Presentamos la segunda parte del ensayo “Postal de Borges y Buenos Aires” del narrador y ensayista Luis Bugarini (1978). Borges, poeta moderno a través del gran vínculo con Buenos Aires, nos acerca a su ciudad pero no desde la idealización del nacionalismo, como lo muestra Bugarini. ¿Qué tipo de flanêur era Borges? El siguiente ensayo, de final emotivo, nos lo descubre.
Para leer la primera parte del ensayo sigue este enlace
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Por supuesto la relación de Borges con Buenos Aires está lejos del nacionalismo y la exacerbación patriótica. Su longeva filiación a la ciudad tiene que ver más con la reiteración de una imagen de infancia, juventud y aún madurez, que con la defensa iracunda. Borges, escéptico de casi todo, no pudo dejar de serlo con sus propias admiraciones y deleites. Si bien es cierto que se han cartografiado con exhaustividad las relaciones del autor argentino con el poder político, sobretodo a raíz de sus declaraciones a la prensa, es claro que la reflexión sobre Buenos Aires desde una perspectiva política entendida como punto de inflexión en la poética de un autor, queda en la sombra.
Además, Borges mismo emprendió, desde hora temprana, un ajuste de cuentas con lo que fuera uno de los demonios del siglo xx: el nacionalismo. Escribe en Otras inquisiciones (1952) no sin ironía: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término”, para luego enumerar, con socarronería los excesos en los que se ha caído en la historia por el fervor de la patria. Concluye con unas palabras a las que les fue fiel mientras vivió: “El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado infinitamente molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtual providencial de hacer que todos anhelaran, y finalmente construyeran, su antítesis.”[1]
Volviendo. Después de la publicación de Evaristo Carriego (1930) y dejando de lado los libros de ensayo que en vida Borges condenó al fuego por voluntad propia (Inquisiciones, 1925; El tamaño de mi esperanza, 1926; El idioma de los argentinos, 1928), el tema de Buenos Aires y aún su mención pasan a un segundo término. No desaparece del todo y esparcidas, aquí y allá, hay referencias, alusiones y señalamientos diversos. Acaso en Discusión (1932) sean dos ensayos, La poesía gauchesca y El escritor argentino y la tradición, los que abordan de manera tangencial la presencia de Buenos Aires no en sus propios trabajos, pero sí en la elaboración de la tradición literaria argentina la cual, según sus propias palabras, “ya existe en la poesía gauchesca”.
Esa arqueología del origen se volvió búsqueda personal. Historia universal de la infamia (1935), miscelánea de textos en los que Borges comenzó a explorar las posibilidades de lo fantástico, a pesar de alcanzar a ratos cimas sublimes, resultan ser claras anticipaciones de los libros que algunos años después habrían de darle notoriedad en el mundo: Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
Conforme Borges avanza en la elaboración de su proyecto narrativo, la presencia de Buenos Aires palidece aunque no se extingue. Los ensayos reunidos en Historia de la eternidad (1936) no hacen mención de Buenos Aires pero el juego de lo que años después los críticos denominarían “la estética de la inteligencia”, comienza a mostrar sus posibilidades. Con Ficciones (1944) existe una recuperación en la aparición de la ciudad, aunque es mínima: los escenarios que elige Borges para construir su narrativa podrían ser Buenos Aires aunque no lo son de una manera expresa salvo en un cuento, La muerte y la brújula, del cual afirma que, a pesar de los nombres alemanes o escandinavos “ocurre en un Buenos Aires de sueños”. El autor argentino, eludiendo las descripciones prolijas, presenta la ciudad esencial en líneas mínimas, tal como en El sur: “El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica…”
La elaboración de El Aleph (1949) tuvo la misma consigna estilística que Ficciones (1944), aunque esa eliminación de cualquier localismo y la tentativa interminable de ser relatos muy medidos, cede y Buenos Aires aparece con más fuerza. En El muerto se lee: “Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje…”; o en El Zahir: “En Buenos Aires el Zahir es moneda común, de veinte centavos…”
Aparecen referencias adicionales pero ninguna tiene tal relevancia como la de haber situado el propio El Aleph en Buenos Aires. Un tributo, acaso involuntario, pero que tiene alta resonancia metafórica. El Aleph, según el propio relato, “es un lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”: ¿y qué representa Buenos Aires sino la ciudad desde donde puede urdirse literatura en todos los ángulos? ¿Qué es, sino un lugar esencial, desde donde todo inicia y todo por fuerza debe concretarse hasta volverse aire de nuevo?
Borges guardó la expresión poética para exaltar o dialogar con sus recuerdos de Buenos Aires, así como su imagen de ella, imperecedera y vivaz. Su prosa, fuera de ensayo o relato, límpida y decantada, impedía el ejercicio del sentimentalismo, la nostalgia y la melancolía que caracterizó al escritor argentino.
Salvo por la publicación de El hacedor en 1960, sus poemarios contienen alusiones o señalamientos expresos de la presencia de Buenos Aires en su poética y en su vida cotidiana. Así, en El otro, el mismo (1964), uno de sus libros de mayor profusión y delicadeza poética (“es el que prefiero”, según su autor), Buenos Aires reaparece y lo hace con una fuerza que no se había visto desde Fervor de Buenos Aires, en los tempranos años veinte. En el prólogo: “Ahí están [en El otro, el mismo] asimismo mis hábitos: Buenos Aires…” La enunciación está lejos de ser apenas retórica, pues Borges afirmó que no sólo se pasó la vida escribiendo en mismo libro, sino que, frente a los lectores, se asumía como un autor decididamente monótono. Varios poemas de El otro, el mismo (1964) cuentan con referencias a Buenos Aires. En La noche cíclica refiere el autor argentino:
Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres
de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…
nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares.[2]
Es natural que a la reflexión sobre el origen y destino de Buenos Aires se unan los antepasados de Borges. Éste, consciente del valor de ese pasado, lo rastreó y atesoró como un objeto valioso. El otro, el mismo puede leerse como una suma borgeana, al menos en lo que se refiere a su poética. En ese poemario aparece el amplio espectro de sus preocupaciones y deleites: la historia argentina, las sagas nórdicas, el Golem, Swedenborg, Poe, Buenos Aires, etc. Todo convive en una feliz conjunción que funciona a la manera de un compendio. En otro poema del mismo libro, El forastero, se lee:
Antes de la agonía,
el infierno y la gloria nos están dados;
andan ahora por esta ciudad, Buenos Aires,
que para el forastero de mi sueño
(el forastero que yo he sido bajo otros astros)
es una serie de imprecisas imágenes
hechas para el olvido.[3]
Asumido por el propio Borges como un poemario que busca ajustar cuentas con la vejez, El otro, el mismo, tiene esta licencia de mirar a la ciudad ya no como el lugar de origen, impulso y renovación, sino como la cuna del apaciguamiento, la tranquilidad y la paz propia del tiempo que se ha ido. Buenos Aires es, entonces, metáfora bicéfala: madre risueña y febril de los años mozos y elegante patrona de un terruño incierto. Escribe en España:
España de la larga aventura
que descifró los mares y redujo crueles imperios
y que prosigue aquí, en Buenos Aires,
en este atardecer del mes de julio de 1964,[4]
El reconocimiento del legado español es una muestra más de que Buenos Aires no se estima a la manera del nacionalismo más simplón, sino que en su riqueza y pluralidad admite el negocio y la camaradería histórica. Dos poemas más, titulados de igual modo, Buenos Aires, enfatizan la relación y la vuelven imperecedera. Dice el primero:
Ahora estás en mí. Eres mi vaga
suerte, esas cosas que la muerte apaga.[5]
Y como si fuese un diálogo, responde el segundo:
No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.[6]
Cinco años después de la publicación de El otro, el mismo (1964), Borges reitera en el prólogo al Elogio de la sombra su filiación con la ciudad esencial: “Sin proponérmelo al principio, he consagrado mi ya larga vida a las letras, a la cátedra, al ocio, a las tranquilas aventuras del diálogo, a la filología, que ignoro, al misterioso hábito de Buenos Aires…” La declaración se alimenta de otro poema titulado Buenos Aires y que presenta, acaso de manera individual, un intento de respuesta a la pregunta: “¿Qué será Buenos Aires?” a la que después de una enunciación profusa de imágenes, recuerdos y lugares, escribe Borges: “es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.” Eso es Buenos Aires: el todo y la nada, sutil combinación de opuestos que sin tocarse viven unidos.
Conforme avanzan los años y Borges se acerca al periodo final de su vida, el escritor se resigna a su amor por Buenos Aires tal y como, no sin picardía, se resignó a ser Borges. Los cuentos que publica en El libro de arena (1975) si bien no tienen ese signo característico de la sacralización y evocación de lo urbano, no ignoran la ciudad esencial. En uno de los relatos más celebrados, cuyo título da nombre al libro, Borges deposita el libro de arena, ese libro diabólico y enemigo de toda mesura, en un estante húmedo de la calle México, lugar en donde tiempo atrás estuvo ubicada la Biblioteca Nacional, de la cual fue director. El libro regresa, de un modo trastocado, a lo que fue en su origen: conocimiento desbordado, inutilidad ornamental vuelta a la vida debido a una ausencia de entendimiento metafísico.
Luego de esa historia, el argentino comienza a situar sus historias en lugares exóticos para los escenarios habituales de la literatura hispanoamericana. Las resonancias escandinavas, aunado a su germanofilia, no fueron obstáculo para que de un modo nostálgico volviera la Buenos Aires a depositar, acaso de una manera simbólica, todo el saber que pudo reunir a lo largo de su vida. Vuelta al origen: con el depósito del libro, Borges entrega lo más preciado para un escritor. Hallazgo súbito expresado en un acto simbólico.
4.
Aunque el tema de Buenos Aires, como posibilidad de fabulación sufre un descenso, no es difícil hallar en sus poemarios finales, al menos una evocación. Fuera de La rosa profunda (1975) en donde no figura mención expresa, los siguientes libros de poesía tienen evocaciones significativas. Así, en La moneda de hierro (1976), Borges escribió una Elegía a la patria que, sin hacer alusión abierta a Buenos Aires y más bien cantando a toda la nación Argentina, elabora los elementos de manera plástica y verbal y llevan de inmediato al lector a la ciudad sudamericana. Escribe en el poema:
De hierro, no de oro, fue la aurora.
La forjaron un puerto y un desierto,
unos cuantos señores y el
ámbito elemental de ayer y ahora.[7]
La vuelta es indudable: la fundación mítica es tema constante y no sólo eso, es decir, Buenos Aires como lugar de origen y también como centro distribuidor de historias que nutren la memoria colectiva. Años después, en Historia de la noche (1977), se lee en los primeros versos de Milonga del forastero:
La historia corre pareja
la historia siempre es igual;
la cuentan en Buenos Aires
y en la campaña oriental.[8]
Resulta paradójico que Borges, tan amante de Buenos Aires, no le hubiera dedicado una conferencia que se publicara con formato de libro. Pienso, por ejemplo, en Borges oral (1979) o en Siete noches (1980), libros en los que el autor argentino abordó hechos que alteraron la forma de articular su obra.
En La cifra (1981), poemario anterior al que sería el último que publicara en vida y en el que por cierto ya no existen alusiones a la ciudad esencial: Los conjurados (1985), Borges realiza un último enfrentamiento con esas calles de su infancia y lo hace desde tres perspectivas distintas que no están de ningún modo divorciadas. En el poema Buenos Aires, escribe con el peso de la distancia y las variaciones inevitables de una ciudad que día a día se vuelve metrópolis:
Ha nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires.[9]
Y después de invocar en su memoria las imágenes que guarda, concluye con una melancolía que muchos poetas del periodo compartieron:
En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño.
Sé que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos
perdidos.
Alguien casi idéntico a mí, alguien que no habrá leído esta página,
lamentará las torres de cemento y el talado obelisco.
Borges asume que el Buenos Aires que evoca y es más un trozo compartido de memoria que un lugar físico de encuentro. Y ese hecho, es natural, conduce a la tristeza. Así lo confirma el cierre de Elegía, otro poema de La cifra (1981):
Del otro lado de la puerta un hombre
hecho de soledad, de amor, de tiempo,
acaba de llorar en Buenos Aires
todas las cosas.[10]
El llanto es inevitable pues no importa cuánto sepa el hombre que todo tiende a pasar para perderse en un pozo insondable de olvido, siempre tendrá necesidad de grabar el instante. Aunque queda el extraño privilegio de haber contemplado instantes que nadie más, con toda seguridad, habrá visto o presenciado. Escribe en La fama:
Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.[11]
El diálogo con la ciudad parece concluir: “nunca sueño con el presente sino con un Buenos Aires pretérito y con las galerías y claraboyas de la Biblioteca Nacional en la calle México.” Aproximarse a Borges implica entender esta relación, sutil juego de identidades en donde, para el viajero, Buenos Aires se confunde con el poeta que la escribe y unas calles pobladas de fantasmas literarios, brazos inertes de un ingenio vaporoso.
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La relación de Borges con Buenos Aires se multiplica de modo insospechado. Al igual que otros escritores modernos, parte del legado borgeano quedó en entrevistas, declaraciones, conferencias y en ese género informe que es la oralidad del escritor. Borges se prodigó para sus lectores participando, haciéndose presente.
En el ensayo que Octavio Paz escribió a raíz de su muerte, se lee una confidencia que el autor mexicano narra respecto al último encuentro con el poeta argentino: “Nos habló del Buenos Aires de su juventud, esa ciudad de «patios cóncavos como cántaros» que aparece en sus primeros poemas; ciudad inventada y, no obstante, dueña de una realidad más perdurable que la de las piedras: la de la palabra.”[12]
Ciudad de palabras, lugar incierto de sueños y nostalgias.
[1] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. II, pág. 36.
[2] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. II, pág. 241.
[3] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. II, pág. 300.
[4] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. II, pág. 309.
[5] Op. Cit. Pág. 324.
[6] Op. Cit. Pág. 325.
[7] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. III, pág. 129.
[8] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. III, pág. 183.
[9] Op. Cit., pág. 308.
[10] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. III, pág. 307.
[11] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Bs. As.: Emecé, 2004. Vol. III, pág. 323.
[12] Paz, Octavio. Obras completas. México: FCE, 2002. T. 3. pág. 135.