Poesía española: María Martínez Bautista

Presentamos algunos poemas de María Martínez Bautista (Madrid, 1990). Ha publicado el libro Primera noche en las ciudades nuevas (Colección Monosabio, Ayuntamiento de Málaga, 2012) y ha sido antologada en las versiones digital e impresa de Tenían veinte años y estaban locos (edición de Luna Miguel, La Bella Varsovia, 2011). Sus poemas han aparecido en revistas como Litoral, La Galla Ciencia, Anáfora y Poemad, entre otras.

Foto: Elisa Alaya

 

 

 

 

 

 

 

 

Tengo la imagen de un soldado enfermo

que arrastra el cuerpo exhausto por la nieve.

Mis ojos no lo han visto y lo recuerdan,

y soy yo misma en las mañanas negras.

 

Hubo calles de viento y soles fríos:

en mi piel todavía sus heridas,

dentro de mí tiritan aún sus rayos.

Y días que vinieron de la muerte

a reflejar su rostro en cada hora.

Y un soldado perdido en el hielo de Rusia,

que ha olvidado el porqué y el hacia dónde;

sus ojos buscan

la estela de los carros,

pero pronto se abren al vacío;

y ya dejan los pájaros sus huellas

en su espalda nevada.

 

Mis ojos no lo han visto. Es el recuerdo

de las calles que vienen de la noche

y corren paralelas a la muerte.

En ellas soy, como el soldado exhausto,

resto de una batalla no librada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Otro sol y otros pájaros

Si muerte es el vacío que uno deja, la vida del que marcha a vivir otra vida se parece a la muerte. Muerte porque lo alumbra una luz que no vemos, negra como el olvido y el dolor del recuerdo, y duerme bajo el cielo de una noche lejana.
Y en esa noche dejan los murciélagos el rastro de sus vuelos geométricos y a tientas. Pero son otros. Otras estrellas tienen sus ojos sobre el mundo. Y otro sol amanece y otros pájaros.

Muy lejos de esa noche, la mañana termina con el sueño en el que vimos a ese que ya no tiene voz ni sombra. Este sol y estos pájaros señalan el lugar donde no existe.

 

 

 

La siesta de los padres

 

Los niños necesitan la siesta de sus padres.

Empieza todo

en las tardes oscuras de mi casa en invierno.

Sólo estamos yo y yo

y yo contra mí misma.

Los juegos han cambiado de repente.

Yo decido quién vive,

qué rito corresponde a un juguete difunto.

Soy toda la memoria de los que nunca fueron.

Pero a mí, que sí soy, a mí que empiezo

a vivir y a temer,

¿quién me recordará si dejo el mundo?

¿Y si nunca regresan del misterio del sueño

quienes deben cuidarme?

Por las persianas

alzadas de mi cuarto

se ha colado la noche.

 

Son muy distintas

las siestas luminosas del verano.

En cada cuarto laten los cuerpos destapados,

vencidos por el sol, de mi familia.

En el jardín ardiente

sólo estamos yo y yo.

La vida pasa como los caballos

cansados por mis venas. Nunca han sido tan ciertos

el espacio que lleno con mi sombra

ni el peso irrepetible que le pongo a la tierra.

 

 

 

La ceguera de Piero

 

I

Vosotros estáis ciegos. Vuestros ojos,
inundados del sol que abrasa el mundo
o inmersos en el pozo que es la noche.
Erráis el paso porque vais a tientas;
tenéis los pies en una telaraña
y no veis más que el hilo que pisáis,
nunca la perfección en que está inscrito.

II

Al otro lado
de los dos arcos ciegos de mis ojos,
una abstracción más grande que el recuerdo
del mundo se ha adueñado de todas mis visiones:
tengo el sol sometido a mis deseos,
la gente tiene una quietud de piedra.
Y está llena de luz la oscura noche.

 

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