La imaginación acuática en la poesía de Luis García Montero

Presentamos el estudio preliminar de Marisa Martínez Pérsico para la antología Luis García Montero: Un mundo navegable. Poesía escogida (1980-2016) que se encuentra en proceso de impresión en Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A, (Caracas, Venezuela, 2017, ISBN 978-980-01-2065-1). Agradecemos a Gabriel González y Alirio Contreras por permitirnos su reproducción en Círculo de poesía. 

 

 

 

 

Agua que nos fabrica y nos deshace. La imaginación acuática en la poesía de Luis García Montero[1]  

 

«Los poetas solo son necesarios cuando pasan a formar parte de la vida de un lector» afirma Daniel Rodríguez Moya[2]. En el dominio hispanohablante contemporáneo es difícil identificar una lírica con la capacidad apelativa que tiene la obra de Luis García Montero. Su poesía es un acto performativo en el sentido de la lingüística austiniana: no se queda en la descripción de un estado de cosas sino que desencadena actos domésticos y cívicos en la intimidad del receptor. Despierta adhesiones, afinidades, resistencias, toma de conciencia, la adopción de mitologías y rituales del cortejo amoroso, alineamientos ideológicos en el horizonte de recepción que se traducen en gestos empíricos más allá de un circuito endogámico de poetas. Sus libros vienen formando parte de la educación sentimental colectiva de las últimas generaciones con una popularidad creciente, semejante a la que desde los años sesenta ostenta, por ejemplo, Julio Cortázar. El escritor mexicano Marco Antonio Campos homologa su circulación pública con la de otro compatriota: «ocupa un lugar similar al que tuvo entre nosotros Jaime Sabines. Su poesía, coloquialmente sencilla y hondamente humana, sin gritos ni estridencias, parece un sostenido diálogo con la mujer (…). Como hombre de izquierda, García Montero ha pugnado incesantemente por un diálogo más vivo entre España y América Latina»[3].

Una de las dominantes de la lírica monteriana es la doble valencia cívico-amatoria, la construcción en paralelo de un yo poético que es amante y ciudadano a la vez, sin fisuras ni conflicto entre esferas pública y privada, en una actualización del tópico aurisecular del poeta soldado («yo me conformo con tenerte a ti/ y con tener conciencia» dirá en su poema «Poética», incluido en Completamente viernes)[4]. Militante de Izquierda Unida desde el año 1986, se postuló como candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por este partido en 2015. Ejerce el periodismo de actualidad política y cultural en un medio digital independiente, infoLibre. En este estudio preliminar no nos detendremos en su actividad de compromiso civil extraliterario, pero citamos estos casos aislados para refrendar la coherencia que rige el ideario de su doble opción.

La generación del ochenta, en la que nuestro autor se encuadra, incorporó de lleno la sentimentalidad en su discurso, de ahí que bautizara La otra sentimentalidad a la tendencia poética por él fundada en Granada junto a un grupo de escritores y docentes amigos, tomando en préstamo una expresión de Antonio Machado. Los poemas de amor fueron abordados como uno de los desafíos creativos más necesarios y vigentes «porque obligan a competir con una tradición poderosa, porque resulta necesario actualizar esa tradición y porque hay que otorgarles a los versos más íntimos una justificación de valor público»[5]. Un índice textual de este interés es el vocativo recurrente en la poesía de nuestro autor: amor. Hay un  invocado, alojado casi siempre entre comas, que interrumpe el flujo del discurso lírico para destacar la centralidad del destinatario del mensaje. Este tipo de interpelación redunda en numerosos poemas: «¿por dónde vas, amor, qué traje llevas?» («Las nostalgias del marinero», RC); «tú me llamas, amor, yo cojo un taxi» (V, Libro I, DC); «nos veremos, amor, en el combate», «volveremos aquí, donde besarnos/ la piel, el corazón, las cicatrices,/ para olvidar contigo, amor» («El Salvador. Nosotros», PP); «Amor, soñado amor,/ tú que has estado/ en el pecho y la voz de un hombre triste» («Égloga de los dos rascacielos», RC); «Con qué coraje, amor, y qué deprisa» («Paseo marítimo», EJE); «el largo adiós, amor, que tú sugieres», «Ven,/ te enseñaré Granada, amor», «te ofreceré Granada, amor» («Aventura en la ciudad cerrada», PT).

Este procedimiento dialogante genera un efecto de identificación: desencadena la empatía del lector, quien atribuye el vocativo amor –no marcado por género ni nombre– a un destinatario de su historia personal. En el prólogo a Cincuentena (2010), titulado «Una historia de todos en primera persona», Laura Scarano se detiene en las diversas variaciones de la personificación, según ella la figura retórica predilecta del escritor, quien despliega los avatares de un yo ficcional que lleva a muchos a confundir sus versos con poesía autobiográfica. Cabría señalar que Luis García Montero construye una historia de todos en primera, y también en segunda persona. Edifica una poética basada en la complicidad interpersonal de un yo con un  como figuras espejadas en la que el primero no existe sin la copresencia del segundo, aun cuando este  sea una realidad meramente evocada en soledad.

            Antes mencioné la doble valencia cívico-amorosa, la construcción en paralelo de un yo poético que es amante y ciudadano involucrado en asuntos públicos, sin contradicción. Hay un sustrato ideológico que da espesor teórico a esta elección poética, pues García Montero retoma del filósofo marxista recientemente desaparecido, su maestro Juan Carlos Rodríguez, de la Universidad de Granada, la concepción de la radical historicidad del inconsciente ideológico. En su temprano manifiesto «La otra sentimentalidad», publicado en 1983 en El País, plantea un giro hacia la revolución desde el territorio de la individualidad histórica y de la vida cotidiana. La propuesta poética que hace Luis García Montero para superar ese enquistado debate «nacido de la escisión de lo público y lo privado es precisamente la de recuperar la dimensión pública de lo privado, la de devolver lo individual al seno de la realidad colectiva y de la historia, la de reconstruir e interpretar la experiencia propia desde un punto de vista histórico»[6]. Como señala Scarano en La escritura como interpelación (2004), García Montero atacó una y otra vez la dicotomía burguesa nacida con el Romanticismo entre la esfera pública y la privada, que generó la falacia de una doble opción. Ambos extremos habían terminado reificando esa oposición: vanguardistas sacralizadores de lo privado y socialrealistas sacralizadores de lo público. Discurso amoroso y ethos público convergen en la poética del autor como forma de reivindicación del carácter histórico de toda producción discursiva humana.

 

LA INVENCIÓN DE LOS PRECURSORES

Existen notorias diferencias entre los abordajes críticos elaborados por un escritor –un crítico practicante, en términos de T.S. Eliot– y aquellos producidos por un crítico universitario a secas. Según diferentes teóricos de la metacrítica, las divergencias se concentran en las marcas de subjetividad, en la influencia que este tipo de lecturas de autor puede ejercer en el mapa de la tradición literaria, en la historia de la recepción de ciertos textos, en la formación de un canon regional y en la consolidación de un nuevo público. El narrador argentino Ricardo Piglia responde de este modo a la pregunta ¿qué uso de la crítica hace un escritor?: «Un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que se desvía y ficcionaliza: hay un exceso en la lectura que hace Borges de Hernández o en la lectura que hace Olson de Melville o Gombrowicz de Dante; hay cierta desviación en esas lecturas, un uso inesperado del otro texto»[7]. El crítico-escritor lleva a cabo una operación de sobreinterpretación de los textos mediante una lectura excéntrica y renovadora. Analiza, crea, inventa, ilumina, oscurece ciertas zonas que lo emparientan con su propia escritura, con su concepción personal de lo que es escribir, y en cierto sentido, hace dialogar su crítica con su ficción.

Luis García Montero, como profesor universitario y teórico de la literatura española, responde a este dictado. Basta revisar algunos de sus volúmenes ensayísticos para identificar qué le interesa poner de relieve en la obra de los autores que aborda, casi siempre bloques conceptuales que luego descubrimos centrales en el edificio de su propia literatura. Como señalara Jorge Luis Borges en el ensayo «Kafka y sus precursores» (1952) incluido en Otras inquisiciones, cada escritor inventa sus genealogías, es decir, escribe su obra junto con su pasado, ordena la tradición con la que se siente afín y, en cierto sentido, la procrea para dar y darse una identidad.

 En El sexto día. Historia íntima de la poesía española (2000), García Montero se dedica a «estudiar la definición poética e histórica de la intimidad»[8] y a reflexionar sobre «las distintas concepciones históricas con las que algunos poetas, a lo largo del tiempo, han valorado su intimidad»[9]. Más que rastrear en Quevedo las incomodidades existencialistas o posmodernas prefiere señalar las razones de su incomodidad, de su exasperación a la luz del momento histórico que le tocó transitar. Este abordaje crítico es un modo de ejercitar la conciencia vigilante de todo individuo que, aun siendo capaz de mantener la independencia de su mirada, puede también comprender la mentira de sus libertades naturales en tanto condicionamientos histórico-materiales ligados al contexto vital.

En el capítulo dedicado a Manrique («Jorge Manrique y las dos muertes con sus dos verdades») destaca la presencia del mar como alegoría vital, la conexión entre la muerte y el agua: cuando hablamos sobre el pasado, la presencia de la vida y la presencia de la muerte, «afloran a menudo en las conversaciones algunos de los versos de Manrique (…)  sobre la manera que tenemos de idealizar el pasado o sobre la fuerza simbólica del mar para provocarnos una intuición del final de la existencia, porque los ríos personales se diluyen en la nada»[10]. Escribirá el poeta granadino en los melancólicos versos finales de un poema localizado en Buenos Aires que «es el tiempo/ agua que nos fabrica y nos deshace» («Intento, sin compañía, de rehabitar una ciudad», LFF). Las alusiones marinas y fluviales están casi siempre relacionadas con reflexiones históricas o trascendentes, en la senda del tópico latino del vita flumen, y complementan las tramas de inmediatez cotidiana, más narrativas, que transcurren en los escenarios urbanos, según veremos más adelante.

En el capítulo dedicado a la lírica humanista y melancólica de Garcilaso de la Vega, García Montero elige analizar un poema no muy conocido, el Soneto XXXIII dedicado A Boscán desde La Goleta. Ensalza la doble natura del vate militar:

El soldado Garcilaso de la Vega es capaz de acompañar al Marte moderno en una aventura africana que iguala e incluso supera las antiguas glorias de los clásicos, las batallas que Escipión dirigió contra Cartago. El amante Garcilaso de la Vega sufre un arrebato de celos, se reconoce un ser de carne y hueso, vive a costa de deshacerse, identificando su futuro con el de una ciudad de la que solo ha quedado el nombre. Es verdad que el soneto desarrolla un tópico, el consuelo que le ofrecen unas ruinas al dolorido amante (…) Pero este argumento se llena de matices en manos de Garcilaso, invitándonos a meditar sobre los nuevos cauces de la subjetividad, sobre el amor y sobre la conciencia poética. La paradoja íntima del soldado amante, la figura del hombre que puede cumplir con su deber porque domina sus sentimientos, marca las nuevas relaciones con la individualidad moral, con el tiempo, con la Historia, y también con la poesía[11].

La reflexión amorosa ante la majestuosidad de un conjunto de ruinas clásicas da cuerpo a uno de los poemas más celebrados de Montero en que el yo poético interpela con un  a su compañera sentimental del momento, pero también a su yo futuro al indagar qué sentirá leyendo los poemas de amor de aquel presente: «Pero al correr del tiempo,/ cuando dolor y dicha se agoten con nosotros,/ quisiera que estos versos derrotados/ tuviesen la emoción/ y la tranquilidad de las ruinas clásicas» («Cabo Sounion», CV).

Del capítulo dedicado a la literatura española de la Ilustración destaca García Montero la figura de Juan Meléndez Valdéz. Es el capítulo del pacto social, de la confianza depositada en la posibilidad de reconciliación de espacio público y privado sin la sensación de malestar en la cultura derivada del sometimiento de los propios instintos en favor de la armonía colectiva de la que hablara Sigmund Freud en su homónimo ensayo de psicología social. La cultura ilustrada buscó una nueva respuesta a la voz del cuerpo y las pasiones, para afirmar su legitimidad, al margen de cualquier definición sacralizadora, y para conducir los impulsos «de esta realidad carnal a los intereses de unos proyectos sociales que pretendían armonizar las exigencias del deseo subjetivo y de la felicidad pública. Las formas de la conciencia moderna imponen así, en un proceso de madurez paradójica, el reconocimiento de las pasiones y su privatización»[12]. Esta confianza la intuimos principalmente en dos de sus poemarios, Habitaciones separadas (1994) y Completamente viernes (1998). El optimismo se va diluyendo en libros sucesivos y alcanza su sima en el volumen de poemas en prosa Balada en la muerte de la poesía (2016) y en el desasosegante inédito A puerta cerrada (2011-2016) del que hablaremos más adelante, pasando previamente por el tamiz crítico de poemarios anteriores, con ajustes de cuentas y balances vitales de, por ejemplo, Vista cansada (2008).

El mar, imagen polisémica en la lírica monteriana, adquiere otra simbología en el capítulo dedicado a José de Espronceda. Allí será el símbolo de la libertad que cifra las contradicciones y fracasos de la Modernidad: al escribir la Canción del pirata, protagonizada por un marginado de la realidad, decide ajustar cuentas con el presente y señalar las contradicciones de su época. La Canción del pirata revela el romanticismo de Espronceda «por la libertad métrica, por la utilización flexible de un lenguaje directo, sin convencionalismos, y por el protagonismo de un héroe contemporáneo que, lejos de las brumas medievales, asume el fracaso del contrato social y busca la libertad en un símbolo inventado por la literatura de su siglo: el mar, el mar azul como patria del viento»[13]. El mar romántico permite huir de la sociedad, entendida como cárcel.

El crítico-practicante granadino ilumina otros ángulos de una tradición poética cuyos hilos incorpora a la urdimbre de su propia textura poética: la «épica de la intimidad» en las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, la silueta del artista moderno sumido en la contradicción de un trabajo entendido como un heroísmo «que no puede convivir ni con los giros de la multitud ni con las reglas del lenguaje convencional (…) En medio de la sociedad industrial, rodeado por el pragmatismo burgués y por los billetes de banco, buscó un ideal poético, una nueva divinidad. Pero (…) nunca olvidó las ruinas de Toledo»[14]. Alumbra también la voz intimista, reflexiva y conversacional del yo en Antonio Machado, y la convivencia entre soledad y deseo en la poética de Luis Cernuda, a la que califica de soledad compartida aplicándole las etiquetas de sus propios periplos y búsquedas poéticas. En Cernuda se plantea un diálogo tenso y matizado entre la realidad y el deseo pues se «alude al enfrentamiento romántico entre los sueños del yo y la realidad»[15]. No es otra cosa que el estado de rêverie (del francés, ensueño) o el sueño diurno definido por Freud: en la poesía de García Montero accedemos a las fantasías despiertas de un yo poético que se aferra a ellas como forma de compensación sustitutiva de una realidad que no casa con el deseo. Se trata de guiones imaginarios en estados de vigilia que, en cierto modo, permiten concretar en la imaginación los deseos incumplidos con cierta indulgencia ante la censura: «Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,/ hicimos mil proyectos, paseamos/ por todas las ciudades que te gustan,/ recordamos canciones, elegimos renuncias,/ aprendiendo los dos a convivir/ entre la realidad y el pensamiento. (…) Así he vivido yo,/ como la luz del sueño/ que no recuerdas cuando te despiertas» («Aunque tú no lo sepas», HS).

El caso de García Montero ejemplifica la inadecuación del peyorativo empleo que a veces se hace de la condición del poeta-profesor, revelando lo prolífico de la reelaboración creativa de la tradición literaria a partir de su estudio y conceptualización académica, ámbito en el que Pedro Salinas es también un antecedente notable. Sin embargo Rafael Alberti, cuya obra García Montero ha estudiado en detalle en su tesis doctoral, mostraba en 1987 reticencias ante este doble oficio en el prólogo que escribe a Diario cómplice: «Yo suelo sentir algún temor de los poetas profesores, de esos que diariamente son obligados a dictar clases a sus alumnos. A Luis no lo conozco en ese trance, ni me lo imagino. Allí estará bajando de sus concretas musarañas a la realidad inquietante de sus discípulos»[16].

Para finalizar este apartado me detendré en las herencias, homenajes, filiaciones e intertextos que la crítica ha reconocido en la obra de Luis García Montero y que no hemos mencionado hasta ahora.

Nuevamente Laura Scarano recorre con meticulosidad los referentes y precursores reconocibles en su libro La escritura como interpelación. Allí se detiene en lo que ella bautiza como mirada genealógica, que es por donde emerge el impulso por reescribir la tradición, asumiendo primero la lección de los clásicos (las voces de Manrique, Garcilaso, Espronceda y Bécquer entre otras muchas), la de Garcilaso (uniendo las dos esferas mencionadas, del deber y el sentimiento), pero también la poesía anacreóntica (Cadalso, Meléndez Valdez) que articula un registro del placer corporal, el vino, la sexualidad y el bienestar físico, para luego posicionarse ante la Modernidad, el Romanticismo, las Vanguardias y la Generación del 27.

Fundamental es la identificación de lo que Scarano denomina la marca social, es decir, una opción poética que busca refundar el realismo, bajo la tutela machadiana de temporalismo y heterogeneidad, recuperado por los poetas del 50, con la consecuente reivindicación de los primeros poetas sociales, pero especialmente de Gil de Biedma y de Ángel González. Allí se lee la convergencia de sentimientos individuales y valores colectivos, puesto que «la ética debe convertirse en el territorio de confluencia entre la biografía y la estética del individuo»[17]. De Antonio Machado y Miguel de Unamuno, García Montero recupera la mirada fenomenológica, la interpretación íntima (intrahistórica) de la realidad, la cadencia de un tono conversacional, menor y meditativo: «Montero piensa una poesía que supere el monólogo para aceptar la máxima machadiana de la esencial heterogeneidad del ser»[18]. Imprescindible es la identificación de lo que Scarano metafóricamente bautiza como «la herida social de la posguerra», que decantó en un proceso de normalización y cotidianización de la poesía, heredero de las marcas del coloquialismo de El mal poema de Manuel Machado y del prosaísmo de Campoamor, junto a la militancia social que comenzaron a transitar poetas como Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro.

En su prólogo a Cincuentena, que lleva epílogo de Joaquín Sabina, la crítica argentina indica que la obra de García Montero bucea en la educación sentimental recibida durante la larga posguerra «rescatando las mejores voces de la tradición lírica culta y popular, reescribiendo la herencia de los autores fundacionales que forman su biblioteca, pero también las canciones de los cantautores que nutrieron el imaginario pre y posfranquista español»[19]. Juan Carlos Abril se ha concentrado en editar y analizar la poesía cancioneril del escritor. Señala que críticos como Naval, Soria Olmedo, Rico, Badía Fraga «han señalado suficientemente las relaciones existentes entre el Diario cómplice, el Canzoniere y, más incluso, con la obra lírica completa de Garcilaso de la Vega, a través de su petrarquismo»[20]. Por su parte, Andrés Soria Olmedo considera Vista Cansada como ejemplo de «Confesional Poetry del siglo XX»[21] y reconoce homenajes a la lírica hispanoamericana, especialmente a Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges.

 

LA CIUDAD LÍRICA. DEL ANONIMATO A LA EPIFANÍA AMOROSA

¿Qué representaciones del espacio urbano predominan en la lírica de Luis García Montero y qué significaciones adquiere la experiencia humana inserta en los vertiginosos conglomerados citadinos, con sus intercambios efímeros y sus tránsitos anónimos? Circula todavía entre la crítica la caracterización de la poesía monteriana como una poesía realista y figurativa, de circunstancia, que privilegia objetos y situaciones de la vida cotidiana previamente ajenos a la lírica en la que descuella «la imagen del rascacielos, espada de cemento, poderoso falo moderno condenado a mantenerse siempre inútilmente enhiesto mientras rinde pleitesía a la ninfa ingrata de los bares»[22]. Aunque es verdad que su poesía reproduce estos escenarios, convertidos ya en una cifra reconocible de su estilo, también es cierto que esos frisos de contemporaneidad que pincela buscan revelar nuevos modos de intercambio humanos y afectivos que trascienden la circunstancia anecdótica.

Señala Laura Scarano en su antología Poesía urbana que la lírica monteriana «privilegia el modo íntimo y privado en que se viven los asuntos públicos, que lleva la calle a la casa y abre la alcoba a la plaza, sin sentir esos espacios como opuestos y separados»[23]. Y Felipe Benítez Reyes da en la clave del «realismo singular» (o realismo en singular, según la propia Scarano) del autor, manifestando que en poesía no existen aproximaciones o alejamientos a la realidad, sino utilizaciones diferentes de la realidad como materia poética, y que el revuelo que formó en su día un endecasílabo juvenil como «Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi» incluido en Diario cómplice fue adoptado como caballo de batalla para descalificar a la Poesía de la experiencia:

…mucha gente quiso ver el grado de trivialidad que había alcanzado la llamada Poesía de la experiencia, limitada –decían algunos– a contar anécdotas con el mismo grado de complejidad retórica con que se cuentan las anécdotas en la barra de un bar (…) Y no queda más remedio que preguntarse por el motivo de esa capacidad de amplificación crítica que adquiere un verso en principio inocente, un verso que se limita a servir de llave para el desarrollo de una reflexión de índole amorosa. El núcleo del conflicto está sin duda en la palabra taxi, quizá porque hay poetas que aún van en busca de su amada en una carroza tirada por caballos muy blancos, de manera que la referencia a un taxi no pueden interpretarla sino como una vulgaridad y como una falta de respeto a los códigos líricos del amor cortés. Y es que, por raro que parezca, hay poetas en el siglo XXI que siguen pensando que es más poético un palacio que una parada de autobús (…) García Montero, a partir sobre todo de las ideas estéticas que desarrolla Baudelaire en torno a la función de la ciudad como ámbito poético, opta, desde sus primeros poemas, por escenarios urbanos y contemporáneos, por taxis y por bares de madrugada, por autopistas y merenderos de carretera. Nada de carrozas, en fin, ni de palacios, precisamente porque su voluntad es la de situarse en el presente de la historia, no en el anacronismo de los espacios poéticos tradicionales[24].

En este mismo tren de desmantelar tópicos de la lírica precedente irrumpe la figura de la musa vestida de vaqueros, nueva amada enaltecida por yo lírico monteriano que da título a uno de los ensayos más radicales donde el escritor precisa sus coordenadas históricas y estéticas: «los primeros años del posfranquismo y la posdictadura, la transición y la década entera de esos dulces 80»[25]. Las libertades conquistadas en el territorio de la vida política irán de la mano de la renovación de los temas literarios.

Pero yendo un poco más allá de la voluntad de actualidad histórica que manifiesta nuestro poeta al seleccionar objetos, vestimentas y escenarios, me interesa reflexionar sobre el significado que adquiere la experiencia urbana para los personajes que habitan su poesía. Mi hipótesis es que la lírica de Luis García Montero demuestra que los supuestos no lugares de la modernidad son en realidad lugares antropológicos gracias a experiencias de intercambio amoroso que han cambiado de códigos (incorporan el desplazamiento, la velocidad, los medios remotos de comunicación) pero que no por ser transitorios o «líquidos» dejan de ser epifánicos ni de posibilitar vínculos humanos significativos, factibles de ser recreados por la memoria y de trascender por la poesía. Son espacios que sí pueden configurar la identidad individual porque la ciudad reelaborada en su lírica es una ciudad cómplice y no una ciudad aséptica ante los sentimientos de sus habitantes. Que el «único capital auténtico» sean los «goces fugaces y momentáneos»[26] de las transacciones que posibilita no le resta espesor a la vivencia[27].

Marc Augé, profesor de antropología y etnología de l’Ecole des Hautes Études en Science Sociales de París, en su libro Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (1992), caracteriza los no lugares como espacios contemporáneos de confluencia, anónimos, donde personas en tránsito deben convivir durante algún tiempo de espera (salida del avión, tren, metro, salas de espera). Apenas permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encontrarán[28]. Los no lugares, según Augé, convierten a los ciudadanos en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar y son simbólicos de la condición humana actual. El usuario mantiene con estos sitios una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad. A partir de las reflexiones de Chateaubriand, Baudelaire y Benjamin, Marc Augé inaugura el estudio de una antropología de la sobremodernidad que podría ser también una etnología de la soledad de la condición humana contemporánea por la generación de una perenne sensación de desarraigo. De este modo, «la sobremodernidad impone a las conciencias individuales experiencias y pruebas muy nuevas de soledad, directamente ligadas a la aparición y a la proliferación de no lugares»[29]. Al no-lugar, Marc Augé opone el lugar antropológico, denominado por Maurice Merleau-Ponty espacio existencial: se trata de esta construcción concreta y simbólica constituida por los lugares que tienen sentido porque fueron cargados de este por las personas que los habitaron. Estos sitios tienen por lo menos tres rasgos comunes: se consideran identificatorios, relacionales e históricos. Allí existen puntos de referencia vinculados a la historia de sus habitantes. De esta manera «se crean las condiciones de una memoria que se vincula con ciertos lugares y contribuye a reforzar su carácter sagrado»[30].

Es precisamente la voluntad de convertir los no lugares urbanos en espacios existenciales o antropológicos la que guía el proyecto poético de Luis García Montero: «Con Las flores del frío busqué los lugares de calor individual en los códigos fríos y homologadores de la vida urbana. La soledad de las ciudades depende de un vacío que llena los hábitos de vida»[31]. El autor eleva a exemplum de desconexión humana el acto de viajar en ascensor junto a la vecina extraña de la que no sabemos ni su nombre aunque duerma a pocos metros de nuestra cama. Uno de los procedimientos fundamentales que la lírica monteriana aprovecha para generar un lazo afectivo entre espacios urbanos transitorios y sujetos que los atraviesan es el uso de la personificación-animización de elementos y fenómenos urbanos. Hay en su poesía ciudades donde «tiritan todos los semáforos» y donde «sopla la brisa de los taxis («Invitación», DC), calles donde «acuden los taxis con mirada/ de perro cazador» («La ciudad de agosto», CV), barrios donde «pueden encontrarse/ relojes que se paran en la última copa,/ la luna sobre un taxi/ y todos los poemas que te escribo», donde existen «bares como descuidos en la lluvia» que ofrecen al yo poético «un lugar/ con sus sillas vacías,/ sus huecos en la barra/ y sus botellas firmes como viejos soldados» («Un bar no es una patria… », UIP), se recortan miradas inolvidables «desde la ventanilla del último autobús» («Paseo marítimo», EJE), hay transeúntes que se detienen en «un punto en la estación/ del Metro» o que vuelven «con la prensa,/ triste de corazón,/en un sucio autobús sin recompensa» («Égloga de los dos rascacielos», RC), amantes que clandestinamente se refugian en una casa de suburbio: «bajo una lluvia fría de polígono,/ con un cielo drogado de tormenta/ y nubes de extrarradio.// Porque este amor de llaves prestadas nos envuelve/ en una intimidad provisional,/ paredes que no hacen compañía/ y objetos como búhos en la sombra» (XXVI, Libro II, DC). De este modo, el tópico aurisecular y romántico de la «identificación del hombre con la naturaleza a través de la correspondencia de sentimientos y temperamentos emocionales, aparece en esta poesía reescrito»[32], y lo vemos muy claramente en la «Égloga de los dos rascacielos» donde, con el mismo molde de la égloga garcilasiana, el cronotopo vira desde el locus amoenus bucólico hacia los contornos urbanos de una ciudad homologable con Madrid. Allí, ante la «dolida visión de un amor no correspondido, el lector y el poeta identificados con la ciudad, experimentan un sentimiento unánime (…) el tono se vuelve íntimo y coloquial de esta visión celebratoria pues se apoya en la aceptación de la cotidianeidad del vivir urbano»[33]. Los lugares citadinos resultan investidos por la huella del encuentro amoroso materializado en esos espacios y entonces dejan de ser sitios anónimos. Las ciudades son circuitos prolíficos para los afectos[34].

A pesar de los vacíos, distancias y esperas, el amor se hace posible en las ciudades con prisa. Los objetos empatizan con la peripecia de los amantes: «la ropa que te pones y me quitas,/ los taxis en que viajas cada noche,/ sirena y corazón de los taxistas,/ las copas que compartes por los bares/ con las gentes que viven en sus barras./ Recuerda que yo espero al otro lado/ de los tranvías cuando llegas tarde,/ que, centinela incómodo, el teléfono/ se convierte en un huésped sin noticias,/ que hay un rumor vacío de ascensores/ querellándose solos, convocando/ mientras suben o bajan tu nostalgia./ Recuerda que mi reino son las dudas/ de esta ciudad con prisa solamente» (XXV, Libro I, DC). Estos periplos urbanos del amante definen, para Scarano, cartografías amorosas: las señas de identidad de su sujeto amoroso «están ancladas en nombres de ciudades, propias y apropiadas, con la aclaración de domicilios particulares o direcciones significativas que pertenecen al autor empírico. Fundamentalmente son dos: Madrid y Granada. (…) constituyen una cartografía amorosa que lo convierte en viajero frecuente, ya sea por aire o por tierra»[35].

Las ciudades pueden ser, además, construcciones mentales a partir de la historia que liga a sus habitantes con ciertos espacios de la infancia: en su libro de prosas Una forma de resistencia (2012), el autor manifiesta que «las ciudades son una alegoría»[36] porque somos un palimpsesto, evocando así las reflexiones de semiótica urbana que en Le città invisibili despliega Ítalo Calvino:

Al abrir un libro de García Lorca que conservo desde mi adolescencia, encuentro un billete de tranvía. Es un papel pequeño, delgado, lleno de letras y de mañanas de domingo. Un tranvía pasa junto a los escaparates, con temblor eléctrico de maderas, campanas y caballos mutilados. Detrás de ese billete hay un barrio, una estación, un río, unas alamedas y los arañazos del niño que jugaba a tirarse de un vagón en marcha. Las ciudades se esconden en cualquier sitio. Aprenden a cambiar de domicilio con nosotros para no desaparecer, el mundo es respirable y permanece gracias a su fugacidad. Los dedos de la identidad tienen restos de pegamento Imedio[37].

Volviendo a la lírica del autor, a cada página constatamos que allí reinan la actualidad y el momento presente: imágenes del mundo del consumo, realidades de tránsito, intersecciones, pasajeros, viajeros, destinos y caminos. Todo ello, con sus discursos correspondientes. Como señala Augé, «los no lugares de la sobremodernidad tienen una forma particular de discursos que los proponen, en general están en modo prescriptivo (tomar a la derecha), prohibitivo (prohibido fumar) o informativo (usted entra en el Beaujolais[38]. Y recrea esta escena de un pasajero ya sentado en el avión: «Un poco soñoliento, Juan Pérez dejó la revista. La inscripción Fasten seat belt se había apagado. Se ajustó los auriculares (…) estaría por fin solo»[39]. Una escena similar, pero en compañía, resulta poetizada por García Montero en el libro Habitaciones separadas (1994), con su formato habitual de microhistorias de la vida privada: «rogamos hagan uso/ del cinturón, no fumen/ hasta que despeguemos,/ cuiden que estén derechos los respaldos,/ me tienes que llamar, de sus asientos» («Life vest under your seat», HS). Este poema recrea «el tema tradicional de la despedida de los amantes en un marco poco propicio para el lirismo, pero en el que el lenguaje aséptico de las normas de aviación va adquiriendo connotaciones afectivas»[40].

Por otra parte, los objetos producidos en serie que para Walter Benjamin podían ser considerados fetiches desprovistos de aura, en la obra de García Montero recuperan su dignidad al contacto con la vida de sus propietarios. Recordemos que en El libro de los pasajes Benjamin sostiene que la industria transforma a la naturaleza a través de la técnica y que la vence para satisfacer la comodidad de los hombres, pero que los objetos industrializados pierden su singularidad porque son producidos en serie. En las antípodas de este razonamiento, en Una forma de resistencia (razones para no tirar las cosas), el poeta granadino argumenta que «Las cosas son vigilantes del recuerdo»[41], que «las cosas son un relato, un curso abreviado de filosofía, una forma de cuidado»[42]. Y dedica un capítulo a cada uno de estos elementos (la mayor parte de ellos, objetos) que a priori podrían resultar prosaicos, pero cuya singularidad queda en evidencia tras el relato de las experiencias a ellos asociadas: la copa, jersey, butaca, espejos, bolígrafos, gafas, monedas, ducha, ropa, sandalias, relojes, nevera, el disco, Goya, cosas perdidas, el libro, sillas, brasero, el periódico, la torre, la cama, cuadernos, la mesa, despertador, el billete, la escoba, chapuzas, cajas vacías, la fotografía, el muñeco Fray Leopoldo, pensadores, la entrada, billetes de aviones perdidos, la correspondencia, el recordatorio, los carnés, los libros de mis hijos, el televisor, las cartas, la nieve, las flores, la corbata de Alberti, la soledad, otras cosas que faltan, la postal, memoria de madera, la rama, los posavasos, el móvil, el estado de las cosas.

Hay dos gestos que parecen dominar la relación problemática que el sujeto construido en la poesía contemporánea establece con la ciudad que escribe:

El gesto antagónico, de raigambre moderna, diseña un sujeto enfrentado a una ciudad hostil y opresiva, tensando la polarización de binarismos (urbano/rural, artificio/naturaleza, cantidad/calidad, opresión/libertad, deshumanización/humanidad) (…). El gesto cómplice, por el contrario, dibujará no ya un sujeto frente a la ciudad hostil, sino un ego urbano, una identidad originada y originaria de la ciudad con huellas indelebles de pertenencia. La ciudad se presentará como médula del habitar del hombre, para convertirse en un actor social más del discurrir poético[43].

Sin duda, Luis García Montero convierte a las ciudades en cómplices de la voluntad y de los afectos de sus habitantes, incluso en sus rincones menos acogedores, construyendo una ciudad lírica mucho más amable.

CRISTAL Y OLVIDO. DESTREZAS DE LA IMAGEN EN LA POÉTICA MONTERIANA 

Al estudiar las modalidades de la expresión poética de Luis García Montero gran parte de la crítica viene subrayando su sencillez léxica, el tono conversacional, la comunicabilidad, las palabras que tienen «esa flexibilidad de lo usado (las palabras de familia gastadas tibiamente, de que habló Gil de Biedma)»[44], el desinterés por «la belleza de la expresión»[45], la «formulación cabal mediante un lenguaje consistente y accesible»[46]. El mismo autor confiesa su concepción del poema como espacio público, sin las rarezas de un idioma diferente al de la sociedad en la que viven: la palabra poética no debe ser ajena a la lengua de uso.

Pero hay otra campana crítica, minoritaria, que llama la atención acerca del espesor imaginístico en su lírica. Antonio Jiménez Millán habla de «imágenes que sorprenden y, a veces, asombran, pero que nunca pierden de vista un espacio habitable que permita el reconocimiento»[47], José Luis García Martín califica de  «engañoso el realismo de esta poesía, muy deudora del surrealismo, llena de imágenes irracionales, aunque a menudo enmascaradas por un léxico cotidiano»[48]. Felipe Benítez Reyes se concentra en su primer libro, Y ahora eres el dueño del puente de Brooklyn, que «funde la fascinación por el García Lorca de Poeta en Nueva York (…) ya está el García Montero que reflexiona sobre la experiencia amorosa (…), que ensaya imágenes arriesgadas (de corte irracionalista, aunque de raíz simbolista) como método de aproximación a la realidad»[49].

Me interesa exponer en los párrafos que siguen mi convicción de que la imagen monteriana no opera a nivel del extrañamiento léxico ni de la afectación de la sintaxis, sino en el plano de la asociación semántica de realidades lejanas pero hermanadas por la analogía y la sugerencia. Su poética persigue el salto hípico del que hablaba Lorca, quien definía a la imagen como aquella figura capaz de «unir dos mundos antagónicos por medio de un salto ecuestre que da la imaginación»[50]. Sin duda, desde su primer poemario García Montero ha poblado sus versos de una imaginería novedosa, no para practicar piruetas gratuitas sino como soportes formales de su visión del territorio de los afectos del que hemos venido hablando. Así, la lírica de nuestro autor acuña analogías imaginativas como «Desde ignotos confines,/ saltan cosiendo orillas los delfines» (II, «Las nostalgias del marinero», RC); «un alba rayada/ se desploma en la espalda violeta de Granada» («Nocturno», RC), «sin ti sufren las horas/ como barcos anclados en el hielo» («Nuevo canto a Teresa», LFF); «corazón,/ primitiva cabaña del deseo» («Invitación al regreso», DC); «el alga de la luz en el vestíbulo» («Intento… », LFF); «La vida tiene pétalos/ y un rosal donde tiemblan las historias» («Canción deshojada», LIS), «la intimidad/ necesita una araña que teja sus silencios» («Infancia», VC), «Mi corazón de búho/ lo reciben sus piernas» («Sonata triste…», EJE); «la noche baja/ a sentarse en las plazas por la noche./Son/ las cotizadas sillas del crepúsculo» (X, Libro II, DC); «ese castillo en alto/ que mis muslos coronan como un lago de niebla» (XI, Libro I, DC). En estas imágenes no intervienen cultismos léxicos ni retorcimientos sintácticos pero se ponen en diálogo realidades remotas como las duplas intimidad/araña, delfín/costura; corazón/cabaña o silla/crepúsculo que desafían a un lector atento a indagar los sentidos sugeridos por un mundo edificado de palabras. Como precisaba García Martín, se trata de un realismo engañoso.  

El corpus se amplía si enumeramos la retahíla de sofisticadas imágenes de Rimado de ciudad, motivada en parte por la reescritura de clásicos renacentistas como Garcilaso o Manrique: el rascacielos es una espada de cemento, el pubis femenino es la arruga triangular de sus vaqueros, los sentimientos que motivan los lamentos de las dolidas arquitecturas edilicias son la bárbara caricia de los celos y el revólver humano del olvido, y el locus amoenus del atardecer urbano es retratado así: «La luz cobarde/ huye llorando lágrimas violetas./ De rosa el horizonte en rojos arde,/ las estrellas deshacen sus maletas,/ se le cierran los ojos a la tarde,/ mientras que vigilando su fortuna,/ abre los suyos la impaciente luna» («Égloga de los dos rascacielos», RC).

La imagen en la lírica de García Montero debe ser entendida como heredera de la concepción de las primeras vanguardias, como un método tanto de aprehensión como de creación de realidades, herramienta cognitiva de valor epistemológico y demiúrgico (como querían Vicente Huidobro y Pierre Reverdy), y no como un mero artefacto decorativo nacido para el derroche del ingenio verbal. De esta pérdida de la capacidad analógica constructora de mundos se lamenta el yo poético de Balada en la muerte de la poesía (2016): «Los adjetivos tienen el miedo de los perros abandonados. (…) Digo nubes y son la consecuencia de la evaporación. Digo mar y es agua salada. El cisne no parece una pregunta blanca ni navega impasible por esta casa que ya no puede confundirse con un lago. (…) Los piratas no son más que piratas» (VI, BMP). En el siglo XXI la poesía ha perdido la imagen: el cuello soberbio del cisne dariano no semeja ya un signo de interrogación porque se ha quedado en la pobreza del nivel denotativo.

García Montero aplica a sus poemas imágenes y técnicas de corte vanguardista cuando le conviene, pero existe un cortocircuito ideológico en lo que concierne a los principios que rigen la ruptura vanguardista con el lenguaje, motivada por la idea de pureza deshumanizada: la autonomía estética  de una vanguardia radical conllevaría una renuncia a intervenir en los códigos de la realidad. Esta sería una razón para explicar por qué el escritor granadino no se reconoce deudor de la primera vanguardia española pero sí de la segunda (es decir, de la Generación del 27).

La llamada primera vanguardia española dirigió su acción casi exclusivamente a los problemas del lenguaje, sin apenas tocar en lo fundamental el status social de los objetos. Fue ante todo una crítica alternativa a los lenguajes vigentes, la puerta de acceso utilizada para introducir sus proyectos de modificación parcial de la ideología artística. En España, el Ultraísmo recogió los deseos de adoptar un espíritu higiénico propugnado también por el manifiesto antiartístico catalán, que perseguía la fundación de un arte nuevo, experimental, de laboratorio. La estética de la jovialidad, inaugurada en España por los poetas del Ultra –con la  influencia precursora de Ramón Gómez de la Serna– va a ser predominante en la producción artística de los años veinte. El clima de optimismo de los felices veinte irá lentamente en declive y será cancelado durante los años treinta, con las exigencias de rehumanización de la poesía en un entorno de agitación social post-dictadura de Primo de Rivera y a las puertas de la Guerra Civil que demandará una literatura más grave y comprometida[51].

En un segundo momento, cuando la Generación del 27 reelabora y aprovecha los frutos de la renovación vanguardista, García Montero ve en Alberti «el paradigma del poeta preocupado tanto por la realidad como por su lenguaje»[52]. La llamada Generación de Plata española dio un giro veloz hacia el neopopularismo, aunando tradición y vanguardia al acoplar su técnica a un repertorio tradicional y folclórico, especialmente en la obra de Alberti, Lorca o Diego. García Montero dirige un gesto de aprobación a los proyectos escriturarios de Lorca, Alberti y Cernuda por haber «sido capaces de completar la lógica de la vanguardia admitiendo precisamente sus deudas con la tradición»[53]. De esta forma, García Montero irá «del Ultraísmo al neopopularismo andaluz, del esteticismo purista a la experimentación surrealista y de ahí a los nuevos tonos sociales de su poesía política, para buscar una salida al individualismo rebelde de la vanguardia»[54]. El enaltecimiento de la lectura vanguardista de la tradición operada por la Generación del 27, de la que Luis García Montero se promulga heredero, es expuesto en sus ensayos El sexto día. Historia íntima de la poesía española[55] y en La palabra de Ícaro. Estudios literarios sobre García Lorca y Alberti[56].

Si nos remitimos a la teoría de la imagen y de la metáfora, fue en realidad esa primera vanguardia la que la sistematizó con rigurosidad y la ejercitó con furia. Jorge Luis Borges, formado en las filas del ultraísmo español, clasificó las imágenes según las sensaciones que afectasen y el medio intelectual abarcado. En los números 40 y 41 de la revista coruñesa Alfar distinguió nueve especies: la traslación que sustantiva los conceptos abstractos, la que aprovecha la coincidencia de formas, la imagen que sutiliza lo concreto; la imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, la imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio, la metáfora que desata el espacio sobre el tiempo, la imagen que desmenuza una realidad rebajándola en negación, la artimaña que sustantiva negaciones y la imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad[57]. Estos recursos fueron aprovechados por la Generación del 27 y, por esta vía indirecta, también por García Montero. Algunos ejemplos:

1)      Aprovechamiento de la coincidencia de formas: «un marinero vigilante nota/ que en el cielo le aplaude una gaviota» (II, «Las nostalgias del marinero», RC); «esta lengua de fuego que parte el horizonte, (…) multiforme y herida» (II, «A Federico…», EJE); «mientras la cicatriz de las trincheras/ se alarga en la mejilla de los campos» («Himno», PP); «Como un gato tendido,/ nos vigila tu ropa al final de la cama» (VIII, Libro I, DC); «Entre los árboles,/ el sol parece el ojo de un borracho» («Invitación», DC); «la edad del mar/ se parece a los pechos que respiran» (Libro II, V, DC); las nubes «son/ las sábanas más tristes de la tierra» (XXVI, Libro I, DC); una grúa lejana es «hermosa como un cisne» que «tiende su largo cuello y lo descansa/ sobre el alero gris del horizonte» («Invitación», DC).

2)      La amalgama de sensaciones (visual y auditiva, u otras sinestesias): «Se descalzan los días/ para pasar de largo sin que nos demos cuenta» (XX, Libro II, DC).

3)      La intersección de fijeza/fugacidad de tiempo y espacio: «Desde los arcos/ nos miraban caídos los párpados del tiempo» («Hospital de Santiago», EJE)

4)       La amalgama de conceptos concretos y abstractos: «beso la pólvora en tus labios/ con un viejo recuerdo/ a lucro y gasolina» («Aventura en la ciudad cerrada», PT); hay una sombra capaz de «abrir la cremallera despacio del silencio» («¿Quién eres tú?», PT).

La imagen monteriana –al igual que la albertiana de «Oda al billete del tranvía»– entabla analogías entre la naturaleza y objetos cotidianos y urbanos: el yo poético ve «casas rojas en el alba» que «parecen botellas ordenadas/ en la barra de un bar,/ selvas donde vivir/ de copa en copa» (XVII, Libro II, DC), compara «El horizonte» con «la barra sucia de un bar desconocido/ en la que nunca me podré apoyar» («Invitación», DC) y homologa también las matrículas automovilísticas con las gaviotas: «Empuja el viento ahora matrículas extrañas,/ como debe empujar indiferente/ gaviotas amarillas a los árboles/ cuando llega el otoño» (VII,  Libro II, DC).

García Montero utiliza otros dos hábitos frecuentes de la poesía ultraísta: la abundante utilización de imágenes enfiladas y la metaforización sobre el verbo cópula. La costumbre de componer poemas mediante imágenes enfiladas puede estudiarse en la lírica ultraísta de Isaac del Vando Villar, Adriano del Valle, Gerardo Diego (en particular en su poemario Imagen, de 1922) o Juan Las. Los ejemplos de metaforización sobre el verbo cópula en la poesía del granadino son numerosos: «Las palabras son cuevas en la velocidad» («El coche», CV), «Vivir es ir doblando las banderas» («Hombre de lunes con secreto», CV); «Las ventanas de hotel/ son a veces preguntas que se han quedado frías» («El mundo», CV), «el naranjo es un ruido de ascensores» («Antes de embarcarse… », UIP); «Nuestras vidas son los sobres/ que nos dan por trabajar» («Coplas a la muerte de un colega», RC); «soy/ un ciego que tantea por el túnel/ de tu mano» («Problemas de geografía personal», CV).

En los últimos poemarios del autor hemos identificado una operación de pasaje del cultivo de la imagen y la metáfora (frecuentes hasta Un invierno propio, de 2011) al símbolo. El empleo de este recurso es paradigmático en A puerta cerrada a través de la figura polisémica (oscura, hermética) del lobo, como veremos en las páginas que siguen.

BARCOS A LA VUELTA DE LA ESQUINA

En la obra de Luis García Montero la presencia del agua, tanto en cronotopos acuáticos (marinos y fluviales) como en sus diversas formas continentes (lágrimas, lluvia, aguanieve, líquidos corporales como sudor y esperma, bebidas, abluciones) se relaciona con procesos psicológicos, anímicos y de larga duración. Están asociados al tiempo, a la memoria, al sueño, la nostalgia, el deseo, la infancia, la procreación, la purificación, la muerte y la vida. Difieren de los cronotopos urbanos, que representan lo efímero, inmediato, cotidiano, rumoroso, real y tangible. Ambos son espacios complementarios que nutren la experiencia del yo poético; la dosis onírica que aportan las imágenes acuáticas se superpone a las urbanas, en un solapamiento de dos realidades que no se presentan enfrentadas.

La idea de navegabilidad del mundo es medular en la lírica del autor. Aire, tierra, calles, ciudades y árboles pueden ser territorios navegables: se les aplica literalmente este adjetivo, caro también a Rafael Alberti, quien en su poema «El ángel bueno” había evocado a un ángel que, cavando una ribera de luz dulce en su pecho, le había hecho el alma navegable. Escribe García Montero: «Tiembla el amanecer/ de la forma en que puede una pupila/ medirse con la tierra,/ palpar su corteza más húmeda,/ la sensación de calles navegables/ bajo las horas jóvenes del día» («Albada», LFF); «Ocurre como en todas las infancias,/ la mía tuvo un árbol/ preciso y navegable» («Infancia», VC) «Van a bajar los dioses de sus libros,/ alguien descubrirá que el mundo es navegable» («Irene», LFF); «la huella inacabada de los pájaros,/ lo que tienen de ajeno/ sus juegos en el aire navegable» (XIII, Libro I, DC). La atracción física es capaz de hacer irrumpir el mar en plena ciudad por la sola observación de la mujer deseada: «Pero solo la tarde/ puede acoger los pasos que se pierden,/ el desgastado azul de tus vaqueros,/ la ruta de los ojos y los barcos/ cuando doblas la esquina» (XII, Libro I, DC). El mar, más que una topografía, se presenta como un estado mental, un territorio de la fantasía, un espacio incorporado al yo desde las experiencias tempranas que permite la prescindencia del espacio físico y que puede proyectarse en cualquier momento y lugar. Por eso no sorprende la cantidad de imágenes que combinan elementos de extracción urbana y marítima: «Como un río, la tarde/ sobre los puentes de las autopistas,/ y en la espuma del mar desembocan los coches» («Si todo va bien», LIS); «La casa como barco/ en alta mar de junio» («Disciplina secreta», CV); «esta ciudad es mía,/ pertenece a mi vida como un puerto a sus barcos» («Pasear contigo», CV). También se homologan los muelles con los aeropuertos en Balada en la muerte de la poesía: «Igual que los viajes de ida en los muelles y en los aeropuertos. Nada, ni un himno, ni un recuerdo, ninguna libertad que llevarse a la boca» (V, BMP). Los cronotopos marinos conviven sin conflicto con los cronotopos urbanos y demás procesos experienciales de percepción de la ciudad moderna por el yo poético, convertidos todos ellos en lugares antropológicos.

Para Juan Eduardo Cirlot, el agua simboliza la «duración, vida, transformación, medida del tiempo»[58]. La idea de ciclo y regeneración por el agua figura en la poesía monteriana asociada a la presencia de los hijos, a estampas de paternidad: por ejemplo, en la mención a las señas de identidad de «Elisa, Irene, Mauro,/ cada cual con su puerto y con su lluvia,/ luces cambiantes en el mismo río» («Con espinas», VC) y en el consejo que el poeta-padre ofrece a su hija Irene: «la lluvia hay que vivirla en primera persona» (en «Irene mira por primera vez la lluvia», LFF), es decir, la niña tendrá que aprender a experimentar el tiempo que pasa como la lluvia que cae. El río es homologado con un vientre en una imagen del primer poemario del autor: «Al fin, libre tu carne ya, te lanzas a un vientre abierto que nunca has superado, mientras te hace feliz el frío acogimiento del último sentido» («Y Cuatro», II, DPB).

Muchos de los usos del elemento acuático en la obra de García Montero acusan las herencias de la tradición literaria aludida páginas atrás. El paralelo entre la muerte de los ríos que van a dar al mar y las vidas humanas es una reelaboración de las coplas manriqueñas, evidente en la inversión paródica de las «Coplas a la muerte de un colega» de Rimado de ciudad («Todo pasa, es aguanieve/ que se deshace en el suelo silenciosa,/ mientras que la vida llueve/ y se nos puebla de duelo/ cuando acosa», RC) pero también en un poema en que el yo poético evoca en soledad el ancho Río de la Plata y lo humaniza: «Los que vienen de fuera siguen viendo/ ese resumen ancho de todas las ciudades,/ ríos que de tan grandes/ ya no esperan el mar para sentir la muerte» («Intento, sin compañía, de rehabitar una ciudad», LFF). No podemos olvidar tampoco la poesía quevediana, en particular el juego conceptista de los versos «Mi vida oscura: pobre y turbio río/ que negro mar con altas ondas bebe» de su Heráclito cristiano, una imagen del río que ha circulado bastante por la poesía española desde Jorge Manrique a Dámaso Alonso (Miguel Hernández también ha reelaborado el tópico del vita flumen en su Cancionero y romancero de ausencias). Recordemos que Quevedo incorpora la alusión al Leteo, río del olvido, en su «Amor constante más allá de la muerte» que es mentado por García Montero «en los tranquilizados sueños que desembocan/ al río del olvido» («Canción 19 horas», LFF). Leemos un eco de esa certeza del triunfo del amor sobre la muerte-río del soneto quevediano en uno de sus inéditos, donde indaga lo que permanece después de la muerte: «Detrás de mí/ no están las caracolas./ Detrás del mar no está la tierra,/ sino el amor donde se escucha el mar» («Geografías», APC). Acerca del río heraclíteo y la percepción del trascurrir del tiempo, García Montero actualiza el tópico en clave irónica y urbana en Un invierno propio: «Nadie puede bañarse en lágrimas dos veces/ en el mismo aeropuerto,/ porque siempre hay aviones que despegan/ desde ningún lugar/ y que aterrizan en ninguna parte». («Hay aviones… », UIP) donde lo irrepetible no es el río o el tiempo sino la experiencia subjetiva de la despedida, la relevancia que pueda o no tener en la cartografía sentimental del viajero.

Del mar romántico de Espronceda, García Montero retoma la idea de la libertad, que siendo excesiva puede implicar naufragios: «Ebrio de potestad,/ feliz como el pirata de Espronceda,/ (…) A la luz de la lumbre, yo te cuento/ la historia de este joven navegante/ porque también me siento el tripulante/ de un barco que se queda a sotavento/ (…) mi vida es el camino que se trunca,/ mar y tierra en perpetua discusión» (I, «Las nostalgias del marinero», RC); «Quién no guardó un pirata/ debajo de su piel,/ quién no buscaba pólvora en la espuma/ del último espigón/ o escondía/ la boca del diablo sobre los rompeolas» («1966», PT); «La historia de mis días/ me ha hecho partidario de vivir/ largas noches de amor,/ y morir en naufragios repentinos» («La memoria se rompe como un mástil», UIP);  «Porque los sueños dejan/ igual que los naufragios algún resto,/ con maderas y cuerpos hundidos en las sábanas» («Invitación al regreso», DC).

Mención aparte merece el diálogo poético con la cosmovisión marítima de su maestro Rafael Alberti. La añoranza de una infancia náutica, el erotismo asociado a los fluidos corporales y la nostalgia de los espacios marítimos son temas de diálogo entre ambos, así como de homenajes muchas veces explícitos en epígrafes, citas y dedicatorias. Las canciones del temprano Marinero en tierra (1925) acusan la nostalgia del mar de la bahía de Cádiz, y «evidencian una distancia entre el pasado y el presente, la infancia y la juventud, la mar y la tierra. En torno a esta nostalgia por un mundo que falta. (…) Desde el texto inicial el poeta insiste en sus raíces marineras con un lenguaje evocativo (…) para proyectar emocionalmente la recuperación ideal de una infancia perdida»[59]. El título Marinero en tierra alude al deseo del que se siente desplazado, fuera de su lugar habitual, mientras que las carencias experimentadas durante el exilio argentino serán plasmadas en Baladas y canciones del Paraná (1954). En La palabra de Ícaro, García Montero habla de Marinero en tierra como un libro que canta la nostalgia del niño apartado del mar, evocador de una libertad dañada, que «encarna el exilio moral del poeta, del hombre que vive la sociedad contemporánea como una pérdida de libertades individuales»[60]. La otra orilla es el mundo perdido, el territorio de la memoria, la perpetua intersección e interferencia entre pasado y presente. La conexión entre mar, añoranza y memoria se refleja en muchos versos de García Montero: «Larga lengua de mar en mi memoria.// Bajo la luz francesa se recrean/el número vigía en los portales,/ la pequeña sirena reflejada,/ sus labios sobre el agua» («Invitación», DC); «Ahora,/ cuando pido la llave de la mía/ y el alga de la luz en el vestíbulo/ es lluvia rencorosa,/ vivo confusamente el desembarco/ de la melancolía,/ mitad por ti, mitad porque es el tiempo/ agua que nos fabrica y nos deshace» («Intento…», LFF).

Otra coincidencia entre la poética de ambos autores es la vinculación del agua con el erotismo y el mundo de la sexualidad. Como en los sonetos corporales de Entre el clavel y la espada en que Lola se hace ola de mar, García Montero asocia el oleaje del mar con los fluidos corporales, femeninos y masculinos, en numerosos pasajes: «Aquel temblor del muslo/ y el diminuto encaje, de vello traspasado,/ su resistencia elástica/ vencida con el paso de los años,/ vuelven a ser verdad,/ oleaje en el tacto,/ arena humedecida entre las manos» (X, Libro I, DC), «El mar/ que se cierra y se abre/ como un libro con páginas de espuma,/ nos sorprende en tu boca/ bajo tu cabellera dispersa entre mis muslos» (III, Libro II, DC). «Cuando acerco mi oído hasta tu cuello/ —igual que el mar se oye—/ puede oírse el amor. (…) // La ciudad sumergida nos espera» (II, Libro II, DC). También los topoi marítimos son evocativos de la infancia en ambos autores y en numerosas ocasiones constituyen el decorado que participa de recuerdos familiares: «De mi infancia recuerdo la bruma de los barcos/ y una luna deshecha, tatuada en el mar./ Cuando otra vez se posan/ en las playas del Cable y El Poniente/ las luces o los pájaros,/ he regresado aquí./ Quizás por eso tenga/ alquilado el recuerdo» («Paseo marítimo», EJE); «Estás en mí como un paisaje mío./ Me acompañan tus olas y tus barcos» («Hay hombres que parecen un paisaje», UIP). El mar es, además, ocasión para el descubrimiento de la soledad durante los veranos transcurridos en el Puerto de Motril:

…yo la conocí hace más de cuarenta años, (…) La soledad vino un día caminando por la bocana del puerto, se cruzó conmigo y me saludó. (…) Años más tarde me asomé al balcón de casa, y la vi sentada en un banco del Paseo de la Bomba (…) Estaba esperando a que yo saliese para caminar junto a mí por las orillas del río Genil[61].

Por último, enumeraré otros significados y funciones del agua en la poesía del autor. La lluvia puede ser usada como una metáfora de un amor pasajero: «Solo la lluvia deja/  una pasión equívoca/ en el banco vacío de los enamorados» («Para ponernos nombre», EJE); «Aquella casa no era mía./ Yo contraté la luz, el agua y las palabras./ (…) La lluvia que pregunta en la esquina por mí/ sabe que aquella casa no era mía» («Primer amor», VC). El mar es factor de purificación, indagación y transformación moral: «El mar nos cubrirá/ pero han de ser las huellas de un hombre más feliz/ en un país más libre» («El insomnio de Jovellanos», HS); «Exígele a la vida que te enseñe/ a distinguir el mar del oleaje/ que expulsa los desechos junto a las caracolas» («Las confesiones de Don Quijote», LIS) y puede ofrecer paréntesis de consuelo: «Esta playa nos cierra las heridas,/ deja que cicatricen los recuerdos dañados/ (…) No busco caracolas, ni peces, ni maderas,/ sino esponjas, el yodo, las manos que nos cuidan,/ la venda azul y el tiempo reposado./ Un hospital de claridad,/ una forma de luz este paseo» («Punta Candor», APC).

 

NUEVOS TERRITORIOS ANONIMOS: BALADA… Y EL INÉDITO A PUERTA CERRADA

Hace más de diez años, Laura Scarano sostenía que Luis García Montero se identificaba con el ideario ilustrado a partir de una reivindicación del hedonismo y de la felicidad, y recuerda que su poemario Completamente viernes se abre con una cita de Madame Émilie du Châtelet, la amante de Voltaire, quien escribió un discurso sobre la felicidad donde resume la utilidad del ser humano en la construcción de la felicidad pública y privada: «La clave del pensamiento ilustrado reside en esta idea de contrato (el poético, el pedagógico, el lingüístico, el matrimonial, el social). Los pactos regulan las libertades subjetivas con las reglas de convivencia»[62]. Sin embargo, los poemarios publicados con el nuevo siglo revelan un viraje espiritual que detecta Francisco Díaz de Castro en su artículo «Continuidad y cambio en la poética reciente de Luis García Montero» (2009). Aunque en La intimidad de la serpiente (2003) y Vista cansada (2008) no haya variado en lo esencial los planteamientos estéticos de Habitaciones separadas  y Completamente viernes, estos dos libros suponen «un mayor grado de distancia y desconfianza en la indagación de la propia intimidad»[63]. Hay una mezcla de perplejidad y de recelo ante los propios sentimientos y convicciones, un aire de balance, de ajuste de cuentas con la propia conciencia, y una constatación decepcionante del presente colectivo al iniciarse el milenio. Podemos afirmar que Balada por la muerte de la poesía y en A puerta cerrada radicalizan esta posición. El yo poético monteriano ha dejado de ser un optimista melancólico.

Acerca de Balada en la muerte de la poesía, Scarano identifica la introducción de una nota inquietante en su extensa cartografía:

La voz que se resuelve en prosa establece una alternancia emotiva entre el ácido sarcasmo, la velada ironía y la desolada meditación. Se trata de un libro tenso, que no deja al lector resquicio alguno para la evasión, el alivio o la sonrisa. Es una especie de réquiem que busca aligerar su carga terminal con la musicalidad de la balada[64].

 Se trata de veintidós textos que relatan un proceso de duelo interior ante la lenta aniquilación de la poesía. Detrás de esta elegía, para la investigadora argentina se yergue una denuncia de la deshumanización de un mundo nuevo que fomenta hábitos de incomunicación e indiferencia, que descree de vínculos y valores comunes. Su emblema es el vacío de las conversaciones telefónicas, los avisos dirigidos a gente que no escucha y los mensajes sin destinatario.

Pasemos al libro inédito A puerta cerrada, que el autor nos ha generosamente facilitado para este estudio y para incluir parcialmente en la sección antológica. Según nos ha manifestado, el libro saldrá a finales de 2017 pues antes planea publicar una nueva antología con el CD de la película Aunque tú no lo sepas. Es una obra distinta a los anteriores, que refleja un movimiento espiritual de desasosiego semejante al de Balada, alejado de la fe que en poemarios anteriores depositaba tanto en la esfera pública como en la doméstica. García Montero experimenta nuevos territorios anímicos: desasosiego, desgarramiento existencial y solipsismo hilvanados por la figura simbólica y amenazante de un lobo que vertebra el libro.

Los poemas narran la historia de una convivencia tensa y conflictiva con este nuevo compañero, que ha pasado a convertirse en interlocutor. Se trata de una figura que podría condensar múltiples significaciones. En primer lugar, en esta elección descansa una estrategia intertextual con otros antiguos poemas suyos: «Como en noche de nieve,/ el lobo que cruzó los almanaques/ ha marcado sus huellas. Las conoces,/ sabes qué significa/ dejar de amar, dejar de ser amado,/ sentir que los minutos se corrompen/ en el embarcadero de la vida.// (…) no digas nada/ sino en presencia de tus abogados/ que se llaman memoria, realidad y deseo.// Porque todo concluye, pero nada se calma» («Noche de nieve», HS). Aquí el lobo representa el paso del tiempo, la desaparición del amor y del deseo. Hay otra representación del lobo en un poemario previo, de signo positivo: «Abramos el balcón,/ aullémosle a la luna/ estirados de cuerpo para arriba,/ hermosos como lobos/ que ahora entienden el rumbo del que vienen,/ que ahora saben el tiempo en el que habitan» («Noviembre», EJE). El lobo de El jardín extranjero era un animal bello, involucrado en la complicidad amena del juego amoroso aun a sabiendas de la transitoriedad del encuentro físico de los amantes. Pero en A puerta cerrada este animal franciscano se transforma en una sombra al acecho, que acosa al yo lírico con sus apariciones, movimientos y preguntas: «El lobo de la noche ha llegado a mi casa/ Sus colmillos se abren y se cierran/ como una campanada de reloj (…) Está a mis pies, respira» («Aparición del lobo», APC); «El lobo reaparece con un libro en la boca./Se sienta y me sorprende la pregunta:/ ¿qué es un endecasílabo?» («Poética», APC); «Algo/ está a punto de pasar,/ porque la rama sigue después de los disparos/ atenta al ruiseñor.// Algo puede pasar,/ porque el consejo de ministros/ guarda un silencio fúnebre,/ el rey está en su trono/ meditando la carta de renuncia/ y el policía admite su derrota (…) Oigo al lobo en la puerta.//Algo puede pasar./ Ya están aquí, me dice./ Ya están aquí, le digo» («Vigilancia del lobo», APC).

Este animal personificado funciona, también, como guiño a precursores y discípulos: es la afirmación de una genealogía literaria. El lobo es una imagen albertiana que figura en el poema «Mi corza», compuesto sobre la célebre canción del Cancionero Musical de Palacio: allí los lobos matan a una corza blanca al pie del agua y huyen por el río. La corza puede representar desde la diosa Diana hasta la corza de la leyenda becqueriana, y es un «símbolo de la mitología occidental que representa el amor que lleva a la muerte»[65]. En lo que concierne al discipulazgo, es significativo que el epígrafe que inaugura el libro, junto con un pasaje del tristemente desaparecido Javier Egea, sean dos versos del poeta granadino Fernando Valverde: «Dentro de este poema pasa un lobo/ que deja sus pisadas en la nieve», extraídos de «El lobo», perteneciente al poemario Los ojos del pelícano, de 2010. Interpreto este gesto como una estrategia  de validación de una estética: la del joven escritor y, por extensión, la del grupo al que pertenece, Poesía ante la incertidumbre.

Sin duda, con A puerta cerrada se inaugura un nuevo ciclo de soledad. En «Alegoría del lugar más cercano» Juan Carlos Rodríguez hablaba de distintos tipos de soledades en la poética de Luis García Montero: «Tres tipos de soledad que aparecen en la poesía de Luis: la absoluta, la dubitativa y la compartida»[66]. La absoluta se encuentra sobredeterminada por un mundo hostil: el desconcierto vital, externo e interno, del final del franquismo y de la rebeldía juvenil en medio de la confusión de los primeros años democráticos. Al segundo ciclo lo llama de soledad dubitativa, mientras que Completamente viernes abre el tercer ciclo, de soledad compartida. El título A puerta cerrada da una pauta importante si consideramos la relevancia de la imagen de la puerta de calle en la ensayística y en la poesía monteriana:

…la idea que plantea un pensamiento del arte desde el yo individual, pero articulado con los otros, es la que lo conducirá a plasmar una metáfora espacial decisiva en sus ensayos: la puerta de la calle, que funciona (…) como gozne entre individuo y sociedad, (…) cada cual usa como quiere la puerta de la calle, sale al sol a la lluvia para opinar, discutir, criticar o rectificar, de acuerdo con su propia intimidad (…) la puerta de la calle es la frontera de cruce entre su mirada personal y los espacios de interés colectivo[67].

En el último poemario, la metáfora pierde esa función. Mientras antes se aludía a la puerta de calle y a las habitaciones separadas (al hablar de «separación» se está estableciendo, necesariamente, una distancia entre dos puntos) en el último libro comparece la defensa de «mi habitación» como guarida de una vida en singular, así como de la reclusión puertas adentro: «No necesito el mundo/ que discute y se ama y se desborda/ con sus reglas ajenas/ en el piso de abajo.//Quiero mi habitación, aunque la casa/ sea un árbol enfermo» («Entretiempo», APC). Hay un repliegue en el individualismo doméstico, una soledad desengañada. Asistimos a la desarticulación del espacio público y privado a la vez, lo cual introduce un giro novedoso en la poética monteriana, refuncionalizando los espacios de su lírica.

Concluyo este pórtico citando las palabras de Joan Oleza, quien calibró la envergadura de la propuesta intelectual del autor aquí antologado:

El discurso de Luis García Montero, que va de la mano de su poesía, (…) es uno de los esfuerzos discursivos más coherentes de la segunda mitad del siglo XX. Protagonizó un espectacular golpe de timón en la historia de la poesía, el que en España puso en cuestión el discurso que ha dominado la poesía y la cultura desde el fin de siglo XIX hasta los años 70 y 80 del XX, y tras desafiarlo, le contrapuso los fundamentos de un discurso alternativo[68].

El de Luis García Montero se trata, en síntesis, de un proyecto poético que condensa belleza lírica y coherencia ideológica en partes iguales. Un milagro del idioma ante cuya verdad ya no caben la simplificación ni la polémica.

 

 

 

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NOTAS

[1] Este estudio ha sido escrito en el marco del plan de investigación que desarrollo, como investigadora externa, dentro del grupo Semiótica del discurso radicado en la Universidad Nacional de Mar del Plata bajo la dirección de la profesora Laura Scarano y creado por Ordenanza de Consejo Académico 423/92 y 456/93.

[2] Daniel Rodríguez Moya. «Breves impresiones de un lector de Luis García Montero». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico ilustrado. Imágenes de Luis García Montero, Renacimiento, Sevilla, 2009, p. 87.

[3] Marco Antonio Campos. «Luis García Montero: Ayer era el camino de la felicidad (entrevista)». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p.323. Remedios Sánchez García, en su introducción a la antología El canon abierto. Ultima poesía en español (2015), hace hincapié en el magisterio que poetas como Luis García Montero están ejerciendo en una joven generación de naturaleza panhispánica como es el grupo de Poesía ante la incertidumbre, para quienes espacio literario y social van también de la mano.

[4] De ahora en adelante las citas de los catorce libros de poemas y prosa lírica de Luis García Montero incluidos en este estudio preliminar serán identificadas mediante las abreviaturas del libro al que corresponden: Y ahora eres dueño del puente de Brooklyn (DPB), Poemas de Tristia (PT), El jardín extranjero (EJE), Diario cómplice (DC), Las flores del frío (LFF), Habitaciones separadas (HS), En pie de paz (PP), Rimado de ciudad (RC), Completamente viernes (CV), La intimidad de la serpiente (LIS), Vista cansada (VC), Un invierno propio (UIP), Balada en la muerte de la poesía (BMP), A puerta cerrada (APC).

[5] Luis García Montero. Viva voz (canciones), Maillot Amarillo, Granada, 2002, p. 12. Con prólogo de Jesús Munárriz.

[6] Joan Oleza. «Luis García Montero: El desafío de una poesía sostenible». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 172.

[7] Ricardo Piglia, «La escritura de la ficción». En: Tiempo Argentino, 24 de abril, 1984, p.17.

[8] Luis García Montero. El sexto día. Historia íntima de la poesía española, Debate, Madrid, 2000, p. 269.

[9] Ibíd., p. 105.

[10] Ibíd., p. 61.

[11] Ibíd., p. 85.

[12] Ibíd., p. 131.

[13] Ibíd., p. 157.

[14] Ibíd., p. 179-182.

[15] Ibíd., p. 235.

[16] Rafael Alberti. «Imagen de Luis García Montero». En: Luis García Montero, Diario cómplice, Hiperión, Madrid, 1987, p. 7.

[17] Laura Scarano. Luis García Montero: La escritura como interpelación, Atrio, Granada, 2004, p. 80.

[18] Ibíd., p. 83.

[19] Laura Scarano. «Una historia de todos en primera persona». En: Luis García Montero, Cincuentena, Tusquets, Barcelona, 2010, p. 12. Con epílogo de Joaquín Sabina.

[20] Juan Carlos Abril. «Introducción». En: Luis García Montero, Canciones, Pre-textos, Valencia, 2009, p. 12.

[21] Andrés Soria Olmedo. «Las palabras de los otros en Vista cansada de Luis García Montero». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 29.

[22] Joan Oleza. «Luis García Montero: El desafío de una poesía sostenible». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 169.

[23] Laura Scarano. «Poesía urbana: el gesto cómplice de Luis García Montero». En: Luis García Montero, Poesía urbana (antología 1980-2002), Renacimiento, Sevilla, 2002, p. 11.

[24] Felipe Benítez Reyes. «García Montero, realista singular». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., pp. 90-91.

[25] Laura Scarano. Luis García Montero: La escritura… ob. cit., p. 113.

[26] Laura Scarano. «Una historia de todos en primera persona». En: Luis García Montero, Cincuentena, ob.cit.,  p. 27.

[27] Señalamos aquí que las cualidades de transitoriedad y fugacidad asociadas a la experiencia urbana han sido sobradamente estudiadas desde la lírica de Baudelaire. En sus ensayos «El París del Segundo Imperio en Baudelaire» y «Sobre algunos temas en Baudelaire», Walter Benjamin manifiesta que la lírica baudelaireana representa el impacto que las condiciones sociales y materiales de la sociedad urbana parisina del siglo XIX generaron en las relaciones entre personas, especialmente, en las fugaces relaciones amorosas. Para analizar la influencia de la ciudad en su poesía acude a la teoría del shock que desarrolla el psicoanálisis freudiano: la conciencia recibe estímulos o impactos del mundo exterior y se defiende a través de  mecanismos de defensa que le ofrecen una satisfacción sustitutiva. Y es en la obra de arte donde se plasma la experiencia de discontinuidad y fragmentación que el transeúnte –el flanêur– vivencia cuando se sumerge en la muchedumbre hormigueante de una capital superpoblada (representativo de este impacto es el poema «A una que pasa»). En las ciudades, la frecuencia de estímulos visuales y sonoros obliga al ciudadano a un entrenamiento perceptivo que hace que esa nueva topografía se naturalice, que lentamente se transforme en norma. Para Matei Calinescu, Charles Baudelaire establece en su ensayo «El pintor de la vida moderna» (1863) un rasgo esencial de la modernidad: su tendencia hacia algún tipo de inmediatez, su intento de identificación con un presente sensual captado en su misma transitoriedad y opuesto, por su naturaleza espontánea, a un pasado endurecido en congeladas tradiciones a una quietud sin vida.

[28] «Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares. (…)  Un mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el hospital, donde se multiplican, en modalidades lujosas e inhumanas, los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y las habitaciones ocupadas ilegalmente, los clubes de vacaciones (…), donde se desarrolla una apretada red de medios de transporte que son también espacios habitados, donde el habitué de los supermercados, de los distribuidores automáticos y de las tarjetas de crédito renueva con los gestos del comercio de oficio mudo, un mundo así prometido a la individualidad solitaria, a lo provisional y a lo efímero, al pasaje, propone al antropólogo y también a los demás un objeto nuevo». En: Marc Augé.  Los «no lugares». Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1993, pp. 81-84.

[29] Ibíd., p. 94.

[30] Ibíd., p. 94.

[31] Juan Carlos Abril. «Introducción». En: Luis García Montero, Canciones… ob.cit., p. 39.

[32] Laura Scarano. «Una historia de todos en primera persona». En: Luis García Montero, Cincuentena, ob.cit., p. 18.

[33] Ibíd., p. 23.

[34] De modo lateral, esta apreciación de García Montero nos recuerda las reflexiones de Walter Benjamin en torno al género policial. En el Libro de los pasajes asocia el origen de la novela detectivesca con la transposición al ámbito urbano de las experiencias del cazador. El nuevo tipo de interacción entre el individuo y la multitud en el espacio urbano, caracterizado por la extrema proximidad entre desconocidos, el cruce elusivo de miradas, las posibilidades de anonimato y las nuevas formas de la percepción basadas en el shock, constituye para Benjamin la condición de posibilidad del género. Esta pérdida de la huella del individuo en la multitud urbana tiene como contracara la proliferación de las huellas en el interior burgués del siglo XIX: la preservación de la intimidad y la identidad se dan dentro de cuatro paredes. Como intentamos demostrar aquí, la lírica de García Montero pretende invertir las dinámicas de la ciudad benjaminiana, las dicotomías espacio público/privado e identidad/anonimato.

[35] Laura Scarano. «Aquel tímido Luis García Montero en los bordes del nombre». En: Cuadernos del Hipogrifo. Revista de Literatura Hispanoamericana y Comparada, Nro. 4, diciembre 2015, p. 58.

[36] Luis García Montero. Una forma de resistencia, Alfaguara, Madrid, p. 69.

[37] Ibíd., 71.

[38] Marc Augé. Los «no lugares»… ob.cit., p. 99.

[39] Ibíd., p. 13.

[40] Luis Bagué Quílez. «El amor: instrucciones de uso (Estrategias discursivas en la poesía de Luis García Montero». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob. cit., p. 310.

[41] Luis García Montero. Una forma… ob.cit., p. 9.

[42] Ibíd., p. 10.

[43] Laura Scarano. «Poesía urbana: el gesto cómplice de Luis García Montero». En: Luis García Montero, Poesía urbana (antología 1980-2002), Renacimiento, Sevilla, 2002, p. 11.

[44] José Luis Lanz. «La cansada nostalgia de los signos (Memoria, distancia y sueño en Habitaciones separadas)». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 281.

[45] Ángeles Mora. «Impresiones a la luz de una lámpara. Sobre Vista cansada, de Luis García Montero». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 33.

[46] Andrés Navarro. «García Montero y alrededores». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 18.

[47] Antonio Jiménez Millán. «El arte de la memoria (Vista cansada, de Luis García Montero)». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 45.

[48] José Luis García Martín. «Acuses de recibo». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 190.

[49] Felipe Benítez Reyes. «García Montero, realista singular». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 91.

[50] Federico García Lorca. «La imagen poética en Don Luis de Góngora (1932)». En: Obras completas, Aguilar, Madrid, 1955, p. 69.

[51] La función renovadora del Ultraísmo en las letras españolas y argentinas de los tempranos años veinte fue tema de mi tesis doctoral titulada A su imagen y caricatura. Crónicas noveladas del Ultraísmo en España e Hispanoamérica por Rafael Cansinos Asséns, Norah Lange y Leopoldo Marechal (Universidad de Salamanca, 2012). Allí he defendido la hipótesis de que el Ultraísmo, en vez de ser abordado como puerta y puente indispensable para el viraje desde las poéticas caducas del Modernismo y del Novecentismo hacia una sensibilidad renovada, quedó estigmatizado como laboratorio fallido de imágenes o como paréntesis cronológico de mención obligada en la historia de las literaturas nacionales. Hemos analizado los motivos del descrédito del movimiento ultraísta tras identificar un elenco de siete factores esgrimidos habitualmente por la crítica: escasez de libros publicados y mistificaciones bibliográficas; hostilidad manifiesta contra el público y voluntaria impopularidad; antipasatismo expresado a través de un lenguaje radicalmente nuevo; integrantes arrepentidos de su temprana adhesión al movimiento y generación de polémicas internas y externas; acusación de insolvencia creativa de sus escritores; balance perjudicial de la Generación del ’27 en España y de ex–martinfierristas en Argentina; eclecticismo estético e inconcreción; préstamos de corrientes extranjeras sin suficientes aportes originales.

[52] Laura Scarano. Luis García Montero: La escritura… ob.cit., p. 71.

[53] Ibíd., p. 77.

[54] Ibíd., pp. 71-72.

[55] Allí habla del diálogo entre tradición y vanguardia que caracteriza los orígenes literarios de la Generación del 27 y de Luis Cernuda. Para García Montero no se trata solo de un eclecticismo tolerante, en el que puedan utilizarse elementos de diversos territorios. El desarrollo completo de la lógica estética moderna obliga al espíritu más agresivo de la vanguardia a reconocer el valor esencial del pasado, su identificación profunda con las tradiciones. La Generación del 27 hace una lectura vanguardista de la tradición porque la vanguardia, después de exaltar los valores de la innovación y de la ruptura, necesita admitir, en la defensa esencial de la poesía y del yo, sus semejanzas con el pasado.

[56] García Montero historiza el inicial entusiasmo de Rafael Alberti por Ultra: «‘Al fin –escribe Alberti en La arboleda perdida– Ultra acabó por entusiasmarme, esperando la aparición de cada número con verdadero interés e impaciencia. Quise colaborar en la revista… Mi tremenda, mi feroz, angustiosa batalla por ser poeta había comenzado’. Al seguir la moda del primer vanguardismo español, representado por el movimento ultraísta, escribe poemas de imágenes atrevidas, tono desacralizador, vocabulario urbano y versos descoyuntados, llegando a publicarlos en revistas como Alfar y Horizonte. Pero inmediatamente se interesa por una vanguardia más sosegada, no volcada a la ruptura brusca con el pasado, sino decidida a recuperar el patrimonio poético tradicional desde un punto de vista moderno». En: Luis García Montero. La palabra de Ícaro. Estudios literarios sobre García Lorca y Alberti, Universidad de Granada, Granada, 1996, pp. 96-97. La huella ultraica es finalmente reconocida por el escritor en este pasaje: “Marinero en tierra y el Romancero gitano son dos libros en los que la lectura vanguardista de la tradición alcanza sus mejores logros, al mezclar la herencia ultraísta con los tonos de la canción popular, los cancioneros cultos medievales y el romance tradicional castellano”. En: Ibíd., p. 25.

[57] Cfr. Jorge Luis Borges. «Examen de metáforas». En: César Antonio Molina (ed.), Alfar: Revista de Casa América Galicia (1920-1927) Tomo II, Ediciones NÓS, La Coruña, 1983, p. 385.

[58] Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 2011, p. 58.

[59] Armando López Castro. «Rafael Alberti y la poesía tradicional». En: Grama y Cal, Nro. 2, 1998, p. 93.

[60] Luis García Montero. La palabra de Ícaro. Estudios literarios sobre García Lorca y Alberti, Universidad de Granada, Granada, 1996, p. 121.

[61] Luis García Montero. Una forma… ob.cit., pp. 181-183.

[62] Laura Scarano. Las palabras preguntan por su casa. La poesía de Luis García Montero, Madrid, Visor, 2004, p. 34.

[63] Francisco José Díaz de Castro. «Continuidad y cambio en la poética reciente de Luis García Montero». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 106.

[64] Laura Scarano. «Balada en la muerte de la poesía». En: Diablotexto digital, Nro. 1, p. 268.

[65] Armando López Castro. «Rafael Alberti y la poesía tradicional». En: Grama y Cal, Nro. 2, p. 94.

[66] Juan Carlos Rodríguez. «Alegoría del lugar más cercano». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 265.

[67] Laura Scarano. Luis García Montero: La escritura… ob.cit., p. 218.

[68] Joan Oleza. «Luis García Montero: El desafío de una poesía sostenible». En: Juan Carlos Abril y Xelo Candel Vila (eds.), El romántico… ob.cit., p. 171.

 

 

 

 

 

 

 

 

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