujeto y el objeto, el hombre y el mundo, en la cual el objeto impera sobre el sujeto, el mundo abruma al hombre, el tiempo que vivimos está indudablemente domeñado por la sensibilidad barroca.[29]
Las condiciones de vida creadas por el Sistema-Mundo, para emplear el concepto de Immanuel Wallerstein, generan desencanto, desde luego. Según él, hemos vivido, por lo menos desde 1989, lo que se conoce en términos económicos como fase b de Kondratieff.[30] Se trata de una depresión económica que, pasado su ciclo, tiende a la recuperación, a su fase A. Sin embargo, según el cálculo de Wallerstein, el Sur o Tercer Mundo (Latinoamérica, y cada vez más España) durante el periodo “2000-2025 corre el peligro de que no le toquen ni las migajas. Es posible que la actual desinversión (de la fase B de Kondratieff) que hay en la mayoría de las partes del Sur continúe, en lugar de invertirse en la futura fase A. Sin embargo, las demandas económicas del Sur no serán menores sino mayores” (Después del liberalismo 36). Lo anterior presagia un escenario de crisis prolongada. La situación límite de la poesía es apenas uno de los múltiples rostros de un fenómeno más profundo, una crisis de paradigma, una crisis civilizacional.
En cifras actualizadas al 2012, según señala el Instituto Cervantes, quinientos millones de personas hablamos español. La Organización de Estados Americanos (OEA) refiere que tan sólo en América Latina hay trescientos millones de pobres, gran cantidad de ellos en la indigencia, sobreviviendo con poco menos de 1,25 dólares diarios. En España las cosas no pintan mejor. De cuarenta y siete millones de habitantes, al menos once millones y medio están en riesgo de pobreza. Una de cada cinco familias en la vieja potencia colonial se ve amenazada. América Latina no es el continente más pobre, pero sí el que muestra mayor asimetría, el más polarizado del mundo. ¿Podría decirse que el español es una lengua de pobres? ¿Es correcto afirmar que se escribe poesía en un contexto de radical pobreza y pocas o nulas expectativas de futuro? ¿Están detrás de los poemas, en la manera de escribir o en su recepción, implícitas las carencias, el bajo nivel de nutrición, salud, calidad de vida y desarrollo? ¿Lo extratextual es nimio frente a la inmanencia?
Pound no se equivocaba al creer que el poeta es antena de la raza. La poesía que se escribe en nuestro tiempo, y sus tensiones, dan cuenta de la incertidumbre, la depresión y la angustia que se vive en el espacio social. Wallerstein sostiene que la profunda crisis es signo de que “estamos viviendo el tránsito de nuestro sistema mundial vigente, la economía-mundo capitalista, a otro y otros sistemas mundiales (Utopística 35).[31] Y abunda: “hay tres aspectos que podemos señalar de un periodo de transición. Primero, será largo, tal vez cincuenta años. Segundo, será caótico, y por tanto, no sólo desagradable sino horrible. Y tercero, su resultado será ultra-incierto” (Honoris Causa 38). Poesía ante la incertidumbre.
Pero ¿cuáles son los comportamientos de la poesía actual frente a esta situación límite? La tradición poética norteamericana, por ejemplo, ha resuelto de alguna manera el conflicto entre poéticas y ha propuesto el camino de la hybrid poetry, que también ha tenido ecos en español, que alterna “el poema bien hecho” con el conceptualismo, y que está muy próxima a la Elliptical poetry esbozada por Stephen Burt. Esta poesía elíptica parte de un cuestionamiento fundamental en nuestro tiempo incierto: “¿cómo puede esta falta de certezas volverse un asunto de poética, y cómo los nuevos estilos, fracturados y desafiantes, pueden revelar aún las actitudes y emociones que implican a una persona?” (Burt X).[32]
Lo que se advierte en la actual poesía escrita en español es un viraje. Nuestra poesía llegó a lo que Alan Badiou ha llamado “un punto”, es decir, aquel momento en que, ante determinado estado de cosas (el anquilosamiento coloquial y el casi nada estético de las poéticas del riesgo), se requiere dar un cambio de rumbo, un golpe de timón, plantear un nuevo comienzo.[33] No dar un paso al costado sino al frente: reinventar el lirismo.
La nueva poesía, compartida por autores de generaciones disímiles, sabe que la tradición literaria es la suma de motivos y procedimientos retórico-estilísticos a lo largo de la historia de la literatura de una sociocultura. Ese conjunto de tópicos, procedimientos y mecanismos semióticos, constituye un sistema. La tradición incorpora, evidentemente, y hace suyos, los aportes, las innovaciones y las búsquedas de nuevos lenguajes literarios sin descuidar que, como ha pensado Pierre Bourdieu, a veces “la subversión herética se proclama como retorno a las fuentes, al origen, al espíritu, a la verdad del juego, contra la banalización y degradación de que ha sido objeto” (Cuestiones 115).
A lo largo y ancho de la lengua española se está escribiendo una poesía que reivindica dos valores fundamentales: el yo y la búsqueda de la emoción (pathos) como finalidad del ejercicio poético. Por un lado el retorno al yo forma parte de la necesidad de volver a la lírica y recuperar “ese algo” presente en los “poetas fuertes” de todas las tradiciones y que Mark Strand llama “urgencia interior”.[34] El monólogo dramático junto a la modulación de voces, la elipsis y la configuración de alegorías son algunos de los procedimientos predilectos de esta poesía, por otro lado, en constante búsqueda y exploración de un lenguaje literario capaz de mostrar el vértigo y la desorientación característicos del tiempo que vivimos.[35]
Por otro lado, esta poesía derivada directamente del “decoro”, pero atenta y deudora del “riesgo”, deja de creer en el texto anticlimático y considera que las diferentes dislocaciones del lenguaje, el paradigma de rupturas y desvíos de la norma lingüística, funcionan como estímulos que desencadenan efectos emotivos. Un regreso al movere latino, esencia y motor de la aisthesis.[36]
La nueva poesía sabe también que una de sus tareas prioritarias es “volver a decir”, ofrecer respuestas, interpretaciones del mundo, aunque se desprendan éstas de la vacilación y la duda. Dignificar la forma, tensarla en la semiosis.
Se trata de una poesía queconmueva y, en el mejor de los casos, estremezca, cimbre. Pero una poesía que no sólo comunique sino que desentrañe, intuya, se cuestione, se pierda para luego encontrarse, que diga algo, que porte sentido. Una poesía que siga a Ernst Bloch cuando dice: “Pensar significa traspasar”. La utopía de este principio de siglo, para ponerlo en términos del propio Bloch, no es el regreso a una “poesía clara”[37] sino la búsqueda del sentido, si se quiere, de otro sentido.[38]
Los poetas de nuestros días, quizá sin saberlo, aspiran al mismo programa del pensamiento libertario contemporáneo, explicado por Immanuel Wallerstein: “debemos inventarnos un nuevo sistema histórico sin estar seguros de salir victoriosos. Debemos hacerlo porque existe la oportunidad de reinventar el mundo, pero repito, sin la certeza de que vayamos a triunfar” (Honoris Causa 39).
En este tránsito oscuro, la poesía es puente y precipicio: será diálogo humano o no será. En este tiempo abierto, la búsqueda de lo nuevo sagrado en la poesía exige, imperiosamente, una radicalización, un ir a la raíz y al fundamento, volver al hombre.
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[1] Según Ernesto Cardenal, “el primer antecedente de este estilo [el coloquialismo] está ya en Darío, en la “Epístola a Madame Lugones” (Alemany 14), publicada en 1906. Por otra parte, el 5 de abril de 1909, Darío publica su traducción del Manifiesto futurista en el diario La nación de Argentina (Marinetti lo había dado a conocer el 20 de febrero de 1909 en Le figaro de París). De este modo el nicaragüense es, de cierto modo, motor de las dos tendencias fundamentales de la poesía en el siglo XX: el furor vanguardista y el tono conversacional.
[2] Rodolfo Mata, refiriéndose a Tablada, lo explica del siguiente modo: “Su espíritu inquieto, ávido de novedad y aventura, enlaza el siglo XIX con el XX, desde el punto de vista estético, de una manera tan profunda y equilibrada que resulta problemático situarlo en un periodo sin hacer referencia al otro” (De Coyoacán 15)
[3] En carta a Louise Colet del 16 de enero de 1852, Flaubert escribe: “Lo que me parece hermoso; lo que querría escribir es un libro sobre nada; un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera solo por la fuerza interna del estilo (…) Las obras obras más hermosas son las que tienen menos materia. Creo que el porvenir del arte está en esa orientación”. (La pasión 65)
[4] Ya incluso, desde 1916, Vicente Huidobro, que junto a Vallejo y Neruda es uno de los pilares de la vanguardia, hacía propaganda diciendo que “el valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento de la realidad”. (Cobo Borda 11) Esta idea ha sido continuada por el crítico uruguayo Eduardo Milán quien asevera que incluso la escritura es de suyo una imposibilidad. El siglo XX, para él, es “la representación de la idea de un derrumbamiento (en realidad un arruinamiento) del mundo (…) la historia soporta ya un vaciamiento de significado” (Prístina y última piedra XIII).
[5] Octavio Paz, al analizar la evolución de la poesía en lengua inglesa escribe que “Eliot y Pound usaron primero el verso libre rimado, a la manera de Laforgue; en su segundo momento regresaron a metros y estrofas fijos y entonces, según nos cuenta el mismo Pound, el ejemplo de Gautier fue determinante. Todos estos cambios se fundaron en otro: la substitución del lenguaje “poético” –o sea del dialecto literario de los poetas de fin de siglo– por el idioma de todos los días” (El arco y la lira 76).
[6] En esa década están naciendo las figuras centrales de la poética que será conocida como “coloquialismo” (también llamada poesía conversacional, nuevo realismo, neorrealismo, poesía neorromántica, etc.) y que se desprendió directamente de las conquistas estéticas de “la otra vanguardia”: Fernando Charry Lara (1920), Mario Benedetti (1920), Ernesto Cardenal (1925), Ángel González (1925), Jaime Sabines (1926), Roberto Fernández Retamar (1930).
[7] Lezama escribe sentencias como: “entre nosotros el barroco fue un arte de contraconquista” (La expresión 80) o “El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco” (81). Los conceptos de Lezama serán fundamentales no sólo para explicar una nueva sensibilidad sino, como más tarde lo harán Alejo Carpentier y Carlos Fuentes, para dar cuenta de la identidad y el modo de ser americanos. Al explicar la condición americana, Lezama dice: “Percibimos ahí también la existencia de una tensión, como si en medio de esa naturaleza que se regala, de esa absorción del bosque por la contenciosa piedra, de esa naturaleza que parece rebelarse y volver por sus fueros, el señor barroco quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y de su despilfarro” (83). La razón antropofágica, según ha interpretado Haroldo de Campos, es “una visión crítica de la historia como función negativa, que sea capaz tanto de apropiación como de expropiación, desjerarquización, desconstrucción” (La razón 4). Este retorno al barroco, que según de Campos se nutre de la razón antropofágica, esboza de algún modo la dinámica que ha seguido la constante hibridización de la poesía y las escrituras latinoamericanas del siglo XX e inicios del XXI: “escribir hoy en América Latina significará cada vez más, reescribir, remasticar” (23).
[8] En estos años aparecieron algunos clásicos de nuestra lengua, textos que ejercieron influencia sobre otros poetas y sobre la recepción de la poesía, como Nocturno y otros sueños (1949) de Fernando Charry Lara, Canto general (1950) y Odas elementales (1954) de Pablo Neruda, Horal (1950) y Tarumba (1956) de Jaime Sabines, Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951) de Enrique Molina, La mano infinita (1951) y De las raíces y del cielo (1958) de Juan L. Ortiz, En la masmédula(1953) de Oliverio Girondo, Salvación del recuerdo (1953) de Eduardo Cote Lemus, Círculos del trueno (1953) de Vicente Gerbasi, Poemas y antipoemas (1954) de Nicanor Para, Áspero mundo (1956) de Ángel González, Estrella en alto y nuevos poemas (1956) de Efraín Huerta, palabras en reposo (1956) de Alí Chumacero, Los demonios y sus días (1956) y El manto y la corona (1958) de Rubén Bonifaz Nuño, Cuánto sé de mí (1957) de José Hierro, Compañeros de viaje (1959) de Jaime Gil de Biedma, Dador (1960) de José Lezama Lima y Libertad bajo palabra (1960) de Octavio Paz.
[9] La Guerra Civil española generó un renacimiento de la poesía social en nuestra lengua. Se abandonó de algún modo el tono satírico que acompañaba la crítica social y se adoptó un tono de militancia beligerante. En el caso americano, Pablo Neruda y Raúl González Tuñón fueron maestros de autores de otras generaciones como Ernesto Cardenal, Roque Dalton y Juan Gelman, por mencionar sólo a los más representativos. En España, Gabriel Celaya y Jaime Gil de Biedma destacaron por su compromiso. Es pertinente señalar la gran importancia del surrealismo en estos años. José Olivio Jiménez en su Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea 1914-1970 señala que “el superrealismo, en dosis diferentes, sirvió a trascendentalistas y existencialistas; pudo servir también a poetas sociales y políticos, y hasta hubo mucha poesía de definidos colores ideológicos resuelta en retórica superrealista” (24).
[10] La influencia del coloquialismo, la antipoesía, el exteriorismo y sus vertientes fue fundamental en América Latina. Cardenal, por poner un ejemplo, durante los años que estudio en el Seminario de Antioquia, mantuvo comunicación estrecha con los poetas nadaístas, los acercó a la poesía norteamericana y él mismo fungió como un maestro. Algo semejante sucedería en México a través de Sergio Mondragón y Margaret Randall con “El corno emplumado” y en Ecuador vía los poetas sánsicos.
[11] En aquellos años dos poéticas fundamentales se enfrentaban en la lengua española y tuvieron en la antología canónica de México, Poesía en movimiento (1966), una de sus batallas explícitas. Mientras Octavio Paz defendía la idea de la ruptura de la tradición, la valoración del experimento y la sacralización de “lo nuevo” como criterio de calidad literaria, Alí Chumacero y José Emilio Pacheco defendían: “la dignidad estética, el decoro –en el sentido horaciano de la palabra–, la perfección” (Poesía en movimiento 8). El concepto decorum o aptum se ha identificado con las nociones de equilibrio, conveniencia o proporción. “Horacio recomienda unidad y estructuración orgánica para la obra artística y literaria. Exige asimismo proporción entre el estilo empleado por el autor y los efectos que se pretenden suscitar en los lectores, entre las intenciones del autor y los resultados conseguidos, conveniencia entre el metro empleado y el género elegido” (Bobes 83). Si fuéramos más allá, el decorum descansaría en dos ideales retóricos del discurso literario: el movere y el delectare. El movere “origina una conmoción psíquica del público (meramente momentánea en cuanto tal, aunque duradera en sus efectos)” (Lausberg 231). El decorum horaciano seguía siendo el faro estético de aquellos autores que no creían en los presupuestos de la vanguardia.
[12] En esta lucha por el dominio del campo literario, como en cualquier otra época, la poesía no deja de ser una suerte de sermo lenonius en un espacio de política cultural y transacciones de capital simbólico. Cualquier panorama de la poesía en nuestra lengua estaría incompleto si ce centrara únicamente en cuestiones de poética y desoyera la manera en que los discursos alcanzan la legitimación.
[13] Según Carmen Alemany, el coloquialismo se caracteriza por “un acercamiento a la naturalidad, tan propia en la expresión oral (…) la utilización de diferentes códigos lingüísticos que buscan como alternativa impresionar al lector para, mediante la combinación de frases hechas, de giros coloquiales transfigurados, citas de personajes conocidos, de canciones populares o de moda, generar un giño de complicidad que se completa con un marcado compromiso (11-12). Asimismo, es una poesía que “se alimenta de lo cotidiano (…) elementos de la realidad que utilizamos en nuestras conversaciones y que el poeta adopta como propios” (30).
[14] Con esta zona de la poesía de Hinostroza inicia una tendencia que privilegia el afán de narratividad. Se trata de una línea de exploración de la mayor importancia durante los últimos años del siglo XX y comienzos del XXI. Esta forma está caracterizada, según el peruano, por un “tejido de ritmos”, pluralidad de ritmos. Se trata de una “forma” no exclusiva de la poesía en español sino que, por el contrario, ha encontrado numerosos seguidores en distintas tradiciones poéticas. En ciertas literaturas europeas a este fenómeno se le ha comenzado a llamar “maximalismo poético” (Miller XXIX). En Estados Unidos, curiosamente también a principios de los setenta, a este “nuevo estilo” se le llamó expansive poetry (Swensen XX).
[15] En el prólogo de una de las más recientes antologías de poesía latinoamericana, de marcada tendencia neobarroca y experimental, Maurizio Medo explica que “Mientras el discurso heredado a los 60 y 70 (el coloquialismo, “poesía cotidiana” o “conversacional”, término acuñado por Fernández Retamar) repetía una y otra vez los mismos procedimientos que le valieron para constituirse como eje modal, todos ellos carentes de la necesaria sorpresa, hasta quedar reducido a una escritura saturada por el lugar común. Este tipo de discurso, temeroso de las zonas oscuras del lenguaje, que se esmeraba en no resultar nunca demasiado dificultoso, sea para la enunciación como para la interpretación de su mensaje, supeditándose al compromiso político y a ciertas categorías sociales, podría explicar de algún modo el surgimiento de la poesía neobarroca”. (Medo 15). Las cursivas son nuestras.
[16] Perlongher explica además que el barroco es “Saturación del lenguaje comunicativo. El lenguaje, podría decirse, abandona (o relega) su función de comunicación, para desplegarse como pura superficie, espesa, irisada, que “brilla en sí”: “literaturas del lenguaje” que traicionan la función meramente instrumental, utilitaria de la lengua para regodearse en los meandros de los juegos de sones y sentidos” (22). Al abrazar la obscuritas, “el hermetismo constituyente del signo poético barroco, o mejor, neobarroco, torna impracticable la exégesis: ocurre una “indetenible subversión referencial”, una inefable irreductibilidad, en la absoluta autonomía del poema” (24). En la poesía norteamericana, que ha ejercido una influencia notable en las distintas tendencias poéticas de nuestra lengua, un enfoque muy semejante fue defendido por la Language poetry, impulsada por la revista L=A=N=G=U=A=G=E y por el slogan de los formalistas rusos: the word as such” [“slóvo kak takovóe”].
[17] Según Calabrese, “un primer género de figuras discursivas del más-o-menos y del no-sé-qué puede titularse a efectos de oscuridad” (La era 177).
[18] Quizá Gabriel Celaya en su famoso “La poesía es un arma cargada de futuro” ya proponía un programa o, más bien, una línea de sensibilidad que sería seguida por los poetas más jóvenes: “Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”; “maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse”.
[19] García Montero explica también que “el rostro propio en una experiencia común y, por tanto, verosímil, es la característica de una poesía cómplice, que aspira a realizarse en los ojos del lector como un género vivo y capaz de crear emociones significativas” (Confesiones 176). Se pugnaba así por “una cercanía a la experiencia común, un tono de realidad capaz de otorgarle al poema sentimientos de deseo y verosimilitud, es decir, de atracción seductora para los lectores” (174). Finalmente, para la poesía de la experiencia es fundamental “concebir el poema como un espacio público, protagonizado por un ser histórico que medita sobre las relaciones de su educación sentimental con el mundo a través de un lenguaje matizado, riguroso, pero que no llega a considerarse a sí mismo como un idioma diferente al de la sociedad en la que vive”. (Antología 13). Resulta curioso que, por aquellos mismos años, en la península, los portugueses rehabilitaran también la función referencial del lenguaje. Nació así el “nuevo-realismo” que tuvo la poesía de Al Berto como estandarte.
[20] Ya Luis Martínez Andrade señala que “el eclecticismo es un rasgo particular de la cultura posmoderna donde todas las posiciones son asumidas bajo distintos parámetros éticos, es decir, no hay uniformidad en las acciones, ergo, todo está permitido. Todo puede ser concebido como vivencia estética” (Religión 46). Se trata de un fenómeno que había sido observado por Lyotard desde los años ochenta: “el eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea: oímos reggae, miramos un western, comemos un McDonald e medio día y un plato de cocina local por la noche, nos perfumamos a la manera de París en Tokio, nos vestimos al estilo retro en Hong Kong, el conocimiento es materia de juegos televisados […] este realismo se acomoda a todas las tendencias” (Le posmoderne 25). En este sentido, de algún modo y al menos en el nivel más superficial, las poéticas se volvieron líquidas, para emplear el concepto popularizado por Sygmunt Bauman: “la fluidez como metáfora actual de la vida moderna […] los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma. Los fluidos no se fijan al espacio ni se atan al tiempo […] los fluidos no conservan una forma durante mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla” (Modernidad 8). Algo semejante sucede con la poesía contemporánea que prefiere la noción de libertad a estacionarse o comprometerse con una sola poética y que incluso ha sacralizado el concepto “polifonía” como procedimiento representativo de esta condición.
[21] Marjorie Perloff afirma que prácticamente todo lo que se lee actualmente responde a estas dos poéticas que en Estados Unidos se tipifican como conceptualism y conservatism. Los procedimientos que caracterizan estas tendencias son: “1) Líneas irregulares de verso libre con algún énfasis o ninguno en la construcción del verso en sí mismo, siguiendo el concepto de los formalistas rusos de “la palabra en sí misma”; 2) prosa sintáctica repleta de frases parentéticas o preposicionales aderezadas por imágenes explícitas o metáforas extravagantes (el signo de la poeticidad); 3) la expresión de pensamientos profundos o pequeñas epifanías, basadas normalmente en una memoria particular que designa al sujeto lírico como una persona particularmente sensible que realmente siente el dolor” (“Poetry on the brink”). Tony Hoagland, por su parte, considera que en la poesía norteamericana estas dos poéticas descienden de Wordswoth, por un lado, y de Stevens, por el otro. La poesía del “decoro”, la vertiente de Wordswoth, es “un desbordamiento espontáneo de sensaciones potentes que encuentran su origen en una emoción albergada en la tranquilidad”. En esta poesía, “el poder de las emociones puede ser recogido, revivido, traducido en el laboratorio central del poema; ese poema construye perspectivas para el lector”. A esta poética se le contrapone la idea de que “el poema debe resistir la inteligencia, casi siempre exitosamente”. Es así como “Stevens sugiere que un buen poema resiste, tuerce y enreda al lector (quizá también al poeta) cuyas perspectivas son un reto y de ningún modo están aseguradas” (“Recognition”).
[22] Esta misma idea es considerada por el poeta y traductor ruso-norteamericano Matvei Yankelevich. Explica que la poesía es poesía “en virtud del mismo gesto conceptual de Robert Rauschenberg al escribir: esto es un retrato de Iris Clert si yo lo digo”. (The gray area)
[23] Por otro lado, según refiere Marjorie Perloff, el well crafted poem, “el discurso dominante –sólo se puede desmantelar si es “mal usado de manera eficiente”, esto es, si se le permite a la unword (“no-palabra”) (lo no poético, torpe, común, corriente, la palabra, frase y oración de todos los días, así como la pausa inesperada, y el silencio raro) introducirse en el texto, romper, interrumpir la superficie del sonido” (La escalera 204). Lo anterior podría permitir una conjetura: el poema más cercano al “decoro” se mueve preferentemente a nivel de discurso mientras el poema próximo al “riesgo” es proclive al nivel de la frase.
[24] Ya el poeta polaco Zbigniew Herbert afirmaba que después de la Segunda Guerra Mundial, época del advenimiento de lo posmoderno, los viejos estilos literarios se volvieron inútiles. (McClatchy 146). Paul Auster también pondera concepción de la poesía y dice que es forzoso “cambiar la naturaleza de nuestras expectativas. El poema ya no es un registro de sentimientos, una canción o una meditación (…) es una lucha: entre la destrucción del poema y la búsqueda del poema posible” (El sendero 11).
[25] Carlos Monsiváis describe con precisión el fenómeno: “Camp es -reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro (…) Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (…) Camp es el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número abrumador de ocasiones es (…) aquello tan malo que resulta bueno” (“Del barroco” 30).
[26] Ya Guillermo Sucre, al menos desde 1985, había observado el fenómeno. Escribía: “Nunca como ahora hemos tenido tantas palabras y, sin embargo, sentimos que nos faltan las palabras. Si el equívoco parece dominar nuestra época, uno de sus síntomas es la proliferación verbal: inflación del lenguaje que no logra ocultar otra precariedad, espiritual, más profunda” (La máscara 264). Y explica que la poesía hispanoamericana actual se caracteriza por “un gran y a veces suntuoso juego verbal que aun se vuelve desafiante: la mascarada en un teatro ya vacío” (264). Lo anterior pareciera establecer una relación de identidad con la manera de definir el manierismo como estilo histórico. Helmut Hatzfeld lo explica del siguiente modo: “Del estilo manierista se dice: falsa imaginería; caparazón en vez de cuerpo; máscara en lugar de rostro […] el manierismo se traduce en una retórica de fuegos artificiales, distorsiones preciosistas, un eludir lo decisivo y evitar lo dramático, junto con una especie de miopía y un notable virtuosismo en el manejo de las formas convencionales” (Estudios 56). Y abunda: “estas líneas carecen de inspiración ideológica interior que les dé un significado” (55). También se caracteriza el manierismo, según Hatzfeld, por “falta de orden, proporción y unidad. El lenguaje no expresa ideas sino que reclama un significado a las formas; se encuentra aquí y allá distorsión, no dirección ni orientación hacia otro fin que no sea el brillo de la inteligencia del artista” (224-225).
[27] Un primer elemento de la Posmodernidad vinculado al espíritu barroco es que se pierde en ella la idea unitaria de la historia, la fe en los grandes metarrelatos, y surgen muchas otras visiones paralelas, igualmente legítimas; nace la diversidad, la multiplicidad de visiones de mundo, de perspectivas. Lo barroco radica quizá en la pérdida de centro y en acumulación de elementos, acumulación de distintas miradas. Por otro lado, Calabrese afirma que “la poética neobarroca surge de la difusión de las comunicaciones de masa” (208). Siguiendo esta línea y refiriéndose a la Posmodernidad, Gianni Vattimo comenta que “a) en el nacimiento de una sociedad posmoderna los mass media desempeñan un papel determinante; b) que éstos caracterizan tal sociedad no como una sociedad más “transparente”, más consciente de sí misma, más “iluminada”, sino como una sociedad más compleja, caótica incluso” (La sociedad 78).
[28] Según Hatzfeld, se trata de una nueva sensibilidad que vuelve a plantearse “los eternos problemas y angustiosos del hombre y, en primer lugar, los de su salvación, su responsabilidad y su miseria, su dramática intuición de lo concreto humano” (32). Este barroco puro “valora la tensión dramática interna, la crisis, la inquietud” (47). Y continúa: “el verdadero barroco encierra una auténtica tensión psicológica, un gusto depurado en la expresión” (57).
[29] Basta pensar en el neoliberalismo y en cómo el sujeto aparentemente nada puede contra el modelo económico, aplastante al modo de las grandes catedrales. El hombre es acaso una pieza mínima del engranaje total. Por otra parte, en poesía, este aspecto se traduce a una circunstancia textual: la desaparición y el desprecio del yo lírico. Fredric Jameson, connotado crítico de tendencia conceptual, ha escrito que “el fin del ego burgués, o mónada, conlleva sin duda el final de las psicopatologías de este ego (lo que vengo llamando el ocaso del afecto). Pero significa el fin de mucho más: por ejemplo del estilo como algo único y personal, el fin de la pincelada individual y distintiva (simbolizado por la incipiente supremacía de la reproducción mecánica)”. (Teoría 31).
[30] La fase B de kondratieff se caracteriza por: “retardamiento del crecimiento de la producción, y probablemente declinación de la producción mundial per cápita: ascenso de la tasa de desempleo de asalariados activos; desplazamiento relativo de los puntos de beneficio, de la actividad productiva a las ganancias derivadas de manipulaciones financieras; aumento del endeudamiento del estado; reubicación de industrias “viejas” en zonas de salarios más bajos; aumento de gastos militares, con una justificación que no es de naturaleza militar; caída del salario real en la economía formal; expansión de la economía informal; declinación de la producción de alimentos de bajo costo; creciente “ilegalización” de la migración interzonal”. (Después del liberalismo 31).
[31] Explica Wallerstein: “Se deben subrayar tres aspectos sobre el presente y el periodo venidero de desorden y desintegración. Aunque la experiencia será terrible, no será eterna. Sabemos que las situaciones caóticas producen por sí solas nuevos sistemas ordenados. Esto quizá no sirva de gran consuelo si agregamos que este proceso podría tomar hasta cincuenta años. Lo segundo que debemos tener presente es que la ciencia de la complejidad nos enseña que en situaciones caóticas derivadas de una bifurcación el resultado es inherentemente impredecible” (63).
[32] La hybrid poetry se caracteriza, según Cole Swensen, por “desarrollar enfoques convencionales como la narrativa que supone una primera persona estable, sin embargo se complican al interrumpir la linealidad temporal o por la alteración de la secuencia sintáctica. O tal vez, en primera instancia, por sus modos reconociblemente experimentales, por ejemplo, la falta de lógica o la fragmentación, que sin embargo siguen las estrictas reglas formales de un soneto o de un villanelle. O podrían estar compuestos totalmente de neologismos, pero basados en la tradición antigua. Considerando los rasgos asociados con el trabajo “convencional”, por ejemplo, la coherencia, la linealidad, la lucidez formal, la narrativa, el cierre resuelto, la resonancia simbólica, una voz estable, así como todas esas generalidades asumidas por el trabajo “experimental”, como la no-linealidad, la yuxtaposición, la ruptura, la fragmentación, la inmanencia, la perspectiva múltiple, la forma abierta y la resistencia al cierre; los poetas híbridos tienen acceso a una riqueza de herramientas, cada una con la posibilidad de transformar drásticamente el poema, dependiendo de cómo se combine con las otras y del rol particular que juega en la composición. Los poetas híbridos, a menudo respetan el mandato vanguardista de renovar las formas y extender los límites de la poesía- de este modo aumentan el potencial expresivo del lenguaje por sí mismo- y a la vez mantienen el compromiso con el espectro emocional de la experiencia vivida. Estos objetos que podrían parecer tan diferentes entre sí son esencialmente sociales en su naturaleza y por lo tanto reconocen una obligación social; de esta forma demuestran su continua relevancia en la poesía. La poesía híbrida habla francamente, pero en formas que omite el discurso canonizado que llegó a ser tan predominante en esta época en la que los medios son controlados cada vez por menos gente. Mientras que los problemas políticos pueden o no pueden ser el tema aparente del trabajo híbrido, lo político está siempre presente en el compromiso inherente para usar el lenguaje en diferentes modos que aún permanecen audibles y comprensibles para la población en general” (American Hybrid XXI).
[33] Explica Alan Badiou: “Un punto acontece cuando las consecuencias de una construcción de verdad, ya sea política, amorosa, artística o científica, se ven obligadas de pronto a replantear la opción radical, un nuevo comienzo” (Éloge 56).
[34] Escribe Mark Strand sobre la poesía lírica: “hay algo en estos poemas que me estremece de maneras que no comprendo enteramente, como si se me comunicara más de lo que de hecho se dice. Esto es lo que sucede con los buenos poemas: tienen una identidad lírica que trasciende su materia. Un poema puede ser el residuo de una urgencia interior” (The making XXIII).
[35]Además, este retorno crítico al yo implica un proyecto ético, acción política donde el sujeto vuelve a ser axial. Leonardo Boff, desde la teología de la liberación, explica que “he ahí la nueva centralidad social, lanueva racionalidad necesaria y salvadora, fundada en el pathos, en el sentimiento profundo de pertenencia y solidaridad, de familiaridad, hospitalidad y comensalidad entre todos los seres de la naturaleza” (La crisis 15).
[36] El poema intenso produce una “emoción, un movimiento en la manera de ser, una modificación (…) provoca un cambio en el cuerpo y en el espíritu (…) es un estado patológico, indica un movimiento y, específicamente, un movimiento de alteración” (Mathieu 50), perturbatio, perturbación. Desde otra óptica teórica, Yuri Lotman señala que “el arte construye con los signos una realidad pseudofísica de segundo orden, convirtiendo el texto semiótico en un tejido cuasimaterial capaz de procurar placer físico” (La estructura 81), es decir, de estremecer.
[37] El crítico norteamericano Christian Wiman lo explica perfectamente: “La poesía, como la vida, tiene parches de absoluta oscuridad, recovecos ignotos donde el significado brilla de manera oscura y debe quedar en tal tenebra si es que quiere seguir significando algo” (“Mastery and” 53).
[38] Esta búsqueda de Sentido, por otra parte, se funda en los trabajos del Grupo µ cuando escribe: “¿De dónde viene el sentido? Nuestra tesis sobre este punto es que el sentido proviene de un movimiento doble que va del mundo al sujeto semiótico y de éste al mundo” (Figuras 29). Y si, como sostienen a través de sus investigaciones retóricas, el sentido es “resultado de un acto de recorte de un continuum” (31) la labor del poeta es construir la alotopía, el símbolo, la discontinuidad que hace emerger la semiosis. De este modo, la poesía crea sentido, “propone nuevos recortes de lo concebible” (37). Por otra parte, ¿cómo es esta búsqueda de otro sentido? El poeta español Benjamín Prado lo explica del siguiente modo: “Los buenos poetas lo son porque nos hacen comprender las cosas en una medida y con una profundidad que las cosas no son capaces de ofrecer por sí mismas” (Siete maneras).
La poeta argentina Diana Bellessi, por ejemplo, refiere esta búsqueda cuando escribe: “hoy la física cuántica parece retomar aspectos de la antigua teoría de las analogías cuando nos dice que por debajo del orden desplegado del universo que conocemos, yace un orden replegado” (La pequeña voz 37). El poeta Mario Calderón ha ido más lejos al descifrar, a través de la poesía y las potencias significativas del lenguaje, la estructura misma de la realidad y reconfigurar la idea de destino. Poesía, psicoanálisis y física se alternan para ofrecer nuevas interpretaciones de la vida y del mundo. De eso se trata: hurgar, hacer emerger el sentido.