Breve muestra de poesía norteamericana actual

 La literatura en lengua española ha tenido, muy posiblemente, dos grandes momentos: los Siglos de Oro y el Modernismo, uno de influencia italiana y otro de influencia francesa. La poesía del siglo XX se ha visto influenciada especialmente por la tradición lírica norteamericana que, a decir de poetas como Ernesto Cardenal, es la más rica e interesante del mundo. Por esta razón, presentamos aquí una breve muestra de la poesía norteamericana contemporánea en versión de distintos autores estudiosos de aquella literatura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

W.S. Merwin

(1927)

 

 

Por qué algunas personas no leen poesía

 

Porque ya saben que significa

detenerse y sin detenerse saben que

más allá de detenerse va a significar escuchar

escuchar sin oír y tal vez

entonces oír sin oír y qué

escucharían entonces qué bien les haría

como un animalito que cruza el camino

ahí de pronto pero incapaz de moverse

de noche y van tarde y puede que estén

en el camino equivocado pasando la montaña

mientras todos los demás duermen sin tomarlo

entonces como olvidándolo otra vez

 

(Traducción Iván Viñas)

 

 

 

 

 

Donald Hall

(1928)

 

 

 

LA CAMA PINTADA

 

“Incluso cuando danzaba erguido

por los jardines del Nilo

construía Necrópolis.

Diez millones de células laboriosas

transportaban piedras por mi sangre

para levantar un blanco museo”.

Macabro, repugnante y terrible

es el alegato de huesos,

muslos y brazos mermados

en enjutas bolsas de carne

que cuelgan de un esqueleto

que sostuvo músculos, y grasa.

“Reposo en la cama pintada

consumiéndome, atento

al viaje que emprendo

para descansar sin dolor

en el palacio de las tinieblas,

mi cuerpo junto a tu cuerpo”.

(Traducción Juan José Vélez Otero)

 

 

 

 

Philip Levine

(1928)

 

 

Una historia

 

Todo mundo ama las historias. Empecemos con una casa.

Podemos llenarla con cómodas habitaciones y llenar las habitaciones

con objetos: mesas, sillas, armarios, cajones

cerrados que esconden camas minúsculas

donde los niños durmieron alguna vez

o grandes cajones que bostezan para revelar

prendas dobladas con precisión y lavadas a morir,

impolutas, manidas, esperando a ser gastadas.

Debe haber una cocina, y la cocina

debe tener una estufa, quizás una grande y metálica

con un tubo grueso que desaparezca en el techo

y alcance el cielo y exhale sus olores y conjuras.

Éste era el centro de la vida familiar que fue

alguna vez aquí; éste y el lavabo ―amarillento

alrededor del desagüe― donde el agua, pura o no,

huía sin explicación, más o menos como el punto

de la historia que prometimos y aún estamos por cumplir.

Algo es seguro: una familia estuvo aquí. Puedes ver

la senda desgastada en el linóleo donde la madera,

grisácea, desde luego pino, se revela.

El padre se paraba allí en la mitad de su vida

para llamar a los cielos que imaginó lo escuchaban

más allá del techo. Cuando nadie le contestó

puedes ver dónde su zapato golpeó una

y otra vez, aun cuando había sido educado

en nunca exigir. Y no es que la vida fuera especialmente cruel:

tenían agua que subía del pozo fácilmente,

una estufa que daba calor, una madre que permanecía

ante el lavabo a todas horas y miraba añorante

a donde los bosques alguna vez lanzaron voces

de osos pequeños ―ellos también una familia― y la canción

de los pájaros hace tanto emigrados cuando los bosques se rindieron,

un árbol a la vez, ante la llegada de los obreros

con jarras de café. El lugar desgastado en el alféizar

es donde la madre descansaba su cabeza cuando nadie veía,

esas dos crestas manchadas eran los asideros

con los que contaba; nunca la decepcionaron.

¿Dónde está ella ahora? ¿Crees que tienes el derecho

de saberlo todo? ¿Los niños tan pequeños

como para llenar armarios, tan grandes como para tener

habitaciones propias y abandonarlas, el padre

con su mano derecha alzada contra el cielo?

Si esas preguntas son demasiado personales, dinos pues

¿dónde están los bosques?  Debieron haber estado

porque el continente estaba vestido de árboles.

Todos leemos eso en la escuela y sabemos que es verdad.

Aun así, todo lo que vemos son casas, filas y filas

de casas hasta donde alcanza la vista, y donde la vista desaparece

hasta la nada, hasta el nuevo mundo nunca visto por nadie,

donde tiene que haber más que polvo, partículas

de tierra ardiente, la tierra que perdimos,

llevadas por el aire, y nada más.

(Traducción de Juan Carlos Martínez Franco)

 

 

 

 

 

Mark Strand

(1934)

 

 

 

 

El matrimonio

 

El viento viene de polos opuestos

y viaja despacio.

 

Ella se vuelve hacia el aire profundo.

Él camina por las nubes.

 

Ella se alista,

se sacude el cabello,

 

se arregla los ojos,

sonríe.

 

El sol calienta sus dientes,

la punta de su lengua los humedece.

 

Él se sacude el polvo de su traje

y se endereza la corbata.

 

Él fuma.

Pronto se conocerán.

 

El viento los acerca cada vez más.

Ellos se saludan.

 

Más cerca, cada vez más cerca.

Se abrazan.

 

Ella tiende una cama.

Él se quita los pantalones.

 

Se casan

y tienen un hijo.

 

El viento se los lleva

en direcciones distintas.

 

El viento es fuerte, piensa él

y se endereza la corbata.

 

Me gusta este viento, dice ella

y se pone el vestido.

 

El viento se abre en un soplido.

El viento es todo para ellos.

 (Traducción G.A. Chaves)

 

 

 

 

 

 

Richard Brautigan

 (1935)

Nunca me lo habían hecho tan delicadamente

 

Los dulces jugos de tu boca

son como alcázares bañados en miel.

Nunca me lo habían hecho tan delicadamente.

Posaste un círculo de alcázares

alrededor de mi pene y los remolineaste

como el sol en las alas de los pájaros.

(Traducción Javier Acosta)

 

 

 

 

 

Charles Simic

(1938)

 

 

 

Temor

 

El temor pasa de hombre a hombre

sin saberlo,

como una hoja pasa su temblor

a otra.

De repente todo el árbol tiembla

y no hay ni rastro de viento.

(Traductor Hilario Barreiro)

 

 

 

 

 

 

Robert Hass

(1941)

 

 

 

Música tenue

 

Tal vez deberías escribir un poema sobre la gracia.

Cuando todo lo roto está roto,

y todo lo muerto está muerto,

y el héroe se ha visto al espejo con total desprecio

y la heroína ha estudiado implacablemente su rostro y sus defectos,

y cuando el dolor que ellos, en su seriedad, pensaban

que podría liberarlos de sí mismos

ha perdido novedad, y no los ha liberado,

y ellos han comenzado a pensar, distante y gentilmente

mientras ven a los otros proseguir con sus días—

sus gustos y disgustos, sus razones, miedos y hábitos—

que el amor propio es el único tallo enclenque de todo brote humano,

y han comprendido, entonces,

por qué lo defendieron tan furiosamente todas su vidas,

y que nadie—excepto algún santo casi inconcebible en su pila

de silencio y de pobreza—puede escapar alguna vez de este

violento y automático

compañero de vida, tal vez entonces, como luz ordinaria,

como música tenue bajo las cosas, aparece una gracia

suspendida en el aire.

Como la historia que me contó un amigo sobre la vez

en que intentó suicidarse. Su novia lo había abandonado.

Sentía abejas en el corazón, luego escorpiones, cresas, y luego

cenizas.

Él se trepó a la viga de un puente,

de un lado la bahía, en una tarde clara y azul.

Y, en medio del aire salado, él se puso a pensar en la palabra

“mariscos”,

a pensar que había en ella algo levemente ridículo.

Nadie dice “tierriscos”. Aquello le parecía degradante hacia la perca

que él había extraído de los acantilados, la negra perca de las rocas,

sus escamas como carbón pulido, en lechos de alga

a lo largo de la costa—y se dio cuenta de que la razón para esa palabra

eran los cangrejos, los mejillones, las almejas. De otra forma

los restaurantes podrían nada más poner un rótulo que dijera “pescado”,

y cuando se despertó —había dormido por horas, acurrucado como un niño

sobre la viga—el sol se ocultaba

y él se sintió un poco mejor, y temeroso. Se puso la chamarra

que había usado como almohada, trepó con cuidado

por el enrejado, y condujo de vuelta a su casa vacía.

Colgando de la perilla de la puerta halló un par de pantaletas

amarillo limón. Las estudió. Muy lavadas.

Tenían un rojizo tenue en la entrepierna que lo enfermaba

de rabia y dolor. Él estaba más o menos

donde ella estaba. Un piso en algún lugar de Cerro Ruso.

Apenas habrían acabado de hacer el amor. Ella tendría lágrimas

en sus ojos y le tocaría la quijada a él, agradecida. “Dios”,

diría ella, “me hacés tanto bien”. Luces parpadeantes,

una vista con niebla colina abajo hacia el muelle y la bahía.

“Estás triste”, le diría él. “Sí”. “¿Estás pensando en Nick?”

“Sí”, diría ella, y se echaría a llorar. “Me esforcé tanto”, ahora

entre sollozos,

“De verdad que me esforcé”. Y entonces él la sostendría por un rato—

en la pared, tejidos guatemaltecos de cuando fue de gira—

y luego cogerían de nuevo, y ella lloraría otro poco,

y se iría a dormir.

Y él, él reproduciría esa escena

una sola vez más, una y media, y se diría a sí mismo

que iba a llevarla consigo por mucho tiempo

y que no había nada que él pudiera hacer

más que llevarla consigo. Salió a la terraza, y se puso a escuchar

el bosque en la oscuridad del verano, el ladrido de los madroños

que se agrietaban y encrespaban conforme llegaba el frío.

No es tanto la historia, sin embargo, ni el amigo

que se inclina hacia vos para decirte “Y entonces me di cuenta—”,

que es la parte de las historias que uno nunca termina de creer.

Yo es que pensaba que el mundo está tan lleno de dolor

Que a veces debe producir algún tipo de canto.

Y que la secuencia ayuda, tanto como ayuda el orden—

primero un ego, luego el dolor, y luego el canto.

 

 (Traducción G.A. Chaves)

 

 

 

 

 

Billy Collins

(1941)

 

 

 

Introducción a la Poesía

 

Les pido que tomen un poema

Y lo sostengan a contraluz

Como a una diapositiva de colores

 

O que pongan una oreja sobre su colmena.

 

Digo que suelten un ratón en el poema

Y lo vean intentar su camino de salida,

 

O que caminen dentro del cuarto del poema

Y toquen las paredes buscando el interruptor de la luz,

 

Quiero que practiquen esquí acuático

A través de la superficie de un poema

Saludando al nombre del autor en la orilla.

 

Pero todo lo que quieren hacer

Es atar al poema a una silla

Y torturarlo hasta que confiese.

 

Lo empiezan a golpear con una manguera

Para descubrir lo que quiere decir realmente.

 

(TraducciónAlejandro Rodríguez Morales)

 

 

 

 

 

 

Sharon Olds

(1942)

 

 

 

Solsticio de Verano, Nueva York

 

Acababa el día más largo del año y él decidió que ya no podía soportarlo,

subió por las escaleras de hierro hasta el tejado del edificio

y caminó sobre la mullida, alquitranada superficie

hasta llegar al borde, apoyó una pierna en el complejo estaño verde de la cornisa

y les dijo que si se acercaban un paso más lo haría.

Luego la enorme maquinaria del mundo se puso a trabajar para salvarle la vida,

y llegaron los policías con sus uniformes azules y grises como el cielo una tarde nublada,

y uno de ellos se puso un chaleco antibalas, un

caparazón negro que protegiese su propia vida,

la vida del padre de sus hijos, no fuera a ser que

el hombre estuviera armado, y otro, trepando con

una cuerda como símbolo de su debida obligación,

apareció por un agujero en lo alto del edificio vecino

igual al dorado orificio que dicen que hay en lo alto de la cabeza,

y se dirigió con sigilo hacia el hombre que quería morir.

El policía más alto se acercó a él de frente,

con suavidad, despacio, hablándole, hablando, hablando,

mientras la pierna del hombre colgaba al borde del otro mundo

y la muchedumbre se congregaba en la calle, silenciosa, y la espeluznante

red con su rejilla implacable estaba

desplegada cerca de la banqueta y extendida igual que

una sábana preparada para recibir a un recién nacido.

Luego todos se acercaron un poco más

a donde él se acurrucaba junto a su muerte, su camisa

brillaba con una luz lechosa parecida a algo

que creciese en un plato en la oscuridad nocturna de un laboratorio y luego

todo se detuvo

mientras su cuerpo se sacudía y

bajaba del parapeto e iba hacia ellos

y ellos se acercaban a él, pensé que lo

golpearían, como una madre que grita a sus niños

al encontrarlos cuando se han perdido, ellos

lo tomaron por los brazos y lo detuvieron

y lo colocaron contra la pared de la chimenea y el

policía más alto encendía un cigarro

en su propia boca para dárselo a él, y

después todos encendieron sus cigarros, y el

brillante rojo de la colilla se quemaba como las

pequeñas hogueras que encendíamos de noche

en el principio de los tiempos.

 

 

 

 

 

 

Gordon McNeer

(1943)

 

 

 

ABUELO

                                                      Para John H. Evans

En mis sueños veo tus pies ante mí

andando por un camino polvoriento en México.

El Colt que llevas para proteger el oro,

el Bisley 41 que vigila mi sueño,

aún no tiene ninguna muesca en el cañón.

Hace calor.

Tu ropa empapada de sudor

huele igual que tus hijos no nacidos.

Aún estamos todos vivos de algún modo.

Emiliano y Pancho son sólo

niños del pueblo de ojos muy abiertos.

Tu mundo es joven, claro, nítido.

1910 es sólo un año más.

La mujer junto a ti en mi escritorio

no ha conocido al hombre que serás algún día.

A la enfermera que te limpia la frente

en la cama del hospital

mientras allí agonizas

aún le falta mucho para nacer.

Más tarde, en el coche, dijiste:

creo que ahora se puede ir a 50.

Me duele tanto tu recuerdo:

me has vuelto del revés

y me has dejado así,

como esos animales que yo desollaba

cuando era niño.

(Traducción Raquel Lanseros)

 

 

 

 

 

 

 

Yusef Komunyakaa

(1947)

 

 

Creer en el acero

 

Las colinas que mis hermanos y yo creamos

nunca encontraron su balance, y les tomó años

descubrir cómo funcionaba el mundo.

Podemos mirar un árbol de mirlos

y decir cuántos de ellos habitaron sus ramas,

pero con el chatarrero

nunca resultaron nuestras cuentas.

Semanas de levantarse y gruñir

nunca sirvieron de mucho,

pero no podíamos dejar

de creer en el acero.

Camiones y carros abandonados

yacían sujetos al suelo

por sólidos y nostálgicos racimos de uvas,

fuertes como una docena de aparceros.

Retornamos con nuestro carretillo

que se quejaba bajo una nueva carga,

pues vivían mejor los lirios

en su lánguida tierra de Agosto.

Entre botellas y papeles,

el humo de la fundición borró los atardeceres,

y no podíamos creer que el acero

inclinara a los hombres tan cerca de la tierra,

como si el mineral bajo su aliento

se trajera abajo el cielo gris.

A veces sueño cómo nuestras colinas

se hunden en un océano de metal,

cómo todo se convierte en ancla

de un barco de guerra o de un bombardero,

sobre los árboles en flor,

demasiado rojos para mirarlos.

(Traducción Gustavo Solórzano Alfaro)

 

 

 

 

 

 

Dana Gioia

(1950)

 

 

Insomnio

 

Ahora escuchá lo que la casa tiene que decir.

Tuberías que crujen , el agua que corre en la oscuridad,

las paredes hipotecadas que se desplazan incómodas,

y voces que se amontonan  en un interminable zumbido

de pequeñas quejas, como los sonidos de una familia

que año tras año has aprendido a ignorar.

Pero ahora debés escuchar las cosas que poseés,

todo aquello por lo que has trabajado en estos años,

el murmullo de la propiedad, de objetos en mal estado,

las partes flojas a punto de quedar desechas,

y retorciéndote entre las sábanas recordá todas

las caras que no pudiste llegar a amar.

Cuántas voces se te han escapado hasta ahora,

la caldera que humea, el piso de madera bajo tus pies,

las constantes acusaciones del reloj

que cuenta los minutos que a nadie importarán.

La terrible lucidez que este momento trae consigo,

el entendimiento inútil, la oscuridad intacta.

 (Traducción Gustavo Solórzano Alfaro)

 

 

 

 

 

 

Kim Addonizio

(1954)

 

 

 

INTIMIDAD

 

La mujer que prepara mi capuchino en la cafetería—ojos oscuros, cabello rojo teñido,

cuello de tortuga negro y sin mangas—fue la amante del hombre con quien salgo ahora.

Ella no me conoce; somos extraños, y sin embargo no puedo mirarla

casualmente, como solía hacer antes de saberlo. Ella está junto a la máquina, hundiendo

la válvula

en la espuma de la leche, mirando al vacío—no sé qué es lo que piensa.

En lo que a mí respecta, ella bien podría estar recordando a mi amante, recordando lo

que sea que haya ocurrido

entre ellos—él nunca me ha dicho nada, excepto que no fue importante, y luego

cambia rápido de tema, demasiado rápido, ahora que lo pienso; ¿sería que él,

después de todo, había mentido?, ¿y no había cruzado brevemente por su cara una

expresión de

dolor? No puedo estar segura. De seguro no fue nada, me digo a mí misma;

no hay razón para sentirme incómoda aquí parada, o sentirme cómplice,

como si hubiera algo importante entre nosotras.

Ella podría estar pensando en cualquier cosa; pero, ¿por qué siento ahora la súbita

sospecha

de que ella sabe, de que ella me puede sentir mientras la estudio, mientras intento

imaginarlos juntos?—

su pintura de labios de un rojo oscuro, más oscuro que su cabello—mientras intento

verlo a él besándola, volteándola en la cama

en la forma en que le gusta tenerme. Me pregunto si tal vez

había cosas en ella que él prefería, cosas que él extraña ahora que estamos juntos;

a veces, cuando él y yo hacemos el amor, hay momentos

en los que me abruma la tristeza, y aunque estoy ahí con él no puedo dejar de pensar

en las manos de mi ex esposo, que me gustaban de un modo especial, y quisiera

regresar

a esa vieja intimidad, que a menudo se sentía como la más pura felicidad

que haya conocido, o que vaya a conocer. Pero todo eso ha acabado; y, además, ¿no

hubo otros amantes

que no dejaron rastros? Cuando los veo ahora apenas puedo recordar

cómo se veían desnudos, o cómo se sentía tenerlos

dentro de mí. Entonces, ¿qué es lo que siento mientras ella vierte el negro espresso

sobre la leche

y empuja la taza hacia mí, y yo le doy el dinero,

y nuestros ojos se encuentran por sólo un segundo, y nuestros dedos se tocan?

 

(Traducción G.A. Chaves)

 

 

 

 

 

 

 

Rachel Wetzsteon

(1967)

 

 

Sakura Park

 

El parque recibe al viento

los pétalos se alzan y dispersan

como versiones de mí misma que estuve

a punto de ser; y diez años más tarde

y diez cuadras después aún no decido

si esa diáspora parece

un puño que se abre o un adiós.

Mas los pétalos se apuran a volar en

busca de la rosa, del vendedor de cigarros,

y al menos yo tengo por corazón

reglas de conducta: niégate a escoger

entre llamar la atención y pasar la página

aunque el terco cene solitario. Supera

“sobreponerte”: Las nubes oscuras no se destiñen

más bien se alejan a colores más profundos.

Renuncia a una felicidad con raíces

(¡El árbol impasible se quema!) y una dulce prórroga

(un parque pobre, pero mío) vendrá después.

Todavía es posible que el quiosco vacío

atraiga las multitudes del mundo

Y mientras tanto, mientras-tanto ya es bastante:

El momento que tararea, el susurro de los cerezos.

(Traducción Francisco Larios)

 

 

 

 

 

 

 

Lawrence Schimel

(1971)

 

 

Metonimia

 

Ya no me acuerdo de la cita exacta,

aunque sé de qué libro viene.

 

Rebusco por toda la casa pero

no lo encuentro. Y de repente me acuerdo

 

de que cuando dividimos nuestras vidas,

nuestros libros, dejé que te lo llevases. No hay

 

ningún hueco en la estantería,

otros libros han ocupado su lugar.

 

Otros hombres han ocupado tu lugar

en mi cama. Pero la ausencia de ese libro

 

que compartíamos alguna vez, que leímos

los dos ese verano que nos conocimos,

 

abre de nuevo un vacío dentro de mí,

incluso ahora que han pasado los años.

 

 

 

 

 

 

Ilyá Kamínsky

(1977)

 

 

 

Oración del autor

Si he de hablar por los muertos, tendré que abandonar

este animal que es mi cuerpo,

deberé escribir una

y otra vez el mismo poema, porque una

página vacía es la bandera blanca de su rendición.

Si he de hablar por ellos, deberé caminar sobre el

filo de mí mismo, deberé vivir como un ciego

que corre por los cuartos

sin tocar los muebles.

Sí, estoy vivo. Puedo cruzar la calle y preguntar «¿Qué año

es?» Puedo bailar mientras duermo y reírme

frente al espejo.

Hasta dormir es orar, Señor,

yo he de alabar tu locura, y

en un idioma no mío, hablaré

de la música que nos despierta, la música en que

nos movemos. Pues cualquier cosa que diga

es una especie de súplica, y los más oscuros días

tendré que alabar.

 

 

 

 

 

Dwayne Betts

(1981)

 

 

 

Algunas veces eso es todo

¿Tiempo?, y qué más mueve a un hombre a esculpir con el cepillo

de dientes dentro de la lengua de dios? Llámalo una oferta:

vulgarismo para tender, una mínima obligación que dejas

años se hincharon en treinta segundos

esto tomó al asesino, y las razones son indignas una vez que

puños de camisa cierran las muñecas, después viene la porquería de la noche

agotó la historia de guerra para desechar su propio cuerpo por

la línea directa de una celda y el ángulo recto, y no uno

tener cuidado para nada, no sobre una oportunidad de promesa

envuelta en el cinturón de castidad del tiempo, o secretos

amartillar el ojo dice el jabón cuando ellos se detiene de forma correcta

víboras, o por qué el ladrillo está siempre callado,

un cofre de ásperos ecos porque el hombre piensa

que el tiempo podría salvarlos, sin complicidad

la prisión saca los pasos incluidos en el ritmo del tiempo

o cómo este momento podría refractarse, reflejar sangre

-retirar la charla, cualquiera, el tiempo podría fondear con melodías y dentro

segundos, comas, puños o nada y cantos.

 

(Traducción Federico Vite)

 

 

 

 

 

 

 

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