Presentamos la segunda entrega de la Antología de poesía latinoamericana (1965-1980) preparada por el poeta chileno Mario Meléndez. El Ángel editor, en Ecuador, a finales de 2014, publicará este volumen de poesía. En esta muestra, aparecen poetas nacidos entre 1968 y 1971, un espectro que va del colombiano Juan Felipe Robledo al dominicano Néstor E. Rodríguez. También aparecen poemas de Kattia Chico, Luis Chaves, María Montero, Miguel Ildefonso, Victoria Guerrero y Germán Carrasco.
Antología de la poesía latinoamericana
(1965 – 1980)
Parte 2
Juan Felipe Robledo
(Colombia, 1968)
SE ACEPTA LA PROPIA CONDICIÓN
No es arriba, en el cielo, donde encontraremos nuestro destino,
no es abajo tampoco, porque allí nuestros pies encontrarán el polvo,
no entre adelfas o nomeolvides hallaremos reposo,
no habrá pausa en el tiempo de los días álgidos,
no hallaremos consuelo en el roto corazón.
No, no hay ánimo para irse de fiesta
ni efemérides para celebrar,
permanecemos con el espinazo quebrado bajo las lámparas.
y no descubriremos un sitio más cómodo.
Viajamos en medio del espanto, padres de gemidos que no se oirán en la brisa,
y no somos sino días cegados
y ponientes que se doblan y mañanas para nada
y delirios de un ayer que tampoco fue mejor.
(de La música de las horas, 2002)
Kattia Chico
Poeta puertorriqueña nacida en Costa Rica (1969).
CANCIÓN DEL AHOGADO
Bajo el mar
la telaraña de luz se fue elevando
y en el zigzag de los cardúmenes
vi un árbol de espejos sueltos
dispersando sus ráfagas de plata.
En los fantasmas de coral reconocí
la sangre más superflua,
la sangre ausente de la ausencia,
la naturaleza esqueletal de todo intento
y toda la nada que no es mar:
toda la Nada.
La breve cópula de las estrellas
me recordó una mano latiendo dentro de mi mano
para siempre fugaz.
Probé la tierna carne de los peces
que leyeron en mi lengua su destino de Jonás
para que todas mis vísceras
asumieran la armadura de la escama
y ya no dolía Nada.
En medio de mi oscuridad
las medusas danzaron la escarcha de sus lámparas,
vi la mano de Dios
deslizándose secreta como un calamar gigante.
Y no quise volver.
(de Efectos secundarios, 2004)
Luis Chaves
(Costa Rica, 1969)
TRADUCCIÓN LIBRE DE UN TEMA INÉDITO DE CHAN MARSHALL
i
Arrancaron la hiedra.
De raíz. No les fue fácil, sin embargo.
Emplearon podadoras,
palas y guantes para no lastimarse.
Esa hiedra que tardó años en cubrir
la pared al fondo del patio.
Aferrada al concreto, parecía resistirse.
Era su territorio.
Si hubiera podido hablar
no lo hubiera hecho,
habría gritado,
no hubiera perdido el tiempo
en hacerlos entrar en razón
porque el objetivo de esta mañana
era cortarla, ver la pared lisa, perpendicular.
La hiedra dejó marcas
como huellas de ave pequeña,
similares a las que dejan en la arena
los pájaros marinos.
Tenías dieciséis en esa foto,
atrás la hiedra crecía como un cáncer.
Sin simetría, con determinación.
Dieciséis y ya sabías
lo que las manos no alcanzaban,
lo que era tu nombre escrito en tinta china,
lo que era una canción repetida hasta dormir,
despertar con ella.
Sabías de esta ciudad de tullidos,
obesos y descompensados,
condenada a la pequeñez.
La hiedra nada sabía de eso
pero crecía detrás tuyo
en la misma foto
donde aún tenés dieciséis
y ya la pared está totalmente verde,
cubierta por la hiedra que no sabe
lo que nosotros sí.
Por eso pueden cortarla de raíz,
con esfuerzo pero con éxito.
Al sol le da lo mismo,
igual cae directo sobre la pared
donde no está tu sombra.
Ni la hiedra.
(de Chan Marshall, 2005)
Miguel Ildefonso
(Perú, 1970)
CRUZ Y FICCIÓN
Cristo medía 1 mt. y 64 ctms. Y caminaba
por el Centro de Lima
eran las 3: 30 de la tarde — siempre eran
las 3: 30 de la tarde
Y él caminaba descalzo por Camaná
veredas quemadas por el sol
su piel ardía y era un extraño color para la temporada
pálido como colmillo de elefante
Cristo vivía como nosotros
del paso del aire del tabaco
de una canción en la rockola
dormía en la Plaza Francia
Y ahora cuando ya tengo su edad y me enfrento
todos los días contra la ceguera
creo verlo todavía sobre cartones durmiendo
con los ojos abiertos
Cristo tomaba aguardiente
era huraño y cuando hablaba
hablaba solo quizá porque los romanos ya no usaban
escudos ni sandalias
Y el emperador no era de Occidente
Y nadie quería escucharlo
Y nadie quería creer
Y nadie era nadie nadie para lanzar la primera piedra
Cristo nunca escribió nada
fueron sus apóstoles los que me dijeron
que él era Cristo
pero yo nunca vi a ningún apóstol
Judas tal vez era el bodeguero
Pedro quizás vestido de verde caminaba también por el Centro
las cosas no parecen ser las mismas para nosotros
Y no porque era enero
Y yo estaba por cumplir los cinco años
a esta edad tengo más preguntas
Y las pocas respuestas que poseo son mías:
Cristo medía 1 mt. y 64 ctms.
la cruz es Lima los judíos trabajan en los ministerios
el Emperador está en Palacio
preparando su discurso…
Y Magdalena? está en Magdalena?
(ella volvió al oficio y ahora es una próspera regente)
Cristo usaba barba
era flaco como John Lennon
Y jamás entraba a las iglesias
no sé si porque tenía vergüenza de su pobreza
de su mugre o porque no lo dejaban entrar
o simplemente porque la calle era su casa
un día lo vi comiendo de la basura
Y nunca más lo vi
(de Canciones de un Bar en La Frontera, 2001)
María Montero
Poeta y periodista costarricense nacida en Francia (1970)
LA ÚLTIMA ISLANDESA
Soy la última de las mujeres islandesas
que jamás vivió en Islandia
ni supo pronunciar Reykjavik
ni mandó siquiera una carta a ningún amigo islandés
y de hecho no llegó a poner un pie más allá del paralelo 60.
Pero soy la última de esas mujeres que barren el viento con la cabeza y van llenas de escarcha a cualquier parte, insoportablemente lívidas, y dicen lo que tienen que decir y hacen lo que tienen que hacer en el fondo del único abismo rocoso de su barrio. Y ven la fuga de las cosas con devoción. Y casi se mueren de frío alrededor de sus hijos. Y añoran la planicie despavorida más que ninguna promesa.
Soy la última de las mujeres islandesas que jamás aceptó (pero entendió) la ley de un clima incompatible con el aburrimiento entre el Atlántico Norte y el océano Glacial Ártico, la combinación más generosa de las corrientes abruptas, la geografía abrupta y la irrupción permanente.
Soy la última de las mujeres islandesas sin código genético que tampoco experimentó la soledad en medio de la nada y aún así arriesgó todo en ese punto ciego y blanco de los confines. Soy la última de las mujeres heladas que desde lo profundo de los trópicos siempre supo que daba pasos en falso. Porque hay paisajes que no son lo que uno es.
Yo fui una mujer islandesa sin saberlo.
Ahora soy una mujer islandesa sin hogar.
Es decir, una piedra, la última ficción del hielo.
Germán Carrasco
(Chile, 1971)
EL FLAMENCO
En el alcázar más alto, en una casa esquina
o en una embarcación
posa, cual veleta fija,
nuestra ave.
Hace equilibro para comprobar su lucidez, observa
cual Rodrigo de Triana que no grita tierra
ante la promesa, la ilusión, en un mar liso
bajo un cielo sin nubes y sin viento:
así está la ciudad: quieta,
pero nada es eterno,
excepto un flamenco en un alcázar;
cualquier brisa brusca podría desbaratarlo
o doblarle las rodillas (ante lo cual
tal vez vuele de vergüenza abandonándonos
o tal vez tambalee y choque y muera;
no habría rey entonces,
equilibrio, alcázar
ni visión de tierra firme).
Sus patas agregan altura a la altura del alcázar
desde el cual mira con indiferencia a dios
y con indiferencia a veces imagina
la posibilidad de amor en el ocaso;
ha de llegar, tal vez, el amor, desde aquella
dirección infrarroja a la que mira imperturbable.
El tono entre blanco y rosa de sus plumas
añora mimetizarse con el crepúsculo;
su sangre añora disolverse, desaparecer,
morir ahí.
(de La insidia del sol sobre las cosas, 1998)
Victoria Guerrero Peirano
(Perú, 1971)
la ciudad del reciclaje
(por estos días)
con el corazón hecho trizas atravieso un puente
una superficie metálica incapaz de corromperse
abajo
se asoma un río inmenso
gélido
un hermoso espejo azul que cobija a sus muertos:
tres punks
un profesor universitario
una mujer desconocida (siempre lo somos)
flotan sobre sus aguas
yo les llamo mis ofelias postmodernas en la ciudad del reciclaje
(do not recycling is illegal –dijo la dueña de casa
y enseguida me puse a separar las astillas de mi corazón)
nadie diría que esos cuerpos me atraen
y sin embargo
una parte de mí se inclina hacia ese lado
desde donde se mira el vacío como recuerdo de una infancia feliz
las aguas me esperan
y me acobardo
tiro del otro lado
no menos incierto
por donde las luces de los autos se devoran
unas tras otras
unas tras otras
y mi cuerpo quedaría engullido tragado por ellas
una desnudez de espanto
―me digo
y otra vez
me acobardo
al otro lado del puente (el principio o el fin poco importa)
un río menos brillante cruza bajo mis pies
el rímac se eleva sobre mi memoria como lo que es:
un lecho oscuro que opaca nuestra miseria
y sin embargo
ese lecho de barro hostil tal vez alguna vez fue bueno
y meció entre sus garras tiernas
a mis abuelos
a mi padre
a mi madre
a mi hermana
a la pequeña luz maría
o a mí
sudaca cuya sombra se refleja en un hermoso río pálido
dispuesto a quebrarse a la primera bocanada de luz
o al chillido de otro cuerpo (el splash de la muerte)
─como todos estos─
heridos de inocencia
en la ciudad del reciclaje
cuyos puentes jamás se quiebran
(de Ya nadie incendia el mundo, 2005)
Yamil Díaz Gómez
(Cuba, 1971)
EL TESTAMENTO DE MAMBRÚ
Hijos míos: yo nunca seré un héroe.
Nunca tracé las coordenadas por donde debió cruzar el río;
no descubrí la pista hacia la lluvia;
no ordené a los soldados un eclipse.
Hijos míos: yo nunca fui a la guerra.
Mi historia era un pretexto
para que las mulatas salieran al balcón.
Vengo del fango y del trigo
sin más que mi serenata.
Voy a la muerte, mulata,
¿quieres morirte conmigo?
Yo sé cuán poco vale el hijo de un soldado,
y por eso les dejo este silencio:
nadie recuerde que Mambrú tenía dos hijos
y un telescopio
y un fusil
y unos zapatos blancos.
Un día el tiempo abrirá de par en par las siemprevivas,
asomarán otras muchachas al balcón,
y por eso les dejo estas palabras
con las que les dirán que ellas vienen del trigo.
Hijos míos: yo nunca fui a la guerra;
pero he cruzado las calles donde alguien estafó al ilusionista.
He dormido en portales
sin más que el viento saltando entre mis dedos,
y por eso les dejo las campanas, los puentes, los caminos…
Pero no volveré a prender candiles en los rincones de la casa
porque si vuelvo dejaré de ser eterno.
Mi historia servirá
para que los soldados inventen un eclipse
y descubran la pista hacia la lluvia
y tracen las coordenadas por donde va a cruzar el río
y mueran por la patria,
aunque la patria sea una palabra que no entiendan.
(de Apuntes de Mambrú, 1993)
María Rivera
(México, 1971)
DÍA DE MUERTOS
A Alfredo Giles Díaz
Nadie escribió el poema
que está latiendo en la página silenciosa de la espera.
La espesura construyó nuestras esquelas,
troqueló nuestros silencios con corceles.
Nómbrame “piedra”, escritura mineral,
vaho de los solares que perdimos.
Una peña despeñándose
en nuestra memoria, un viñedo cultivado
en la esmerada pasión de los ausentes.
Duermen los recuerdos, se recuestan en mi pecho.
Dicen pájaro y es pájaro el lagarto
que en mí amanece (herido, comatoso).
Avanzamos,
en el corazón del tiempo
crece el temor de quedar varados
en la doble cuchilla del camino.
(¿Estás aquí, de vuelta?—pregunto—¿estás aquí,
rosa de fuego?)
Después, el sueño del desasosiego,
la estoica cancioncilla que repite “hay
un muro cercándonos. Un muro atrincherado
en la neblina”.
Cuánta luz había ese día. Ese día que ahora
se sumerge en las costas asediadas del exilio.
¿Qué emboscada cayó sobre nosotros, trocó
por panes amargos nuestras piedras?
¿Qué dios maligno
ató nuestra barca en el diluvio?
Hay un poema latiendo en el silencio,
ríos espesos que escapan a nuestra memoria
y, sin embargo, mira
los ojos abiertos del tiempo,
y preguntan,
y preguntan
dónde está la escritura que la vida
debió emprender para salvarnos del olvido.
(de Hay batallas, 2005)
Néstor E. Rodríguez
(República Dominicana, 1971)
RAZONES PARA EL MIEDO
Afuera ya no hay ruidos
sino los necesarios.
No así dentro.
Aquí las manos giran y saludan
con la súbita prestancia del ausente que regresa
como una intemperie de matices probables y remotos.
El tiempo del adentro sujeta la demora
y artificia el curso fijo de los abecedarios.
Desde aquí me confundo como otro factor
entre la turbamulta lívida de sus instrumentos.
Algo de distancia
habrá en el filo de las formas
que las vuelven insondables,
un quién sabe qué de lentas figuraciones
agotando la lámina del suelo
sin el menor espanto.
Deferencia debo a estas paredes
en su ademán de límite baldío.
Padecer la inmediatez de tal visaje
es conocer del miedo y su razón
que nunca es sola
sino la impertinencia
de salvar esta frontera sin plan concreto,
sin orden que defina
el avance o retirada de esta ciudad menor,
de este jardín hostil que todos llaman mi habitáculo.
¿Presagiaré el escarnio de sus pliegues?
¿Maliciaré la conjura de este cuarto
en que se templan los augurios
con el silencio de lo intacto?
(de Animal pedestre, 2004)