Ignacio Rodríguez Galván a 173 años de su muerte

A 173 años de su muerte, recordamos al primer poeta romántico de México, Ignacio Rodríguez Galván, (Tizayuca, Hidalgo, 22 de marzo de 1816 – Habana, Cuba, 25 de julio de 1842) con una breve muestra de poemas, selección de Jorge Contreras Herrera. La selección poética está ilustrada por el trabajo del monero hidalguense, Alejandro Rodríguez Martínez y algunas imágenes más en torno al poeta y su obra.

 

 

 

 

 

 

La Profecía de Guatimoc, es el poema más famoso de Rodríguez Galván, por ser el poema representativo del romanticismo mexicano, sin embargo la Obra de Rodríguez, abarca otras tesituras, y retrata al México, recién nacido en la primera mitad del siglo XIX y que sigue siendo vigente como el poema, Al baile del señor presidente. Otro aspecto importante, es el simbolismo en el que se sumerge, y su paralelismo con el poeta francés, Charles Baudelaire, nacido cinco años después; poemas como el Buitre, o Ángel Caído, tiene su espejo en A una carroña, y el poema del mismo nombre, Ángel Caído. Algunos epigramas, fábulas, cuentos, traducciones, novela, ensayo, teatro, son algunas de las aportaciones a la literatura. A meses de su bicentenario, hay mucho que agradecer a Ignacio Rodríguez Galván.

 

En el prólogo de la obras Tomo I, de Ignacio Rodríguez Galván página en números romanos XXXVII encontramos la partida de defunción y la nota necrológica de Manuel Payno:


La partida de defunción. En el libro 19 de Entierros de Españoles folio 136 No. 1467, de la Iglesia de Nuestra Señora de la Caridad de La Habana, Cuba, dice lo siguiente: “El día veinte y seis de julio de mil ochocientos cuarenta y dos años: se dio sepultura en el Cementerio General según consta en la papeleta de su Capp.n al cadáver de D. Ignacio Rodríguez Galván individuo de la legación megicana, natural de Méjico y vecino de esta feligresía, soltero, se ignora el nombre de sus padres, no testó ni recibió los Stos. Sacramentos por su pronta muerte: era de veinte y seis años de edad y lo firmé: Anolay Domingo del Manzano”

Nuestro poeta, y mi amigo Ignacio Rodríguez, duerme el sueño  eterno en este cementerio (de la Habana, construido por los años de  1804 y 1806 por el obispo Espada). Bachiller, ese joven excelente que  le dio hospitalidad en vida, se la dio también después de su muerte,  colocándolo en el sepulcro de su familia; pues de otra manera los  restos de Rodríguez habrían sido exhumados y confundidos en los altos  osarios que hay en cada ángulo del cementerio. En la Habana, como en  México, es costumbre que a los muertos que no pagan su casa se les  desaloje y se les ponga al fresco. Los hombres no tienen piedad con los pobres ni aún después de muertos.

Mas volviendo a Rodríguez: en medio de la gran desgracia que  sufrió, no de morir, pues esto en algunas situaciones de la vida es un  bien, sino de morir en tierra extranjera, careciendo de todas esas  afecciones de amistad y de familia, que se avivan más cuando uno va a  dejarlas para siempre, me consoló muchísimo el saber que su muerte fue  un día de duelo y de lágrimas para esta sensible y buena juventud de  La Habana. Rodríguez, quizá cansado de la vida, presa de esos  indefinibles sufrimientos morales que nos hacen odiar la existencia,  hacía lo que verdaderamente pueden llamarse locuras. Comía con exceso,  bebía vino, se asoleaba, se bañaba en horas deseadas, esto en un clima  como el de La Habana y en el mes de julio, le produjo un vómito prieto  terrible. Fue atacado en la misma posada, en el mismo cuarto, y quizá  en el mismo lecho donde yo duermo (calle del teniente del Rey, Hotel  Francés). Luego que se difundió la noticia de la enfermedad, acudió  Bachiller, lo transportó a su casa, situada fuera de La Habana y en un  sitio ventilado y hermoso. Allí personalmente lo asistió como un  hermano, y le prodigó todos los auxilios de facultativos y medicinas;  pero la enfermedad era mortal y nada bastó para contener su influjo  destructor. Rodríguez en su enfermedad fue visitado por todos los  jóvenes de La Habana y por multitud de personas, y si no miró en sus  últimos momentos a sus amigos de México y a su familia, si vio que su  genio y su excelente corazón le habían granjeado vivas y sinceras  simpatías. Rodríguez murió y fue enterrado en el sepulcro de la  familia de Bachiller como he dicho.

Algún día que Bachiller se presente en México a reclamar  hospitalidad, tendrá el recomendable título de haber sido el  benefactor de un mexicano desgraciado, y el generoso amigo del pobre  poeta, a quien lanzó su fortuna de este lado de los mares a ver un  momento esta bella naturaleza de la Isla y cerrar los ojos para  siempre.

No necesito decir los sentimientos que despertó en mí, por esta  causa, la visita al cementerio de la Habana. Rodríguez era mi amigo,  lo quería yo, y lo admiraba, y esto basta.

Rodríguez, por su comportamiento moderado y fino, su buen talento  y su generosa alma, se granjeó en pocos días simpatías de cuantos lo  conocieron, y aún hoy se conserva su memoria fresca y viva como si  acabase de morir; y es un título que recomienda, el haber sido su  amigo y su compañero en tareas literarias. He aquí uno de los pocos jóvenes mexicanos que verdaderamente han honrado a su país en el extranjero. Justo es, que aunque sea por compensación, honremos  también su memoria, y lloremos su fin desgraciado y prematuro.  (Habana, 1845) (48).

 

 

 

 

 

 

Al baile del señor presidente

 

 

Bailad mientras que llora

el pueblo dolorido,

bailad hasta la aurora

al compás del gemido

que a vuestra puerta el huérfano

hambriento lanzará.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Desnudez, ignorancia

a nuestra prole afrenta,

orgullo y arrogancia

con altivez ostenta,

y embrutece su espíritu

torpe inmoralidad.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Las escuelas inunda

turba ignorante y fútil,

que a su grandeza funda

en vedarnos lo útil,

y nos conduce hipócrita

por la senda del mal.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Soldados sin decoro

y sin saber nos celan,

adonde dan más oro

allá rápidos vuelan:

en la batalla tórtolas,

buitres en la ciudad.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Ya por Tejas avanza

el invasor astuto:

su grito de venganza

anuncia triste luto

a la infeliz república

que al abismo arrastráis.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

El bárbaro ya en masa

por nuestros campos entra,

a fuego y sangre arrasa

cuanto a su paso encuentra,

deshonra nuestras vírgenes,

nos asesina audaz.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Europa se aprovecha

de nuestra inculta vida,

cual tigre nos acecha

con la garra tendida,

y nuestra ruina próxima

ya celebrando está.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Bailad, oh, campeones,

hasta la luz vecina,

al son de los cañones

de Tolemaida y China,

y de Argel a la pérdida

veinte copas vaciad.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

Vuestro cantor en tanto

de miedo henchido el pecho

se vuelve en negro manto

en lágrimas deshecho

y prepara de México

el himno funeral.

¡Bailad! ¡Bailad!

 

 

 

 

 

 

 

Adiós, oh patria mía

 

A mis amigos de México

 

 

Alegre el marinero

en voz pausada canta,

y el ancla ya levanta

con extraño rumor.

 

De la cadena al ruido

me agita pena impía.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

El barco suavemente

se inclina y se remece,

y luego se estremece

a impulso del vapor.

 

Las ruedas son cascadas

de blanca argentería.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

Sentado yo en la popa

contemplo el mar inmenso,

y en mi desdicha pienso

y en mi tenaz dolor.

 

A ti mi suerte entrego,

a ti, Virgen María.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

De fuego ardiente globo

en las aguas se oculta:

una onda lo sepulta

rodando con furor.

 

Rugiendo el mar anuncia

que muere el rey del día.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

Las olas, que se mecen

como el niño en su cuna,

retratan de la luna

el rostro seductor.

 

Gime la brisa triste

cual hombre en agonía.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

Del astro de la noche

un rayo blandamente

resbala por mi frente

rugada de dolor.

 

Así como hoy la luna,

en México lucía.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

¡En México!… ¡Oh memoria!…

¿Cuándo tu rico suelo

y a tu azulado cielo

veré, triste cantor?

 

Sin ti, cólera y tedio

me causa la alegría.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

Pienso que en tu recinto

hay quien por mí suspire,

quien al oriente mire

buscando a su amador.

 

Mi pecho hondos gemidos

a la brisa confía.

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

 

 

[A bordo del paquete-vapor Teviot, navegando

de la baliza de Nueva Orleáns a La Habana.

Domingo 12 de junio de 1842.]

 

 

 

 

 

Ignacio_Rodríguez_Galván_01

 

 

 

 

El ángel caído

 

  

A mi amigo

Eulalio María Ortega

Cuando el ángel que habita fuego y penas

¡Al arma, dijo, al arma!

Quevedo: Cristo resucitado.

 

 

I.

 

Del negro abismo en la región oscura

en profundo estupor y abatimiento

hundida yace la legión impura

que el Señor despeñó del firmamento;

no tristeza, no llanto, no amargura

aparece en su rostro macilento,

mas en sus ojos tétricos se advierte

odio, rabia, furor, rencor de muerte.

 

 

 

II.

 

Unos en derredor la vista giran

y cierran con temblor la yerta mano,

otros creciendo en cólera se miran,

otros sonríen con desprecio insano;

a calmar su despecho en vano aspiran,

ocultar su dolor tratan en vano;

es el rostro cual lago transparente

que descubre del fondo la corriente.

 

 

 

III.

 

En desorden se ven amontonadas

rotas lanzas, corazas y crestones,

tintas en roja sangre las espadas,

abollados paveses, morriones,

ropas en el combate desgarradas,

sin astas destrozados pabellones,

y agitados, convulsos los heridos

lanzando de su pecho hondos gemidos.

 

 

 

IV.

 

Siniestras llamas pálidas ondean

de amarillenta luz iluminando

los escabrosos valles do campean

los escuadrones del precito bando;

entre el humo y azufre centellean

meteoros de fuego y, rebramando,

truenos aterradores se desatan

y por cumbres y abismos se dilatan.

 

 

 

V.

 

Allí lagos se ven de aguas inmundas,

allí pesadamente largos ríos

en las cavernas piérdense profundas

y en largos bosques de árboles sombríos;

espantables serpientes furibundas

y canes arrabiados y bravíos,

feroces tigres de mirar sangriento

insaciables buscando el alimento.

 

 

 

VI.

 

Allí desnudas greñas y zarzales,

y escorpiones se miran venenosos,

espinos en ardientes arenales,

llanto vertido en antros cavernosos,

y del centro de rudos peñascales

y tostados desiertos escabrosos,

retumbando una voz se alza y se lanza

gritando sin cesar: “¡No hay esperanza!”

 

 

 

VII.

 

Colosales fantasmas por el viento

giran sañudas, o volando pasan

entre vapores de color sangriento

y en vivas llamas el espacio abrasan,

y gritan con rumor y son violento

cuando los aires rápidas traspasan;

“Ni esperanza os concede el Dios eterno.”

“¡Ni esperanza!” repite el hondo averno.

 

 

 

VIII.

 

Oye Satán la voz –para el semblante.–

Sentado estaba en encendida roca,

inclinada la vista penetrante,

pálidas las mejillas y la boca,

enarcadas las cejas, palpitante

el ulcerado corazón, que toca

el relevado pecho, do se imprime,

y lo alza y lo estremece y lo comprime.

 

 

 

IX.

 

Así tal vez volcanes encendidos

se elevan y se abajan con violencia

cuando sienten sus antros derruidos

de incontrastable fuego a la inclemencia,

y entre sordos recónditos bramidos,

oponiéndole débil resistencia,

anuncian a los hombres con pavura

horrible muerte y luenga sepultura.

 

 

 

X.

 

Con trabajo Satán tenue respira;

por las huecas narices imperfetas,

cual noto silbador gime y espira

de encinas y peñascos en las grietas;

fatigado después ronco suspira

cual si rugiera, herido de saetas,

irritado león allá en la interna

estancia de una cóncava caverna.

 

 

 

XI.

 

Como encallado barco que rechina

crujen sus duros dientes encobrados,

fusca sus ojos súbita neblina,

se encapotan sus párpados airados,

caen en desorden a la faz cetrina

los ásperos cabellos desgreñados

y espuma arroja el labio enardecido

cual jabalí cerdoso combatido.

 

 

 

XII.

 

Y al compás de blasfemias y lamentos,

y entre la asolación y entre el espanto,

Satán alza la voz, y por los vientos

tronando vuela su terrible canto

contrastados así los elementos,

hundiendo a la natura en el quebranto,

el rayo aterrador desencadenan,

y la tierra y el mar y el cielo atruenan.

 

 

 

1

 

Tú que Dios te proclamas soberbio,

tú que Eterno y potente te nombras

y nos hundes rabioso en las sombras

que se agitan en esta mansión;

no en tu efímero triunfo te goces,

no en la suerte confíes injusta,

aun me queda una mano robusta,

 

2

 

aun me queda un feroz corazón.

Si tú tienes el cielo por reino,

si un ejército tienes altivo,

tengo yo corazón vengativo

que un ultraje no olvida jamás.

Y falanges de espíritus fieros

que a seguirme anhelosos aspiran,

y si acaso con fuerza respiran

gemir hacen el cielo y temblar.

 

3

 

Del infierno en las grutas profundas

entre abismos y nieblas vivimos,

y hambre y sed y dolores sufrimos

por tí, odioso monarca, por tí;

y tan sólo arenales ardientes

y volcanes de lóbrega cumbre,

y torrentes y mares de lumbre,

y huracanes se miran aquí.

 

4

 

¿Y el esfuerzo perdemos llorando?

¿Y así inertes sufrimos el yugo

que imponernos a un déspota plugo

en un rapto de rabia y furor?

Basta ya de cobardes suspiros,

basta ya de terríficas penas,

destrocemos las viles cadenas,

reanimemos el yerto valor.

 

5

 

¿No tenemos bravura y aliento?

¿No tenemos un brazo terrible?

Si es la hueste del cielo invencible,

conquistemos la muerte siquier.

Levantemos la voz de venganza

al compás de la trompa sonora.

¿Lloraremos cobardes ahora

si hemos sido potentes ayer?

 

6

 

¡Oh! ¡cuál rompe mi pecho la ira!

Empuñemos de nuevo la lanza,

el encono daráme pujanza

y seré menos torpe adalid.–

Tempestades, venid a mi acento,

y vosotros, arcángeles bravos,

que a vileza tenéis ser esclavos,

levantad la cabeza Avenid!

 

7

 

Vuestras alas me sirvan de asiento,

y de guía el horror y exterminio,

y extendiendo mi duro dominio

Muerte reine implacable doquier.

De los orbes la grata armonía

se suspenda a mi mando tirano,

y una sola señal de mi mano

muestras dé de mi vasto poder.

 

8

 

Y desplómese el cielo sin quicio,

guerra se hagan los astros chocando,

y la muerte risueña imperando

el infierno aniquile también.

Suspendiendo yo entonces mi vuelo,

adurmiéndome al ronco estallido,

de los cielos el !ay! dolorido

mi alma fiera henchirá de placer.

 

 

 

XIII.

 

Suspende su cantar, porque la ira

llena y comprime el fatigado pecho;

por la hinchada nariz el aire aspira

y no siente su seno satisfecho;

luego en torno de sí la vista gira

combatido de rabia y de despecho,

y al través de la niebla que lo ofusca,

sus fuertes armas, sus arneses busca.

 

 

 

XIV.

 

Con firme paso y altivez se avanza,

y respirando desconcierto y guerra

su brazo tiende a la nudosa lanza

y, balbuciendo, en la mitad la aferra;

en el aire la vibra, y con pujanza

el cuento estriba fervoroso en tierra

haciendo con el golpe furibundo

retemblar el abismo hasta el profundo.

 

 

 

XV.

 

Rápido se compone la coraza,

con desenfado y además sañudo

afirma el casco brillador y embraza

luego el templado reluciente escudo;

sobre él alzando la potente maza

descarga veces tres el golpe crudo:

al rumor conmovióse el horizonte,

cual si un monte chocara con un monte.

 

 

 

XVI.

 

De la suerte que suele presurosa

una jauría de canes acercarse

a la voz de la trompa sonorosa

del cazador, y ufanos congregarse,

así de los demonios la estruendosa

turba se mira rápida juntarse,

dando indicios de bélico ardimiento,

al oír de Satán el llamamiento.

 

 

 

XVII.

 

Los escuadrones de ángeles caídos

llenan los campos, lomas y laderas,

y de sangre los lagos corrompidos

de bateles se cubren y banderas.

Al combate feroz apercibidos

braman cual si bramaran roncas fieras,

y las pesadas armas empuñando

la señal del combate están ansiando.

 

 

 

XVIII.

 

Satán en un veloz razonamiento

enciende su valor, su enojo y brío,

a la manera que el soplar del viento

de las llamas aumenta el poderío.

Ya en ligero agitado movimiento

a surcar se preparan el vacío,

ya en grito universal que el alma aterra

dicen con hueca voz: “¡Venganza y guerra!”

 

 

 

XIX.

 

 

Al ruido y al clamor el viento muje,

y el sordo estruendo por los montes zumba;

al peso de la gente el suelo cruje,

parece que el abismo se derrumba.

El rumor sube en poderoso empuje

a la celeste bóveda, y retumba.

Asoma la su faz el Dios Eterno,

y en silencio mortal se hunde el infierno.

 

 

Abril de 1839

 

 

 

 

Soledad_Cordero

 

 

 

 

 

EL BUITRE

Canto de venganza

 

 

Suspiros brote el labio,

venganzas el corazón

Gallego

 

 

Yo que abrigo venganza insaciable,

que el encono mi pecho desgarra

A cómo envidio del buitre la garra

cuyo oficio es herir y matar!

Cuando él halla la presa que busca

se encarniza con ella rabioso;

si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

Me engañó con fingidos halagos

la mujer que adoré con ternura;

no mirara, cual hoy, su hermosura

estrechada de aleve rival.

Pues sobre ellos veloz me lanzara

esgrimiendo mis uñas gozoso.

Si yo buitre naciera espantoso,

me venganza me hiciera inmortal.

 

Al ingrato que paga en traiciones

beneficios de cándido amigo,

que le da el alimento y abrigo

contra el soplo de suerte mortal,

su alma negra impaciente arrancara

en su cuerpo cebándome ansioso.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

Un infame se embriaga en el vicio

y seduce a la tierna doncella,

y de joven purísima y bella

la convierte en espectro fatal.

En el pecho del uno y la otra

pico y garras hundiera afanoso.

Si yo buitre naciera espantoso

mi venganza me hiciera inmortal.

 

El tutor que a pupila infelice

abandona a la suerte iracunda

y entre tanto la herencia fecunda

desparece en su mano rapaz,

no sereno su robo gozara,

pues sobre él me arrojara enconoso.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

El avaro sumerge en miserias

al hambriento infeliz que le implora

y que en vano laméntase y llora;

sólo cede al valioso metal.

Al sonido del oro, en su pecho

repasara mi garra furioso.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

Sobre lecho mullido de plumas

duerme inquieto mezquino tirano,

pues en sueños divisa una mano

que en el seno le vibra un puñal.

Devorándolo airado me viera

al volver de su sueño horroroso.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

Y en los pueblos que sufren su yugo

y que viles le inclinan la frente,

con desprecio y furor inclemente

afilara mi garra voraz.

De su sangre cobarde formara

dilatado torrente espumoso.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

Cuando encima de toda la tierra

mar inmenso de sangre mirara,

satisfecho en sus ondas nadara

de este mundo infeliz dueño ya.

Y en la sangre mis alas tendiendo,

entre sangre tuviera reposo.

Si yo buitre naciera espantoso,

mi venganza me hiciera inmortal.

 

 

1837

 

 

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