Presentamos, en versión del poeta y traductor René Higuera (Los Mochis, 1982), un luminoso ensayo del poeta norteamericano Mark Strand en torno a las relaciones entre poesía e imagen, poesía y fotografía. Strand es uno de los referentes de la poesía contemporánea en inglés. Después de haber recibido premios literarios como Edgar Allan Poe y las becas Guggenheim and MacArthur, el Congreso Norteamericano lo consagró Poeta Laureado de los Estados Unidos en 1990.
Fantasía sobre las relaciones entre Poesía y Fotografía
I / Sobre la tristeza de
una fotografía de familia
Tengo una fotografía de mi madre, mi hermana, y yo mismo, tomada cuando rondaba yo los cuatro años y mi madre los treinta y dos, o por ahí. Mi hermana y yo estamos de pie en lo que debe ser la acera frontal de nuestra casa de entonces, frente a un seto, y mi madre en cuclillas en el medio con un brazo rodeando a cada uno de nosotros. Debe ser primavera, porque yo visto un short y una camisa de manga larga, abotonada, probablemente como una concesión de pulcritud, hasta el cuello. Mi hermana, que tendría algunos dos años y medio, porta un abrigo que termina justo encima sus rodillas. Sus mangas son demasiado largas. Debe ser a mediodía o aproximadamente: nuestra sombra común esta directamente bajo nosotros. El cabello de mi madre es negro y ella está sonriente. La luz derrama sobre su frente y se monta en sus pómulos; un manchón de luz reposa en un lado de su mentón. La luz cae de la misma forma sobre el rostro de mi hermana y sobre el mío. Y nuestros ojos quedan en la sombra exactamente de la misma forma. He contemplado y contemplado esta fotografía, y en cada ocasión he sentido una profunda e inexplicable oleada de tristeza. ¿Es que mi madre, que nos abraza y cuya mano yo sostengo, está ahora muerta? ¿O es que es tan joven, tan feliz, tan orgullosa de sus niños? ¿Será que los tres estamos momentáneamente atados por la forma en que la luz se distribuye a sí misma de manera idéntica sobre cada uno de nuestros rostros, uniéndonos, proclamando nuestra unidad por un momento en un pasado que fue solo nuestro y que ahora nadie puede compartir? ¿O es simplemente que lucimos un poco fuera de época? ¿O que lo que sea que hayamos sido en ese momento atrapa al corazón simplemente por haberse terminado? Supongo que todas son buenas razones para sentirse triste, y deben contar en parte para mi sentir, pero hay algo más a lo que también respondo. Es la presencia del fotógrafo. Es para él que mi madre se permite estar tan espontáneamente presente, a mostrar un aspecto de sí misma que no se complica por ninguna reticencia, por ninguna muestra de pena. Y es hacia él que me inclino, hacia él que quiero correr. Pero, ¿dónde estaba él? Debió haber sido mi padre, me sigo diciendo a mí mismo, mi padre quien, en esos días, parecía siempre ausente, siempre de viaje, vendiendo alguno de los nuevos servicios a los diarios de los poblados de Pennsylvania. Así que no es el que un momento de dulzura haya pasado lo que me entristece. Es que el que más poderosamente está presente no aparece en la foto, sino que existe conjeturalmente, como una ausencia. Algo más que me conmueve de esta fotografía es lo mucho que se corresponde con el momento en que fue tomada. Como la niñez misma en su inocencia del futuro. Siento una enorme simpatía por el niño que fui, y me siento culpable de que su simpatía le haya servido años después a su ser más viejo. Yo existía, en ese momento, no para mi mirada de hoy sino para la del fotógrafo en el momento de la fotografía. En otras palabras, no estaba posando. No podría, porque no podía anticipar un futuro para ese momento; vivía, como la mayoría de los niños, en un presente perpetuo. Podía quedarme quieto, pero no podía posar. Y en mi quedarme quieto, manifestaba una tremenda impaciencia por liberarme, por ir hacia los brazos de mi padre que no aparece en la foto.
II / Sobre otra foto de familia
Tengo otra fotografía de mi madre, tomada cuando ella tenía veinticuatro. Está sentada en una banca con su madre en Miami. Ninguna está en traje de baño. Mi abuela lleva un suéter sobre una blusa y falda, mi madre algo oscuro, no sé exactamente qué. En el fondo hay un salvavidas sentado a un lado de su blanca estación de de vigilancia de madera con techumbre de lona. Mi madre mira directamente hacia las lentes, como obedeciendo en ese justo instante a la demanda del fotógrafo de mirar hacia la cámara. ¿Por qué es tan triste esta fotografía? Mi madre luce más bella que nunca. Y está sonriendo. Incluso su madre, de la que siempre escuché que su felicidad era inconseguible, parece feliz. ¿Qué, entonces? Es otro caso de la persona que falta. Y, en esta fotografía, yo soy el que falta. Aun no nacía, no había sido concebido, y mi madre ni siquiera conocía a mi padre. Que mi madre estuviera felizmente viva a pesar de mi ausencia no me cae de sorpresa, pero en cierto nivel sí revoca a mi presencia y parece cuestionar mi propia importancia. Después de todo, solo la conocí en relación a mí mismo, así que hay una parte de mí que se siente dejada a un lado, incluso celoso. Hay algo más, también. La veo no como mi madre, sino como una bella y joven mujer, y pienso en cuánto desearía haberla conocido entonces. Porque pudo haberme gustado, y yo pude haberle gustado a ella. Pudiéramos haber sido amantes, incluso. Es la imposibilidad de esta conexión erótica lo que es entristecedor. ¿Porque no es esa una forma de volverla atrás, de esperar reclamarla enteramente para mí mismo? Fantaseo con haber estado vivo antes de nacer. Cuán desolador. Uno confronta la ausencia de sí mismo, y esa pérdida se da sin dulzura, absoluta, sin revisión posible. Entonces mi madre mira hacia la cámara, probablemente sostenida por su padre. Ella sonríe seductoramente. Es en ese momento materia de confianza. Es un soleado día sin nubes en Miami. Pero cincuenta y ocho años después una sombra revolotea sobre ese momento de esplendor, de equilibrio familiar. Soy yo, es el futuro, experimentando una terrible, irreversible exclusión.
III / Sobre la diferencia entre las
fotos de familia y las fotos
del resto del mundo
Algo en las fotos familiares se mantiene aparte de las fotografías del resto del mundo. Nos fijamos en ellas de forma diferente, las sentimos más apasionadamente. Pueden ser sobre nosotros, contribuyendo sin duda a nuestra mayor necesidad de atención, pero no tienen que ser así. Puede ser de algún cercano cualquiera, cercano suficiente para que nuestras ataduras emocionales y cambiantes afectos fácilmente nublen o coloreen nuestra visión de ellos, dejándonos en duda perpetua sobre cómo debieron haber sido vistos y haciendo que nos cuestionemos cualquier faceta de ellos que nos encontremos. Las instantáneas familiares nos ofrecen algo como lo que el crítico francés Roland Barthes llamó punctum[1]. Un punctum es algo en la fotografía, un detalle, que incita o engancha al espectador hacia una revaloración emocional de lo que ha visto. Puede ser un collar, una sonrisa imperfecta la posición de una mano –una cosa o un gesto– que se insta a sí mismo en nosotros, que obliga a nuestra visión, con repentino, inesperado patetismo. No es algo que pueda ser controlado o anticipado por el fotógrafo, puesto que es un detalle que sitúa a la fotografía en un contexto diferente a aquel de su concepción. Lo que experimentamos mirando instantáneas familiares puede no ser, estrictamente hablando, lo que Barthes quiso decir con punctum, pero se relaciona. A menudo nos golpea algo en el aspecto de algún cercano que nos dice más de ellos mismos y pueda desafiar o confirmar la exactitud de nuestros sentimientos. Y muy a menudo la volatilidad de nuestras necesidades y expectativas cambia lo que vemos, convirtiendo las imágenes de seres amados en ocasiones para la ensoñación y los eventos que los envuelven en temas de investigación.
Estaba siendo, lo admito, un poco malicioso cuando utilicé la expresión “fotografías del resto del mundo.” Después de todo, el mundo es grande y tan vasto por lo menos como las fotografías que de él se toman. Y cuando contrasté las instantáneas familiares con fotografías del resto del mundo, hacía categorías con bases en extremos distintos de la experiencia. Asumí que las fotografías del resto del mundo no ceden a nuestra estructura emocional tan fácilmente como los retratos familiares. Por algún motivo, nos preocupamos menos por el mundo que por lo que sucede en casa; por otro, somos capaces de arrojarnos al centro de nuestra escena doméstica, pero sería una locura imaginarnos en el centro del escenario mayor. Cuando nos confrontamos con imágenes del mundo, raramente nos incita a revisiones y revaloraciones de nosotros mismos en relación a ello. Sentimos raramente la necesidad de llegar a acuerdos con lo que ya parece solucionado o comprendido, por exótico que esto sea. Es probable que nuestra respuesta sea una de aceptación pasiva. Y el clima visual o el carácter de la fotografía se probará como subordinado a una codificación cultural o históricamente determinada. Aun si la fotografía revela terribles males sociales, no aparecerá inexplicablemente problemática; en cambio, para explicarse a sí misma, proporcionará inevitablemente una lectura alegórica. El bien y el mal quedarán justamente “expuestos”, y la fotografía, finalmente, apelará a nuestro entendimiento. En otras palabras, tales fotografías proveen un contexto familiar mediante el cual pueden ser leídas. “Los que no aparecen”, que en las instantáneas familiares equivalen a la revelación, quedan propiamente fuera de lugar en la fotografías del mundo.
IV / sobre el posar como defensa
contra el candor de la
fotografía de familia
Como las fotos del resto del mundo, la fotografía formal, o aquellas en las que la gente posa, se resisten al tipo de revelación personal que las instantáneas familiares ofrecen. De hecho, podría decirse que es precisamente contra la revelación personal que la pose es una defensa. El que posa quiere trascender el clima y el contexto interpersonal de la instantánea familiar. No quiere ser descubierto como ninguna otra cosa que la que él determina. No desea ser él mismo tanto como desea ser un objeto, es decir, él prefiere ser juzgado más estética que personalmente, y el mundo al que se une es el de aquella permanencia del arte. Verse vivo, para él, es verse afectado. Tiene una idea sobre la forma en que luce, y la quiere ver confirmada. Así que trata de tomar control del resultado de la toma y de anticipar, tanto como puede, el cómo lucirá. Pero su extremada autoconciencia siempre da por resultado una imagen de extrañamiento –una expresión desapasionada le nubla los ojos, parece estar en otra parte. Sus expectativas están basadas en afirmaciones engañosas que tienen relación con necesidades que van más allá del poder de satisfacción de la cámara. Por ejemplo, si nuestro posante está obsesionado con la belleza convencional, podría querer verse como una estrella de cine; si se conduce por las caracterizaciones estipuladas de la responsabilidad, podría querer verse como un estadista. El punto es que él quiere que la cámara sea sensible a una imagen, no a un ser.
Entonces, ¿a qué le teme el que posa? ¿Por qué quiere aparecer de una manera particular y no de cualquier manera? ¿Es solo vanidad lo que lo haría lucir perfecto a cambio de sí mismo? ¿O su necesidad le concierne más a la auto preservación; es decir, la negativa a que se le recuerde su mortalidad? Del modo que sea, los resultados son los mismos. Su idealización quiere decir que él no se ubicará en el tiempo. Cuando se encuentra al fotógrafo años después, no tiene por qué sentir ni una punzada de tristeza, ni nosotros en el caso de que nuestro posante se muera. No podemos realmente sufrir su pérdida por la simple razón de que él no ha dado cuenta suficiente de sí en la fotografía. Se ha convertido en su propio memorial eterno.
V / Sobre el poema de Rilke
“Retrato de mi padre cuando joven”:
evidencia de las limitaciones de posar.
Cuando miro la fotografía de mi madre y mi abuela, experimento una tristeza que tiene que ver con mi propia ausencia de un periodo de la vida de mi madre. En otras palabras, experimenté la muerte en reversa –nací demasiado tarde para estar ahí–. En el poema de Rilke “Retrato de mi padre cuando joven” el minucioso escrutinio de un fotografía lleva al orador ineludiblemente a un sentimiento de su propia mortalidad
Retrato de mi padre cuando joven.[2]
En los ojos: sueño. La ceja como si pudiera sentir
algo lejano. Bordeando los labios, una gran
lozanía, seductor aunque no haya sonrisa.
Bajo los alamares de adornos trenzados
del esbelto uniforme de oficial del Imperio,
la cazoleta del sable. Ambas manos quietas,
cruzadas encima, sin ir a parte alguna, serenas
y ya casi invisibles: como si fueran
las primeras en asir la distancia y disolverla.
Y todo lo restante tan cubierto de sí mismo,
tan borroso, que no puedo comprender
esta figura que se va volviendo puro fondo.¡Oh fotografía que te desvaneces rauda
en mis más lentamente desvanecidas manos!
Esas manos cruzadas sobre la cazoleta que no irán a ninguna parte, que no completarán ningún gesto –ni en la fotografía, porque está inmóvil, ni en la vida porque el padre está muerto– permanecen en calma mientras desaparecen. Forman una especie de retiro de la actividad, de la actualidad. La fotografía se desvanece: todo lo que tomó está tan cubierto de sí mismo, tan removido, que llega a ser no un momento que ha sido rescatado sino un emblema de muerte. Y como si él pudiera anticiparlo en el momento en que la foto fue tomada, sentir que se acerca el momento de la desintegración, el padre de Rilke ya había comenzado a desvincularse de lo inevitable, y a sustituirlo por otra lontananza, una generada desde adentro, el sueño cuyos orígenes y destino son más etéreos, más difíciles de definir que nuestros rasgos. Así, incluso cuando la foto estaba siendo tomada, él era otro, por eso a Rilke se le dificulta ubicarlo. Lo que Rilke encuentra en este borroso memorial de su padre, esa máscara de la cual su padre había sido removido, es solo una pose, por eso dice “no puedo comprender esta figura”. Con el fin de salvar a su padre, debe leer en la fotografía aquello que no se presenta. Así, “La ceja como si pudiera sentir algo lejano”, y “las manos como si pudieran asir (a su alrededor, según entiendo) la distancia”. Una fotografía no puede describir lo que no está ahí. Pero el lenguaje sí puede, y este es uno de los rasgos conmovedores del poema de Rilke: el deseo de saber más de lo que la fotografía probablemente puede registrar, y la dependencia última de las propiedades especulativas del lenguaje para llenarlo. El lenguaje responde a lo que está dentro o detrás o escondido, a lo que, en otras palabras, no se mira fácilmente, dando a entender que tan oscuro es el nacimiento de la invención como luminosa es su conclusión. Por lo tanto, cuando la luz de la foto se dispersa, el poema se hace cargo. Y si la mano es una metonimia por escritura, como lo es con frecuencia, entonces en este poema asume la carga de sacar adelante, por un momento, la imagen del padre de Rilke. Pero nada más por un momento, ya que el poema, también, es mortal.
VI / Sobre el poema de John Ashbery
“Sentimientos encontrados” y su rechazo a
la clase de tristeza a menudo asociada
con las instantáneas familiares.
El poema de Ashbery comienza, como el de Rilke, con la descripción de una fotografía tan difuminada que es difícil descifrarla. La urgencia y ternura en el poema de Rilke concluyen más bien oscuramente con una confesión de la propia presencia mortal del poeta. El poema de Ashbery toma una ruta distinta; resistiendo a toda sugestión de oscuridad, termina con una afirmación de la posibilidad poética.
Sentimientos encontrados.
Un agradable olor a salchichas freídas
ataca los sentidos, junto a una vieja, mayormente invisible
fotografía de lo que parecen ser unas muchachas holgazaneando
alrededor de un bombardero, circa 1942 vintage.
Cómo explicarles a esas chicas, si es que fueran eso,
a esas Ruths, Lindas, Pats y Sheilas
los grandes cambios que han tomado lugar
en la fábrica de nuestra sociedad, alterando la textura
de todas las cosas en ella. Y sin embargo
Ellas de alguna forma lucen como si supieran, a excepción de
que es tan difícil verlas, es difícil entender
exactamente qué tipo de expresión están usando.
¿En qué se entretienen, muchachas? Carajo,
podría decir una de ellas, no tolero a este tipo.
Vayamos y salgamos, en alguna parte
a través de los cañones del centro de confección
hacia un pequeño café y pidamos una taza de café.
No me siento ofendido de que esas creaturas (esa es la palabra)
de mi imaginación me tengan en tan precaria estima,
me presten tan poca atención. Es parte de una complicada
rutina de coqueteo, como sea, sin duda. ¿Pero esta conversación
sobre el centro de confección? Seguramente es el sol de California
quien habla de ellos y la vieja caja con que se
han cubierto a sí mismos, difuminando su insignia del Pato Donald
hasta el punto extremo de la legibilidad.
Quizás ellas mentían pero más probablemente sus
pequeñas inteligencias no podían retener mucha información.
Ni un solo hecho, quizás. Por eso piensan
que están en Nueva York. Me gusta el modo
en que lucen y actúan y sienten. Me pregunto
cómo llegaron a ser así, pero no voy a
perder ni un instante más pensando en ellas.
Ya las he olvidado
hasta que un día en un no demasiado distante futuro
cuando nos encontremos probablemente en una sala de un moderno aeropuerto,
ellas tan sorprendentemente jóvenes y frescas como cuando esta foto fue tomada
pero llenas de ideas contradictorias, tantas estúpidas
como valiosas, mas todas inundando la superficie de nuestras mentes
mientras balbuceamos sobre el cielo y el clima y los bosques del cambio.
Entonces uno experimenta el desgaste gradual de la ya vieja, en su mayor parte invisible fotografía de algunas chicas holgazaneando alrededor de un bombardero de 1942. El proceso de desgaste se lleva a cabo por la continua subversión no solo de la imagen fotográfica, también de lo que representa. Primero, las chicas no pueden estar consientes de los grandes cambios que tomaron lugar desde que fueron fotografiadas, cualquier afirmación que pudiera tener se ve socavada por el presente desde el que está siendo vista. Sus expresiones también pueden ser descartadas porque sus rostros son difíciles de distinguir. El poeta, incapaz de resolverse en cuanto a cómo acercarse a las chicas, les hace una pregunta tonta sobre sus pasatiempos. Las muchachas quieren alejarse de la mayoría de estos voyeristas fuera de onda, ir hacia algún lugar que evidentemente no está en la fotografía. Y él no se ofende. ¿Por qué habría? Él es la fuente de todo lo que hacen. Podemos considerar la resistencia imaginada de las chicas como parte del complicado coqueteo que permite a los poemas ser escritos. Pero ¿cuánto podrán esas chicas, sin voluntades propias y con tan corta inteligencia, realmente resistir? Si piensan que están en Nueva York, es porque el poeta ahí las quiere, donde está el poema. Y una vez que las tiene ahí, lejos del clima californiano de la fotografía, puede olvidarlas hasta que surja la posibilidad de usarlas de nuevo. Y cuando eso suceda, se dará en un contexto puramente poético, uno que no es tan empáticamente temporal como la fotografía, que les permitirá existir con su juventud y vitalidad restablecidas. Estarán llenas de ideas contradictorias, inundando la superficie de sus mentes y la mente de la cual son parte, la mente del poeta, mientras balbucean sobre el cielo y el clima y los bosques del cambio –elementos usuales, hasta la resonancia de la metáfora final en la vida de la mayoría de los poemas líricos. Así que lo mejor está por venir. Por lo menos eso queremos creer. ¿No desplaza el poema nuestra atención de la inevitable muerte (al difuminarla) de la fotografía hacia el futuro en que será un poema? “Sentimientos encontrados” comenzó mirando atrás y termina mirando adelante. Representa una negativa a sufrir –no solo el paso de cuatro muchachas o la era que representan, sino absolutamente nada. Dice no a las demandas convencionales de la fotografía –que “ellos” (los sujetos de la fotografía) han cambiado o se han ido– que aquellos que fueron jóvenes y felices ahora están, ay, viejos o muertos. Su conclusión optimista no es un final esperado o, siquiera, muchos dirían, aceptable. Cada vez más, el poema es como el caso de la foto familiar de alguien caída en manos ajenas.
VII / Sobre el poema de Charles Wright
“Bar Giamaica 1959-60”:
El poema como fotografía.
El poema de Ashbery reconoce la gratuita y arbitraria existencia de una foto aprovechable con la misma desenvoltura con que toma nota de las salchichas freídas. El poema de Charles Wright “Bar Giamaica 1959-60” está saturado de ese tipo de tristeza que he asociado con las fotografías de la familia. No basa su fuerza emocional en la compensación de las limitaciones de la fotografía sino que se identifica con ella.
Bar Giamaica 1959-60
Gracia es el punto focal,
las puntas de su cabello desatado
como fuego de cerillo en la luz negra,
Sus manos sobre un “Esta es la iglesia…”
Ella mira a Ugo Mulas,
quien nos mira a nosotros.Ingrid anota todo esto, y levanta la vista, y apenas puede ver.
No está claro todavía.
Estoy mirando a Gracia, y Goldstein y Borsuk y Dick Venezia
me están mirando a mí.Yola sigue leyendo su libro.
Y se va el resto de ellos: Susan y Elena y Carl Glass.Y Thorp y Schimmel y Jim Gates,
y Hobart y Schneeman
un tarde en Milán a finales de primavera.Entonces Ugo finaliza la reunión, se toma un café, y todos se marchan.
Llega el verano, y el invierno;
cae la nieve y ninguno vuelveJamás,
todos se han ido por el filtro de estrella de la memoria,
con sus pequeños empedrados y sus mesas de metal y sus transeúntes…
Una imagen, del tipo de la fotografía familiar, se nos pone ante los ojos, y a pesar de toda la apariencia que toma lugar en el poema, nada queda claro sino hasta que todos se cuentan. Entonces, y solo entonces, pueden ser nombrados la estación y el lugar. El enfoque o claridad del poema coincide con la súbita inclusión del evento en el tiempo. El poema celebra el triste momento en que nos volvemos historia –el momento fotográfico, el momento sobre el que se escribe, el momento en que todos se marchan, cuando todos repentinamente cesan de ser lo que era. Desde luego, el mundo sigue su marcha como tiene que ser: continúan las estaciones, la vida sigue, los participantes de la pequeña fiesta toman caminos separados, nunca para reunirse de nuevo, ni en el mundo, ni en la imaginación del poeta– ese filtro de estrella de la memoria , con sus pequeñas mesas de metal y sus transeúntes. La imagen es de desamparo, incluso grave, y, con la mención de los transeúntes, logra lo extraordinario: dicta su propia posibilidad de olvido dándose a sí mismo una última mirada. Pero el momento de la pérdida, que flotaba en el fino borde del olvido, se ha salvado. El poema dice lo que la mayor parte de las fotografías que conmemoran momentos dicen, y lo que John Ashbery, en “Sentimientos encontrados” por lo menos, evita decir. Esto es: “Aquí estaban ellos, pudiste ver que aquí estaban, y ahora se han ido”. Pero más allá de eso, porque termina con una elipsis, sugiere que un escenario vacío, con sus mobiliario (mesas y transeúntes), espera ser llenado, que otra reunión, otra convocatoria de elementos del pasado, tomará lugar, y otro poema será escrito.
Los poemas de Rilke y de Ashbery asumen la carga de completar o continuar lo que ha comenzado en una fotografía. El poema de Charles Wright es un caso levemente distinto, ya que nunca nos dice que está basado en una foto. Más bien, el poema construye una fotografía en su procedimiento, de modo que puede afectarnos como lo hacen las fotografías. Incluso se desvanece al final, como abriéndose camino –al poema que es, al que será.
Mark Strand
En The weather of words. Poetic invention.
(Alfred A. Knopf. New York, 2000)
Traducción de René Higuera
[1] “Punctum es también pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)”. Roland Barthes, La cámara lúcida, Trad. Joaquim Sala-Sanahuja (Barcelona: Paidós, 1999) N. del T.