Presentamos, en versión de Guillermo Arreola, un poema de Billy Collins (1941), uno de los autores más significativos de la tradición lírica norteamericana. Fue Laureate Poet de Estados Unidos de 2001 a 2003. Su primer poemario fue Pokerface (1977) y el más reciente es Aimless Love (2013). Mereció el Mark Twain Prize, que celebra el humor en la poesía.
El puente de hierro
Me encuentro de pie en un abandonado puente de hierro
construido en 1902
según reza la placa de metal atornillada a la viga,
la fecha en que mi madre cumplió un año de edad.
Imagínate: una madre en su infancia,
y era una niña canadiense en aquella época,
una de las niñas más admirables de la provincia de Ontario.
Pero yo estoy aquí inclinado sobre el oxidado antepecho
mirando el agua que corre debajo,
que está en calma y refleja la mañana,
el cielo azul entreverado con nubes densas,
y entre más veo el agua,
que es como una imagen que habla,
más pienso en 1902,
cuando los obreros, en camisetas y gorras
remachaban este puente de hierro
por un estrecho canal que entronca en dos lagos
donde las flores silvestres se dispersan a lo largo de las orillas
y un par de cisnes vaga por los frondosos cuévanos.
1902: mi madre era tan diminuta
que cabía en uno de aquellos canastos ovales
para cargar manzanas,
los cuales su madre cubría con un delgado paño
y los colocaba en la mesa de la cocina
para no perder de vista a la pequeña Katherine
mientras, a restregones, limpiaba papas o desvainaba ejotes,
como yo, que no pierdo de vista al cormorán
que acaba de romper la vidriosa superficie
y se aleja del puente y de mí,
haciendo girar su curiosa cabeza,
escabulléndose hacia donde el sol rastrilla el agua
y se filtra a través de los árboles que atestan la ribera.
Y ahora desciende en picado,
desaparece debajo de la superficie,
y mientras aguardo a que aparezca repentinamente
lo imagino volando bajo el agua con sus extrañas alas,
como te imagino a ti, mi diminuta madre,
que desapareciste el año pasado,
que vuelas hacia algún lado con tus extrañas alas,
tus grandes ojos y tu denso traje mojado,
moviendo las piernas hacia lo más profundo de un lago
sin confín y sin nombre, en alguna provincia de agua sin fronteras.
The Iron Bridge
I am standing on a disused iron bridge
that was erected in 1902,
according to the iron plaque bolted into a beam,
the year my mother turned one.
Imagine–a mother in her infancy,
and she was a Canadian infant at that,
one of the great infants of the province of Ontario.
But here I am leaning on the rusted railing
looking at the water below,
which is flat and reflective this morning,
sky-blue and streaked with high clouds,
and the more I look at the water,
which is like a talking picture,
the more I think of 1902
when workmen in shirts and caps
riveted this iron bridge together
across a thin channel joining two lakes
where wildflowers blow along the shore now
and pairs of swans float in the leafy coves.
1902–my mother was so tiny
she could have fit into one of those oval
baskets for holding apples,
which her mother could have lined with a soft cloth
and placed on the kitchen table
so she could keep an eye on infant Katherine
while she scrubbed potatoes or shelled a bag of peas,
the way I am keeping an eye on that cormorant
who just broke the glassy surface
and is moving away from me and the iron bridge,
swiveling his curious head,
slipping out to where the sun rakes the water
and filters through the trees that crowd the shore.
And now he dives,
disappears below the surface,
and while I wait for him to pop up,
I picture him flying underwater with his strange wings,
as I picture you, my tiny mother,
who disappeared last year,
flying somewhere with your strange wings,
your wide eyes, and your heavy wet dress,
kicking deeper down into a lake
with no end or name, some boundless province of water.