Sobre la poesía de Ramón Cote

Presentamos el texto que el poeta y ensayista Santiago Espinosa escribe sobre Botella de papel, uno de los libros centrales en la obra del poeta colombiano Ramón Cote (Cúcuta, 1963). Mereció el Premio Casa de América de Poesía Americana en España por Colección privada (2003). En mayo de 2006 se publicó su Antología de la Poesía Colombiana del Siglo XX en España.

 

 

 

 

 

Botella papel

 

Algunos de ustedes, amigos de Ramón Cote desde hace varios años, seguramente conocieron a este libro por su autor. En mi caso ocurrió lo contrario. Fueron las páginas de estos poemas los que me llevaron a conocer al escritor que se escondía detrás de ellos. Aún hoy, cuando es uno de mis grandes amigos y su conversación es tan frecuente como necesaria, sigo pensado en Ramón como el autor de este libro extraordinario, al punto en que siento que no viniera de casa alguna sino de esa mitología extraordinaria que supo inventar a comienzos de los noventas. Y que esos “zapateros” y “jardineros”, esos “fotógrafos de parques”, esos “afiladores de cuchillos”, son sus amigos más cercanos o existen sólo porque a él le dio la gana escribir sobre ellos.

Las pinturas y los poemas sobre la experiencia vendrían después. Antes estuvieron estos retratos y oraciones de Botella papel. Un libro que confieso, y aquí hablo a nombre de varios escritores, siento tan propio que me hubiera gustado escribirlo a mí. Durante varios años, en mi trabajo como periodista, traté como pude de buscar esas ciudades que se escondían dentro de La ciudad, quizás como un intento por sobrevivirla. Darle un rostro a las demoliciones o a todo aquello que se marchaba, como un acto de justicia poética. Tal cosa ya la había hecho Ramón cuando yo apenas comenzaba el colegio, quien como lo dice en algunos de sus poemas iniciales, se propuso desde el principio “hacer visible el tiempo”.

Ante los ritmos de una ciudad que ha construido sus bases sobre los escombros, donde parece que todo se desplaza para seguirla demoliendo, el poeta de estos versos contrapone una memoria desde los vestigios. Trata de darle un alma a lo perdido recordando la olvidada heráldica de los oficios en desuso. Como los niños de sus poemas comprende “que las casas demolidas son el único lugar indicado para inventar sus ceremonias”.

“El repartidor de carbón” y “El afilador”, “el vendedor de corbatas”. “Los taxis” y un bus que se llamaba “sin amor también se vive”, un “Muro de la calle sesenta y siete”, “las bicicletas de carnicería”. Cuantas cosas que habíamos visto pero que antes de este libro no sabíamos que podía ser poemas. Cuantas cosas que en nuestro afán, como si estuviéramos dormidos, no habíamos descubierto hasta que Ramón escribió sobre ellas. La prosa abigarrada de estos versos recuerda las infinitas liturgias de lo pequeño, que sobre los vivos, a la manera de Walter Benjamín, pesaría el fardo de las desilusiones y esperanzas de los muertos.

Dos poetas viajeros encontraron en Bogotá el correlato de sus aventuras, Luís Vidales y Mario Rivero. Ramón Cote es quien cierra este circuito del otro lado de la vida, hace su arqueología de lo que fue una vez llegada y promesa. Esa actitud nostálgica más que un lamento le ofrece a lo perdido una merecida oración, un reconocimiento, así sea para mostrarnos que una ciudad derrumba el lugar de sus antiguas ilusiones, que también estamos hechos de objetos y presencias abolidas, que lo que a diario olvidamos, basuras, despojos, es en ocasiones lo que más nos define.

Una ciudad que nunca fue o que al menos no terminó de definirse, de eso no habla “Botella papel”. De un escritor que a su regreso de España, cuando ha dejado atrás aquella apertura política y humana, aquel resurgimiento de lo vivo, se vuelca con tenacidad y ternura hacia una ciudad que todos niegan, todos buscan salir de ella, para infundirle a sus asuntos y rincones el influjo de nuevas sangres, dándole materia a los fantasmas de la infancia y quizás de una memoria colectiva. Tiene razón Mario Mendoza cuando entiende estas escrituras como una búsqueda psíquica de su autor, y así lo dice en el prólogo de esta edición. Yo diría más. Lo que hace Ramón es hacer personal una arqueología de todos. Devolverle a los espacios su cuidado, como el que nos restituye todo un mundo a partir de los negativos. Por esa la “lluvia” de estos versos es la de siempre, “cuando escampe nos vamos”, se cuenta que dijo el fundador de la ciudad. Y sin embargo, gracias a la prosa reveladora de estos versos, a sus historias inaugúrales, sentimos que cae sobre las calles como por primera vez.

¿De dónde le viene esta capacidad para dolerse en lo material, donde ha forjado estos metales que parecen que pesaran en el papel? Ramón es en este libro un poeta plástico. Escultórico. Como dos de nuestros más grandes artistas, Negret y Feliza Burstyn, como lo hiciera el Rock en su momento,  toma chatarras y vencimientos, ruidos y retratos rotos, para hacer de ellos espejos nuevamente, paisajes. Hace de los pedazos narraciones continuas, es el poeta que acepta que todo son fragmentos y al mismo tiempo no acepta que todo sea fragmento, paradoja de los espíritus modernos.

Se cuenta en una anécdota de dudosa procedencia que un parisino se tomó el trabajo de seguir las rutas de los gatos, aparentemente anárquicas. Dibujadas en el mapa estos caminos coincidían perfectamente con los antiguos trazados de la ciudad, antes de Luís Napoleón y de los nuevos bulevares de Haussmans. Donde el gato saltaba pasaba un antiguo camino. Sus caminatas por los techos eran las rutas antiguas del comercio. Así es que despliega Ramón sus huellas. Hace posible una memoria bajo los sustratos.

No puedo sino celebrar que Taller de edición Rocca haya tomado la decisión de publicar nuevamente este libro, lo que muchos consideramos urgente. Su ausencia en las librerías era una especie de afrenta contra ese panteón personal que construimos sólo para esos libros que apreciamos de verdad, porque nos siguen abriendo puertas. Porque como los clásicos no tienen edad. Para el lector desapercibido estas páginas ofrecerán todas las claves para una historia de amor, precisamente porque seguimos demoliendo esta ciudad para encontrarle un norte. Las ciudades latinoamericanas, lo advertiría Todorov, siguen la lógica de conocer para tomar y de tomar para destruir, y es en la poesía verdaderamente constituida, que sabe observar, donde escuchamos estas historias particulares desde una resonancia universal. Para los viejos lectores esta edición enriquecida nos ofrece textos nuevos, perfiles y oraciones que no conocíamos, y que de algún modo completan este hito de la poesía y de la ciudad. Otra manera de contar el tiempo.

Hace unos días un amiga en común reflexionaba sobre el título “Botella papel”, un pregón indeleble para los que nacimos antes de los 90 pero no para las últimas generaciones. Cuando las cosas enmudecen en tantas direcciones, este pregón nos llega desde una secreta resistencia, como la fórmula mágica de unos dominios perdidos.

Bogotá, Diciembre 17 de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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