Poesía británica: John Burnside

En el marco de nuestro dossier de poesía británica contemporánea, preparado y traducido por Luis David Palacios, presentamos la poesía de John Burnside (Dunfermline, Escocia, 1955) quien es uno de los poetas de mayor impacto en la poesía británica; ganó el premio T. S. Eliot en 2011 con Black Cat Bone y el Forward Poetry Prize con el mismo libro. Es autor de poemarios como The Hoop (Carcanet, 1988), The Asylum Dance (Jonathan Cape, London, 2000), con el que mereció el Whitbread Poetry Award. Recibió, entre muchos otros premios, el Scotish Arts Council Book Award en dos ocasiones, el Geoffrey Faber Memorial Prize, el Encore Award, el Saltire Society Scottish Book of the Year Award o el Corine Literature Prize. Es profesor en la universidad St. Andrews de Creative Wrinting y Literature and Ecologist. La intensidad lírica de sus poemas suele estar en la línea fronteriza de dos mundos. Por ejemplo, los poemas que presentamos ahora abordan la metamorfosis cristiana, la frontera entre la vida y la muerte, entre Dios y el ser humano, entre el tiempo y la eternidad, entre lo mundano y lo sacro.

 

 

 

 

 

Parusía

 

Podía imaginar una presencia bíblica:

un oscurecimiento de la materia como

este cielo cargado antes del advenimiento de la tormenta,

los árboles de lima cerca de la estación

empapados de lluvia,

un entumecimiento, una costra de pus y de sangre,

una herida en el viento, una voz en los tejados,

 

–aunque creo que si viniera

sería algo más sutil:

un desvanecimiento en la vista periférica, un truco de la luz

o la noción de que las cosas se han vuelto

 

más cercanas: farolas y muros,

setos de alheña, árboles, la puerta del vecino,

íntimos de pronto y allá en la oscuridad

los animales definidos y descifrados,

–zorra y comadreja, lechuza y pipistrelo–

concedidos sus momentos de privilegio para dormir y matar.

 

 

 

II

 

Ser de compañía: no yo, sino ecos

reproduciéndose en la piel;

media vida de contactos y golpes, el patrón

submicroscópico de la resurrección.

Sabía que podía acuclillarme

en el olor del pantano bajo el seto

o caminar a través de campos y almacenes de madera

hacia los nidos de agua y los barriles de aceite llenos de lluvia,

 

pero en alguna parte del camino

encontraría el Cristo:

una trampa; un tapete de pelo; una herida abierta;

la plata de la sangre de pescado y hueso

en lo blanco de sus ojos.

 

 

III

 

Hubo fronteras que nunca crucé:

charcos de vara de oro detrás del granero,

rastras y marañas de enredaderas

inmersas en la  hierba,

 

el prado más allá de nuestro camino, los bosques violeta,

la cueva, la subinfinidad

de los campos de avena al amanecer

 

–pero sabía que él estaba siempre presente, alejándose

en el calor de la maduración del grano,

peligroso, grácil, brillante como un gato de circo

o el hombre en el cable alto, descendiendo para tocar la tierra,

saborear el viento, cómo se endulza y se convierte en sangre

en la garganta, en la carne renovada, en el cuerpo repentino.

 

 

IV

 

Era menos un arroyo que una frontera:

un riachuelo sobre piedras color trigo, después un súbito

oscurecimiento.

Y ese era el lugar para cruzar,

pisando el frío, mis pies descalzos enganchando una profunda

piel de pescado y maleza;

ese era el reino del lucio donde el cuerpo se colocó

a un dedo de profundidad bajo la arena.

 

El otro lado era el país del forastero, a media milla:

un camino lejano en el calor, una ráfaga de viento,

perifollo de asno[1], cola de yegua[2], una tenue luz de pizarra en la distancia,

y afuera en el campo abierto, un perro lobo

pausando su zancada para perfumar el aire,

el único espíritu que podía entender

la negra conciencia arraigada en sus ojos.

 

Una herejía, pero las almas se vuelven

concebibles sumergidas en vísceras

y la mente perdura en briznas de carne y hueso;

al atardecer, cruzando el río, siempre supe

que algo estaba cerca, pero todo lo que vi

fue sangre caliente, vívida, totalmente física:

los gavilanes surcando el aire, la búsqueda del búho,

el armiño en la pared que sabe hacia dónde va su hambre.

 

 

V

 

Todas las resurrecciones son locales:

huellas que sangran

a través de la hierba del pantano y del agua,

un sonido que casi puedes oír

de la carne renovada

en el azote de la lluvia

o una rápida trucha

partiendo el arroyo.

 

La señal que había esperado ver

está sucediendo ahora

y siempre en este blanco continuo

de escharcha y hueva:

la sangre en un enredo de espinas

donde se pone rígida y palidece,

el duro brote dividiendo el hielo

y la mano clavada que sana.

 

 

Los antiguos dioses

 

Hoy están condenados

a vivir en las grietas,

en burbujas de yeso y óxido,

en telarañas

detrás de los muebles:

 

hablando un lenguaje en ruinas

para vaciar el espacio,

sellados con el vapor

de las botellas, recluidos en los estallados

huevos de petirrojo

en algún desván desierto.

 

Cada uno tiene su poder.

Cada uno tiene su fogón, su secreto,

su nombre local,

y cada uno tiene su manera de aprender

la habilidad del regreso

la ciencia del sangrar a través, cuando la cólera o el miedo

empañan la superficie

mareándonos y haciéndonos uno.

 

 

 

 

 

Parousia

 

I

I could imagine a biblical presence:

a darkening of matter like this charged

sky, before the coming of the storm,

the lime trees around the station

streaming with rain,

a stiffening, a scab of pus and blood,

a wound on the air, a voice above the rooves,

 

–but I think, if it came, there would be

something more subtle:

a blur at the corner vision, a trick of the light,

or the notion that things have shifted

 

closer: streetlamps and walls,

privet hedges, trees, the neighbour’s door,

intimate, all of a sudden, and out in the dark

the animals defined and understood

–vixen and weasel, barn owl and pipistrelle–

granted their privileged moments to sleep and kill.

 

 

II

 

Companion self: not me, but echoes

breeding on the skin;

a half-life of touches and blows, the sub-microscopic

patter of resurrection.

I knew I could squat

in the fen-smell under the hedge

or walk away through fields and timber yards

to moorhens’ nests and oildrums full of rain,

 

but somewhere along the way

I would meet the Christ:

a tripwire; a mat of hair; and open wound;

the silver of fish blood and bone

in the whites of his eyes.

 

 

 

III

 

There were borders I never crossed:

pools of goldenrod behind the barn,

harrows and tangles of wire

immersed in weed,

 

the meadow beyond our road, the purple woods,

the watergall, the sub-infinity

of oatfields at dawn

 

–but I knew he was always present walking away

in the warmth of the ripening grain,

dangerous, graceful, bright as a circus cat,

or the man from the high wire, come down to touch the earth,

tasting the air, how it sweetens and turns to blood

in the throat, in the new-won flesh, in the sudden body.

 

 

IV

 

It was less of a stream than a border:

a rill over wheat-coloured stones, then sudden

dimming.

And that was the place to cross,

treading the cold, my bare feet snagging a depth

of fish-skin and weed,

that was the kingdom of pike, where the body was laid

a finger’s depth under the sand.

 

The far side was stranger’s country, a half-mile away:

a back road far in the heat, a gust of wind,

cow parsley, mare’s tail, a glimmer of slate in the distance,

and out in the open field, a dog-fox

pausing in its stride, to scent the air,

the only spirit I could understand

the black awareness rooted in its eyes.

 

A heresy, but soul becomes

conceivable, immersed in viscera,

and mind endures, in wisp of meat and bone;

at twilight, crossing the river, I always knew

something was close, but all I ever saw

was blood-warm, vivid, wholly physical:

the sparrow-hawks sweeping the air, the questing owl,

the stoat in the wall, the knows where its hunger is going.

 

 

 

V

 

All resurrections are local:

footprints bleeding away

through marsh-grass and water,

a sound you can almost hear

of the flesh renewed

in the plashing of rain

or a quick trout

breaking the stream.

 

For the sign I have waited to see

is happening now

and always, in this white continuum

of frost and spawn:

the blood in a tangle of thorns

where it stiffens and pales,

the hard bud splitting through ice

and the nailed palm healing.

 

 

The Old Gods

 

Now they are condemned

to live in cracks,

in bubbles of plaster and rust,

and spiders’ webs

behind the furniture:

 

speaking a derelict language

to empty space,

sealed with the vapour

in bottles, closed in the blown

robins’ eggs

in some abandoned loft.

 

Each has its given power.

Each has its hearth, its secret,

its local name,

and each has its way of learning

the skill of return,

the science of bleeding through, when anger or fear

is fuzzing the surface,

making us dizzy and whole.

 

 

 

 

 

 

 

Notas

 

[1] Es una de las plantas silvestres más comunes de la campiña británica (Nota del traductor, en adelante N. T.)

[2] Planta también conocida como erigerum canadensis o hierba carnicera.

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