Poesía irlandesa: Seamus Heaney

Presentamos una selección poética del poeta irlandés Seamus Heaney, premio nobel de Literatura. Heaney fue catedrático en la universidad estadounidense de Harvard y en la inglesa de Oxford. Su obra está marcada por la violencia de protestantes y católicos del Ulster e influida por la búsqueda de la propia historia de su país. Su primer poemario lo publicó en 1966, Muerte de un naturalista, y firmó diversas obras teatrales, como The Cure at Troy (1990) y The Burial at Thebes (2004). Las versiones de los siguientes poemas corren a cargo de Andrea Rivas y Sergio Eduardo Cruz.

 

 

 

 

 

 

Un perro lloraba esta noche en Wicklow también

 

Cuando los seres humanos supieron de la muerte

Enviaron al perro a Chukwu con un mensaje:

Querían que los dejasen entrar de vuelta a la casa de la vida.

No querían terminar perdidos por siempre

Como madera quemada despareciendo en el humo

O las cenizas que son sopladas hacia la nada.

En lugar, ellos vieron a sus almas en bandada  hacia el crepúsculo

Graznando y dirigidos de nuevo por los mismos gallos viejos

Y los mismos brillantes aires y las mismas alas estiradas cada mañana.

La muerte sería como una noche en el bosque:

Con la primera luz volverían a la casa de la vida.

(El perro tenía que decir todo esto a Chukwu.)

 

Pero la muerte y los seres humanos tomaron el  segundo lugar

Cuando él trotó fuera del camino y comenzó a ladrar

A otro perro en pleno día sólo ladrando

De vuelta a él desde la lejana orilla del río.

 

Y así es como el sapo alcanzó a Chukwu primero,

El sapo quien había escuchado desde el inicio

Lo que el perro tenía que decir. “Seres humanos,” dijo

(Y aquí el sapo fue de absoluta confianza),

“Los seres humanos quieren que la muerte dure por siempre”.

 

Versión de Andrea Rivas

 

 

 

Recogiendo moras

 

A finales de agosto, con lluvia tupida y sol

Por una semana entera, las moras podrían madurar.

Al inicio, solo una, un morado grumo brillante

Entre otras, rojas, verdes, duras como un nudo.

Comiste la primera y su piel fue suave

Como vino engrosado: había en ella sangre de verano

Dejando manchas sobre la lengua y lujuria por

Recogerlas. Luego las rojas se entintaron y esa hambre

Nos envió afuera con botes de leche, latas de guisantes, frascos de mermelada

Hacia donde las zarzas rasgaban y el pasto mojado blanqueaba nuestras botas.

Redondos campos de heno, de maíz y sembradíos de papa

Caminamos y recogimos hasta que las latas estaban repletas,

Hasta que el tintineo del fondo fue cubierto

Con las verdes, y hasta el tope grandes oscuras gotas quemaron

Como una bandeja de ojos. Nuestras manos fueron salpicadas

Con pinchazos de espinas, nuestras palmas pegajosas cual Barba Azul.

 

 

 

Acumulamos las bayas frescas en el establo.

Pero cuando la bañera se llenó encontramos una piel,

Un hongo, una rata gris, saciándose en nuestro escondrijo.

El jugo apestaba también. Una vez fuera del arbusto

La fruta fermentada, la dulce piel se volvía amarga.

Siempre quise llorar. No era justo

Que todos los preciosos botes olieran a putrefacción.

Cada año esperaba que se mantuvieran, sabiendo que no lo harían.

Versión de Andrea Rivas

 

 

 

La forja

 

Todo lo que sé es una puerta hacia la oscuridad.

Afuera, se oxidan viejas hachas, aros de hierro,

mientras escurre gritos el yunque, adentro,

y sisean, impredecibles, las chispas al estallar

o murmura, al endurecer en agua, el acero.

En el centro de todo, el sordo yunque encalla

de un lado unicornio y, del otro, vasto altar

en que el hombre ensaya su música, su forma.

A veces, de cuero, de su nariz brotando pelos,

él se asoma al portal: recuerda una tromba

de pezuñas donde el tráfico está ahora quieto

y se queja levemente para regresar a la sombra

para calentar las hornillas, para forjar el acero

como siempre debió haber hecho, como ahora.

Sergio Eduardo Cruz

 

Cavando

 

Entre mi dedo medio y el pulgar

la pluma descansa, como un arma.

Debajo de mi ventana, un ruido carraspea

cuando la espátula se hunde en tierra arada:

Mi padre, que cava. Miro hacia allá

Hasta donde su forma cansada agachándose

entre las flores regresa de hace veinte años

balanceándose rítmica entre huecos de papa,

los que él cavaba.

La bota endurecida enterrando la pala, la vara

firmemente sostenida hacia dentro de la rodilla

desenraízaba hierbajos: el brillante metal

se enterraba para dejar yacer ahí las papas

recién plantadas,

mientras admirábamos dureza fresca entre las manos.

Por Dios, que el viejo podía manejar una pala

justo como hacía su viejo.

Mi abuelo cortaba más hierba seca en un día

que cualquier hombre en el pantano de Toner.

Una vez le llevé leche en una botella

lerdamente cubierta de un papel. Se levantó

para beberla, luego volvió a su trabajo

de inmediato, dejando bloques

frente a él, yendo más y más abajo

para encontrar buenos hierbajos. Cavando.

El aroma frío a papas aplastadas, las manchas y trozos

de madera mojada, los bloques cortados de hierba

con raíces desprendidas, despiertan en mi cabeza.

Pero yo no tengo pala para seguir a esos hombres.

Entre mi dedo medio y mi pulgar

la pluma descansa.
Cavaré con ella.

Sergio Eduardo Cruz

 

 

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