Tres poemas de Gregory Pardlo

Presentamos la poesía de Gregory Pardlo (Filadelfia, 1968) poeta, editor y traductor estadounidense. Reciente merecedor del Premio Pulitzer de Poesía (2015). Es autor de los libros  Totem (2007) y Digest (2014). Poemas suyos han sido publicados en las revistas: Poetry, American Poetry ReviewBoston ReviewThe Nation, entre otras. Actualmente Pardlo es profesor en el programa de escritura de la Universidad de Columbia. La traducción es de Sergio Eduardo Cruz Flores (Estado de México, 1994).

 

 

 

 

 

 

 

Gregory Pardlo mereció el Premio Pulitzer de Poesía por su libro Digest (Four Way Books, 2014). Un libro, a decir del jurado: «de clara expresión, y que otorga a sus lectores noticia de los Estados Unidos del Siglo XXI; rico en pensamiento, ideas y relatos de lo público y lo privado»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Otoño después de la huelga

 

 

Tú crees

que si extiendes lo suficiente

 

tu red de deseo y voluntad, algo significativo

te responderá. Quizá nosotros mismos somos la respuesta:

 

cada uno un eco expandido que murmura, que vibra en el momento

anterior a recogerse.

 

Pero tú eres tozudo como Ulises en el mástil, como lo fuiste

el 81 mientras Reagan te ordenaba que volvieras al trabajo.  Fuiste presidente

 

del sindicato local, revolviste con tu voz de trabajador

a la voz que logró castigar al ballet Ptoloméico de tráfico aéreo

con el propósito de un paro temporal;

 

la usaste para negarte a quebrar la protesta en que caminé

a tu lado en el exterior del Newark International.

 

Extraño sentarme junto a ti en la consola mientras trabajabas

el turno del cementerio en la torre. Mamá y yo te visitábamos

con nuestros sacos

de dormir.

 

Yo podía ver millas y millas de la carretera oscura,  los sombríos

edificios oficinales que parpadeaban celdas con insomnio, el asfalto

 

extendido ante nosotros como la sábana de un picnic y a ti,

como un Buda de jade

difuminado en el fulgor de los radares.

 

Tú colocarías el micrófono frente a mí, cabecearías, y me permitirías dar

la palabra.

Yo llamaba de vuelta a casa a mis estrellas, y las trayectorias aéreas

se doblaban con el peso de mi voz.

 

Dices que extrañas guiar a aquellos leviatanes, cada uno atrapado

en el fierro

de tu liturgia. Yo, también, soy cautivo por la dura, ahora oxidada, música

de tus aerófonos.

 

Sigo tu música al día del accidente que contabas como un cuento:

tenías dieciséis, saltando entre las columnas que dividían jardines

de un lado de Widener Place hasta el otro, tratabas de impresionar a mamá.

Imagino la manera en que saltabas como la de una hoja montada

en el agua; cuando alcanzaste

 

el penúltimo, el talón de goma de tu zapato Chuck Taylor fue besado

por la columna, distorsionando tu ritmo mientras rodabas por el aire

de cabeza,

 

con brazos extendidos, meneándote hacia el último como con gran determinación

o ganas de vomitar. Por la manera en que aterrizaste,

con la garganta,

la columna

 

pudo haberte arrancado la cabeza. Desde entonces, tu voz se escucha

como un telegrama de tiempos de guerra: una andrajosa comunicación escrita a máquina

 

con la que pasas saliva con tu tos de fumador negra como llanta

rodando entre las nieves. Aquél otoño después de la huelga

 

éramos tan pobres que tú vendías todo excepto nuestro hogar. Dime, papá,

si cuando te parabas a la puerta gritando que entrara por las noches

 

podías escucharme hablar a los copos de nieve que caían

detrás de los postes de luz,

Si podías oírme allá afuera, imitando tu imitación de las oraciones.

 

 

 

 

 

 

 

Winter After the Strike

 

 

You believe,

if you cast wide enough

 

your net of want and will, something meaningful

will respond. Perhaps we are the response—

 

each a cresting echo hesitating, vibrant with the moment

before rippling back.

 

But you’re steadfast as Odysseus strapped to the mast, as you were

in ’81 when Reagan ordered you back to work. You were President

 

of the union local you steered with your working-man’s voice,

the voice that ground the Ptolemaic ballet of air traffic to

a temporary stop.

 

You used it to refuse to cross the picket line I walked

with you outside Newark International.

 

I miss sitting beside you at the console when you worked

graveyard shift in the tower. Mom and I visited with our

sleeping bags.

 

I could see the dark Turnpike for miles, the somber

office buildings winking insomniac cells, the tarmac

 

spread before us like a picnic blanket and you, like a jade Buddha

suffused in the glow of that radial EKG.

 

You’d push the microphone in front of me, nod, and let me

give the word.

I called all my stars home, trajectories bent on the weight

of my voice.

 

You say you miss tracking those leviathans, each one snagged

on the barb

of your liturgy. I, too, get reeled in by the hard, now rusty music

of your pipes.

 

I follow it back to the day of your accident in the story you tell:

you were sixteen, hurdling the railings dividing row-house porches

 

from one end of Widener Place to the other to impress Mom.

I imagine the way you cleared each one like a leaf bobbing

on water, catching

 

the penultimate, the rubber toe of your Chuck Taylors kissed

by the rail, upsetting your rhythm and you roiled in the air

headlong,

 

arms outstretched, stumbling toward the last like one hell-bent

or sick to the stomach. The way you landed, on your throat,

the rail

 

could have taken your head clean off. Since then, your voice issues

like some wartime communiqué: a ragged, typewritten dispatch

 

which you swallow with your smoker’s cough black as a tire

spinning in the snow. That winter after the strike,

 

we were so poor you sold everything but the house. Tell me, Dad,

when you’d stand at the door calling me in for the night,

 

could you hear me speaking to snowflakes falling beneath

the lamppost?

Could you hear me out there, imitating you imitating prayer?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Problema 3

 

El Foodtown de la calle Fulton está pasando Motown y me sorprende

la rapidez con que mi hija interpreta el ritmo. Y pronto

los dos, balanceando filas de abarrotes henchidos de fructosa

bajo luces suaves y anchas como aceite de maíz, cantamos Baby,

I need your lovin’, inconscientes a pesar de todo de lo que dice

la letra. Mi niña feliz andando en el alto carrito de súper como si

estuviera cruzando los límpidos anaqueles en un tractor repleto

de comidas imperecederas. Su padre cursi entusiásticamente

mueve sus dedos con florituras de arma de doble cañón

con las poses de un pistolero. Pero escuchamos al cruzar entre anaqueles

de arroz y de Goya esa otra música, el intercambio familiar de enojo,

los tambores de guerra entre padres e hijos. El niño quiere…  ¿qué será,? ¿ser

cargado? ¿comerse las botanas directo de la canasta de su madre?

Pero eso qué importa, está haciendo el dramático. Sin interés propio alguno

más allá del placer de cambiar encantos por encanto, mi hija

me pregunta cuáles son los malhaceres del niño. Ofrezco comprarle un helado.

¿Cómo admitir que reconozco el arquetipo de miedo que el rostro

de esa madre actúa, el terror heredado de la inconformidad glaseada

con el miedo a que uno no sea respetado, o a que uno no tenga la entereza

para disciplinar a su propio hijo? ¿Cómo puedo hablar tanto por lo cultural

como por lo intercultural? Los gritos del niño se elevan cual hosannas mientras el bolso

de la madre cae de su hombro. El paso en falso del borde

de sus tacones, la pasión suelta con cada horquilla para el cabello.

Su pequeña chaqueta  descubre un collar de moño

victoriano. Después, cuando estoy poniendo los abarrotes en la cinta

transportadora y claramente he olvidado la promesa de helado, mi hija

hace un intento de nueva expresión de amor, cada palabra

impulsada por su puño pequeño: chico, me increpa, a poco no te lo dije?

 

 

 

 

 

 

 

 

Problema 3

 

The Fulton St. Foodtown is playing Motown and I’m surprised

at how quickly my daughter picks up the tune. And soon

the two of us, plowing rows of goods steeped in fructose

under light thick as corn oil, are singing Baby,

I need your lovin, unconscious of the lyrics’ foreboding.

My happy child riding high in the shopping cart as if she’s

cruising the polished aisles on a tractor laden with imperishable

foodstuffs. Her cornball father enthusiastically prompting

with spins and flourishes and the double-barrel fingers

of the gunslinger’s pose. But we hear it as we round the rice

and Goya aisle, that other music, the familiar exchange of anger,

the war drums of parent and child. The boy wants, what, to be

carried? to eat the snacks right from his mother’s basket?

What does it matter, he is making a scene. With no self-interest

beyond the pleasure of replacing wonder with wonder, my daughter

asks me to name the boy’s offense. I offer to buy her ice cream.

How can I admit recognizing the portrait of fear the mother’s face

performs, the inherited terror of non-conformity frosted with the fear

of being thought disrespected by, or lacking the will to discipline

one’s child? How can I account for both the cultural and the inter-

cultural? The boy’s cries rising like hosannas as the mother’s purse

falls from her shoulder. Her missed step from the ledge

of one of her stilted heels, passion loosed with each displaced

hairpin. His little jacket bunched at the collar where she has worked

the marionette. Later, when I’m placing groceries on the conveyor

belt and it is clear I’ve forgotten the ice cream, my daughter

tries her hand at this new algorithm of love, each word

punctuated by her little fist: boy, she commands, didn’t I tell you?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chapel Avenue después de cerrar

 

Cuerdas de guitarra se entrehilan en el escenario

entre cutículas de lengüetas. El bajo

acústico contra la pared hincha su bolsa cerrada.

Doy su dinero a la banda y compartimos algunas bebidas

antes de voltear los banquillos del bar

con la televisión manando luz

mineralizada que hace contrapunto

con el mármol de corrientes de aire.

En agua jabonosa, vasos tequileros

se resbalan, dan un brindis y generan truenos intralavabo.

Tengo una bebida más junto al piano

y recuerdo cómo se juntaron los muchachos esta noche.

Pero ahora mis llaves parecen haberse perdido

por sí mismas. Detrás de la puerta, la mañana

comienza a ordenar su húmedo progreso

balanceando con ella el piar de contenedores de basura.

 

 

 

 

 

 

 

Chapel Avenue after Closing

 

Guitar strings gossamer the bandstand floor

Amid cuticles of reeds. The upright

Bass against the wall bloats its zippered bag.

I pay the band and share a few more drinks

Before upending the stools on the bar

With the TV pouring carbonated

Light to counterpoint marbled canopies

Of air. In soapy water, shot-glasses

Slip, toast and make a thunder in the sink.

I have one more drink at the piano

And recall how the cats got down tonight.

But now the keys seem to have forgotten

Themselves. Outside the door, morning mounts its

Damp advance, swinging rust-bucket birdsongs

 

 

 

 

Librería

También puedes leer