El silencio de las estrellas, por Santiago Espinosa

Presentamos un lúcido ensayo del poeta Santiago Espinosa entorno a la luz que sigue desprendiendo el poeta granadino Federico García Lorca, este texto fue leído en el Festival Internacional de Poesía de Granada. Santiago Espinosa es uno de los poetas más notables de su generación, además ha logrado destacar en el ensayo literario.

 

 

 

El silencio de las estrellas

 

Palabras sobre García Lorca en el Festival Internacional de Poesía de Granada

 

 

Para hablar de las estrellas nunca tendremos las palabras justas. El resplandor viaja a distancias imposibles para nosotros, atravesando la materia oscura. Nosotros observamos el pasado de la luz, una estrella que aún muerta nos sigue alumbrando entre la luz demorada. Esto nos pasa con Federico García Lorca. Cuando leemos a un poeta de estas alturas quisiéramos callar. Mirar su obra con una mezcla de humildad y recogimiento. Lo que digo es especialmente cierto para mí ahora, por la admiración que le tengo a esta poesía pero también por el lugar en el que me encuentro. No importa que García Lorca sea en mi país una presencia tan familiar como José Asunción Silva y Neruda, o incluso más que ellos dos. No importa que aquí les hable un escritor que ha vivido toda su vida en Bogotá: la capital lluviosa de lo que antes llamábamos la “Nueva Granada”. Frente a la alianza de este hombre con su ciudad cualquier comentario al margen sería una trivialidad. Además todos, en España y en América, en cualquier ciudad donde un hispano sobreviva en la poesía, escribimos sobre el silencio que dejó García Lorca, como bordeando una promesa.

 

Yo sólo vengo a contarles una historia personal: el encuentro de una persona con la poesía. Todos sabemos que en la infancia, en su mirada, en sus vacíos, se esconde la esencia de lo que vamos a escribir después. Que los orígenes de un arte no son puramente verbales sino todo lo contrario, lo que nos interesa son los asuntos que el niño no pudo nombrar. Sin embargo, al lado de todo esto, muchos recordarán que hubo un poema que derribó todas las puertas. Que apareció desde su misterio para alumbrar la soledad, abriendo un espacio en nosotros que ni sabíamos que existía. En mi caso las cosas comenzaron en un fascículo verde, mal amarrado con un lazo, y que decía en la tapa de letras estilizadas y enormes, como de cine mudo: “Poemas estelares”. Fausto Cabrera, el responsable de la edición, era un actor canario que había llegado hasta Colombia como tantos otros españoles, huyendo de la guerra. El fascículo tenía algo de rara antigüedad, muy parecido a un pergamino. Mi padre lo había comprado en los años cincuenta, cuando Cabrera recitaba estos poemas en los teatros. Al público le vendían estos fascículos para seguir sus recitales de memoria, y supongo que para mantener al propio Cabrera, que vivía de estos lecturas públicas antes de convertirse en un actor famoso.

Y ahí estaba. Me refiero a la “Cogida y la muerte”, el poema que abre el ciclo del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, y donde yo encontré no ya la poesía de García Lorca sino toda la poesía:

 

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

 

A través de este poema ingresamos a las regiones de un territorio cósmico. Parece que todo se detuviera a su alrededor, como al principio o al final del universo. Lo que escuchamos no es el silencio de una lengua o de una persona. Es el silencio de la Tierra y de la historia, o incluso algo anterior a todo esto, anterior a nosotros y a la lengua, es el silencio de las estrellas lo que escuchamos. Este poema habla por toda la desolación del instante: “¡Ay que terribles cinco de la tarde!/¡Eran las cinco en todos los relojes!/¡Eran las cinco en sombra de la tarde!”, pero nosotros encontramos un territorio expresivo que no tiene orillas. La posibilidad de mirarnos desde otra altura en la que todo es significativo, lo grande y lo pequeño, el mundo que se detiene o el viento que arrastra unos pequeños algodones:

 

El viento se llevó los algodones

a las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel

a las cinco de la tarde.

 

Confieso que las otras partes me interesaron menos o no las entendí muy bien. El daño ya había sido echo con esas “cinco de la tarde”. Después supe que este poema era el llanto funeral para un famoso torero, Ignacio Sánchez Mejías, pero ni esto minó mi entusiasmo. Quizás por lo que hemos vivido en Colombia, quizás por las mismas circunstancias de la muerte de Lorca, pensé que había encontrado en este poema la más hermosa respuesta contra la violencia. Allí estaba el silencio de los disparos, los niños que esperaban en el suelo o detrás de las cortinas. Allí estaba el silencio de las bombas, fijando en los relojes el tiempo del estruendo. Y la correspondencia es muy fecunda. Estoy seguro que no soy el primero en advertirla. En el poema de Lorca, como en el Guernica de Picasso, sentimos que estallan los pedazos del instante, que cada cual baila su siniestra melodía, perdida para siempre su intimidad protectora. Y giran las figuras de este mundo donde ha muerto la armonía, cada cual para su dirección y desde su agonía única, giran y estallan las formas en torno al compás de la muerte, el blanco y negro de Picasso, las cinco en punto de García Lorca:

 

“Las campanas de Arsénico y el humo

a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio

a las cinco de la tarde”. (Lorca, 1954)

 

Después supe que en Medellín, cuando Fausto Cabrera recitaba este poema ante una audiencia enorme, un viejo algo bebido gritó desde el público: “poeta, una pregunta, ¿qué horas es que eran”. La carcajada unánime del público, más que una burla hacia el poema es su máximo homenaje. El lenguaje de García Lorca había logrado que la audiencia viviera el milagro de lo simultaneo. Para ellos, por un momento, fueron la cinco de la tarde en Colombia o en España, olvidándose de los meridianos, “la cinco en todos los relojes”.

En las Tesis sobre filosofía de la historia, nos cuenta Walter Benjamin que en la Revolución de Julio, “cuando cayó la primera jornada de batalla aconteció que en muchos lugares de París, independientemente y al mismo, se disparó contra todos los relojes de las torres”. (Benjamin, 2010). Y esto hace García Lorca en “La cogida y la muerte”. El poeta les dispara a los relojes para que entremos en la aventura de otro tiempo, no el de la canción o del relato, en otro tiempo, pleno de luz y de vacío, y en el que quede un un testimonio íntimo de la historia, normalmente aplastado por los que tienen la tarea de escribirla.

García Lorca nos invita a ir más lejos. Después de este poema, siempre he pensado que la buena poesía debe crear otro tipo de calendario. Su reto es encontrar la eternidad en lo espontaneo, o como lo dice tan bellamente este poeta en su faceta de ensayista, “tener duende”: “Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones sensibles”, sostiene Lorca en esta conferencia que ya echo carrera. En su magnífico ensayo sobre los cuentos infantiles García Lorca nos recuerda que en el “Coco”, en ese emisario de lo desconocido que produce un “miedo cósmico”, es donde puede arrancar nuestra “abstracción poética”.

Hablaba antes del silencio de las estrellas. De cómo García Lorca hace que en la naturaleza y en los objetos, en cualquier cosa que vemos, irradie la inmensidad de lo que vive y lo que muere. Y esto ocurre desde el principio, o al menos desde el Libro de poemas, publicado en 1921. A veces los poetas definen su carácter en los primeros libros, y García Lorca no es la excepción. Más que una coherencia de estilos y de temas nos importa su apuesta anímica. Aquí hay un poeta que en la soledad de su voz, a veces desde la desolación, quiere que en sus canciones se escuche el eco de las constelaciones. Entiende que la experiencia de un hombre se juega la experiencia de todos los hombres, que hay todavía un vestigio de integridad. Pocos poetas como Lorca son tan atinados y obsesivos en este sentido. Quieren que comprendamos en la poesía la sensación de un océano más basto. Que somos desgarradura, dolor de un corazón, pero también la diáspora de una luz anterior.

Vemos el cosmos en lo pequeño: “cada grano es una estrella,/cada velo es un ocaso”. Lo vemos en las hojas y los vemos en la hierba, “Era un brotar de estrellas invisibles/sobre la hierba casta”. Lo vemos en el río: “Las estrellas apagadas/llenan de ceniza el río/ verdoso y frío”. En una cigarra lo vemos: “Estrella sonora/sobre los campos dormidos”. El mismo poeta es quien nos dice de sí mismo: “yo soy todo de estrellas derretido/sangre de infinito”, o nos cuenta en este verso que capta perfectamente el sentimiento de todo el libro: “Hoy mi pecho esta reseco/como una estrella apagada”. Son estas correspondencias las que hacen que García Lorca, aún siendo el  más delicado de los poetas españoles, sea el más oceánico de todos, escribiendo entre la sencillez y la revelación total. Hay que aprender a mirar de otra manera para lograr esta expresión que conjuga en lo sencillo la complejidad. ¿De dónde le viene este poder? Nos dice García Lorca sobre Góngora, y estas palabras aplican sobre todo para el mismo:

 

“…para él, una manzana es tan intensa como el mar, y una abeja, tan sorprendente como un bosque. Se sitúa frente a la naturaleza con ojos penetrantes y admira la idéntica belleza que tienen por igual todas las formas. Entra en lo que se puede llamar mundo de cada cosa, y allí proporciona su sentimiento a los sentimientos que le rodean. Por eso le da lo mismo una manzana que un mar, porque sabe que la manzana en su mundo es tan infinita como el mar en el suyo. La vida de una manzana desde que es tenue flor hasta que, dorada, cae del árbol a la hierba, es tan misteriosa y tan grande como el ritmo paródico de las mareas. Y un poeta debe saber esto…” (Lorca, 1954, p. 76)

 

Vaya si él lo sabía. Se ha dicho muchas veces que Federico García Lorca tiene un oído sobrehumano para hacer música con las palabras. Y si esto es innegable en todo su obra no hay que olvidar que este poeta también es el gran maestro de la mirada. Pensemos en Poeta en Nueva York o nuevamente en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, donde todos los poderes de este poeta extraordinario alcanzan su plenitud. “La muerte puso huevos en la herida/ a las cinco de la tarde”, ¿alguien puede olvidarse de esta imagen?, o nos dice en unos versos de la segunda parte del poema, donde en muy pocas palabras el poeta conjuga todas las sensaciones de un mundo que está a punto de morir: “que se pierda en la noche sin canto de los peces/ y en la maleza blanca del humo congelado”. Decía Nietzsche que en medio de estas ciudades llegaría el día que alguien que contemple atentamente será el más subversivo de los hombres. Y García Lorca, con algo de brujo y de niño, es el que encuentra en lo que vemos el demonio de los detalles, el que nos dice que el emperador está desnudo o que la ciudad luminosa, de grandes rascacielos, es en verdad un cementerio de pequeños animales.

¿De dónde le viene a Lorca esta capacidad de mirar, de lograr en el poema el sueño tan anhelado de los físicos: captar la inmensidad en el punto diminuto, el mundo en una cáscara de nuez? En un bello texto que se titula “Granada, paraíso cerrado para muchos”, nos dice el poeta con su habitual lucidez: “la estética genuinamente granadina es la estética del diminutivo, la estética de las cosas diminutas. Las creaciones justas de Granada son el camarín y mirador de bellas y reducidas proporciones. Así como el jardín pequeño y la estatua chica”. (Lorca, 1954, p. 4) Estemos o no de acuerdo con esta afirmación, la conexión de un poeta con su ciudad reside en estas sutilezas. Si Boccaccio es extremadamente florentino porque alguien tenía que imaginar lo que ocurría del otro lado de los muros, amores e intrigas, Casanova el amante veneciano porque sólo en esa ciudad de los canales alguien podría deslizarse por las ventanas, cuando todos dormían, García Lorca, combatiendo la propia ampulosidad de nuestro idioma, a la manera de su ciudad, Granada, busca que en lo pequeño, una flor, una abeja, un balcón, un pequeño jardín, ocurra el encuentro de los credos y las miradas. No olvida que “En una pequeña plaza” resuena el universo, o al menos así ocurre en esta poesía. Por eso le pertenece el reino lo sencillo. Nos dice en un verso de Poeta en nueva York: “Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo”. Por esto su amor por las canciones populares. Porque en ellas, como en ninguna otra parte, encuentra este poeta el gesto suficiente para enlazar mundos distintos.

Debemos andar con cuidado cuando hablamos de Lorca y de la música. Su relación con la canción es mucho más arriesgada y sutil que un amor por la tradición. El mismo era un músico excelente, incluso conservamos una de sus grabaciones tocando el piano, pausada, luminosa, parece que el sonido nos llegara desde lo más profundo de la niebla. Es muy conocida la queja de Lorca a su amigo el poeta Jorge Guillén, “Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy.” Y tenía razón en molestarse. Estos prejuicios han sido replicados por lectores tan atentos como Borges, que lo descartaba como un poeta demasiado sencillo y de colores locales.  Nada más falso. En el caso de Borges este comentario quizás tenga su origen en su reconocida ignorancia para la música. Creo que García Lorca fue a la canción porque encontró en ellas un gesto anterior a las lenguas y a los credos. Porque vio en ellas la posibilidad de darle una nueva vida a un idioma desgastado y de músicas cansadas, infundiéndole el bálsamo de sus sangres ocultas. Lo que hicieron Stravinsky o Bartok en la música, o el propio Manuel de Falla, que fue tan influyente en García Lorca a lo largo de toda su vida.

“En la melodía, como en el dulce, se refugia la emoción de la historia, su luz permanente sin fechas ni hechos”, nos dice García Lorca en su estudio sobre Las nanas infantiles. Es muy cierto esto que dice. Si vamos a Roma por ejemplo, vemos las ruinas de los templos y los edificios. Pero esto no fue Roma, si acaso son los fósiles de lo que fue Roma, como son fósiles los huesos blancos que vemos en los museos dedicados a los dinosaurios. Ese no fue el pasado. Lo que vemos en los monumentos, nos lo recuerda Benjamin, sólo es “la presa” de los vencedores. Las ruinas que exponen los bárbaros y los cristianos como el botín de la victoria. Si queremos saber cómo cantaban o amaban los romanos, si queremos escuchar su respiración en presente, debemos acércanos a los poemas de Catulo.

García Lorca, en una parte considerable de toda su obra, va a ir a las fuentes populares para encontrar una vida nueva. Lo hace en los Poemas del cante jondo (1921) y en Canciones (1921-1924) y por supuesto en el Romancero gitano (1924-1927), donde lo popular alcanza una amplitud sin ningún antecedente. Prueba de esto fue su éxito sin antecedentes al otro lado del océano, en Argentina y en Cuba, donde su autor fue recibido con un entusiasmo delirante. En Colombia, no sé en otros países de América Latina pero seguro que ocurre algo muy parecido, nuestras canciones y nuestros ritmos son muy distintos a los de España, son otras nuestras canciones de cuna, pero los poemas del Romancero gitano han sido fundamentales en la educación sentimental de más de ocho generaciones, niños y adultos que los cantan y recitan como a través de un mismo territorio expresivo. En una casa colombiana el Romance Sonámbulo o La casa infiel, son casi tan conocidos como en Andalucía. Un ejemplo es lo que ha hecho la cantante Marta Gómez, que ha ganado varios premios Grammy musicalizado lo poemas de Lorca con ritmos latinoamericanos. Lorca es el poeta trasatlántico. Este poeta ha vuelto a hacer de la poesía el lugar de los encuentros. Cuando se le pregunta a alguien por un poeta, en América y en España, a los latinos que viven regados por el mundo, seguramente pensará en Federico García Lorca.

A veces la influencia es tan profunda que los versos vuelan solos, olvidándose del autor que los compuso. Y se canta en los colegios la canción “Es verdad”: ¡Ay que trabajo me cuesta/quererte como te quiero”, como si fuera una letra colombiana. Todo lo puede García Lorca, como si tuviera el ábrete sésamo de todos los oídos. En ocasiones la influencia no es tan feliz, y vemos a los versos de Lorca donde menos lo esperamos. “Verde que te quiero verde” es en Colombia la consigna de un equipo de futbol de cuyo nombre no quisiera acordarme. Pero esta espontaneidad no es sinónimo de simpleza. Lorca tiene el canto depurado del que ha meditado los límites de la cultura, bien sea a través de sus coqueteos con el surrealismo como su visión política del teatro y de las artes. García Lorca entiende que la poesía puede crear, pensar que otros órdenes son posibles. A veces su magia, pura y profunda de tan sencilla, llega plantear unos giros tan exigentes que trastocan las lógicas, haciéndonos pensar que los límites del sentido son otros. Leemos en Poeta de nueva York: “Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos/Y la luna. ¡La luna!/ Pero no la luna”. O se nos dice en otro poema que aparece en las Canciones y al final de El diván del Tamarit, ese hermosísimo libro de Gacelas y Casidas: “Por las ramas del laurel/ van dos palomas desnudas. / La una era la otra/y las dos eran ninguna”.

He hablado de la capacidad que tiene este poeta para abrir el universo en las canciones y en lo pequeño, pero esta amplitud, esta manera de mostrarnos el poema como una realidad mestiza, capaz de un hacer mapa impuro que reescriba nuestras mezquinas fronteras, es ante todo y sobre todo una amplitud humana. O como lo dice en los versos de Poeta en Nueva York: “porque yo no soy un hombre ni un poeta, ni una hoja/ pero si un pulso herido que sonda las cosas del otro lado”. Es aquí cuando entendemos que esta poesía es la promesa de otra España. Cuando entendemos que el Diván del Tamarit son las canciones del exiliado que vuelve como amor:

 

Pero que todos sepan que no he muerto;

que hay un establo de oro en mis labios;

que soy el pequeño amigo del viento Oeste;

que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.

 

Aquellos versos envolverían después al propio poeta, porque la vieja España seguiría expulsando a sus poetas de la abundancia. Porque como lo dice el propio Lorca en estos versos del Romancero gitano: “…aquí pasó lo de siempre/han muerto cuatro romanos/ y cinco cartagineses.” Pero es el poeta el que habla por estos derrotados, llámense árabes o gitanos, negros o republicanos. Rescata sus canciones en presente, y una historia. Hace unos meses recordaba el poeta Luis García Montero en su discurso como hijo predilecto de Andalucía:

 

“Conviene, pues, buscar un nosotros integrador, flexible, abierto, dispuesto al diálogo. Esa es la identidad andaluza que he aprendido, en la que confío, la que me han enseñado los poetas del Sur. Famosas se han hecho estas palabras de Federico García Lorca: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro. Granada huele a misterio, a cosa que no pudo ser y, sin embargo, es. Que no existe, pero influye. O que influye por no existir…”. (Montero, 2017)

 

La cita es contundente. Federico García Lorca, aun siendo profundamente andaluz o precisamente por eso, nos deja en su escritura una lección de apertura y comprensión. La posibilidad de encontrar en la poesía una lealtad más amplia que los credos y las estéticas, que los países y yo diría que las mismas lenguas. Esto se ve de manera muy clara en el gran libro de García Lorca, Poeta en nueva York, una declaración desagarrada por la desaparición de los seres y de la naturaleza bajo unos sistemas sin rostros. La protesta más dolorosa y más tierna, más alucinada y directa que haya dado la poesía contra todas las formas de la estupidez moderna.

Vemos la ciudad que nunca duerme y entendemos su reverso de pesadilla: “no es el infierno, es la calle”, “por los barrios hay gentes que vacilan insomnes/como recién salidas de un naufragio de sangre”. En alguna de estas metáforas alucinantes, dignas de un mundo que revienta, el poeta se refiere a la ciudad como a un enorme cáncer: “el vivísimo cáncer lleno de nubes y termómetros”. Y es esto mismo lo que vemos, un organismo corroído por sus propias partículas. El dolor de las células que el gran número devora, pequeños animales e individuos, atardeceres. Nuevamente quisiéramos callar frente a estas páginas. Ante esta gigantesca colisión humana, sinfónica y terrible, no cabe la prosa. Además hay que decir que a diferencia de la suerte que corren muchos libros magníficos, sobre los que no se ha escrito prácticamente nada, sobre Poeta en Nueva York se han hecho estudios y poemas admirables, ensayos y canciones. A la congestión lírica al que este libro nos invita debemos sumar una congestión crítica. Aquí sólo trato irresponsablemente de hilvanar unos comentarios personales.

Walt Whitman inventó la Democracia, nuestra Democracia, como una prolongación orgánica de sí mismo. Esta extensión le hizo pensar que cada persona tenía su canción, única e irrepetible, que el negro y el carpintero, los pájaros y la hierba, cantaban en la aventura de la diversidad reunida. En la frontera entre Ecuador y Colombia, vive una tribu que llamamos los “Cofanes”. Aparte de un vasto conocimiento sobre la naturaleza y las plantas alucinógenas, los Cofanes tienen un rasgo único. Como nos cuenta Wade Davis en El río, los niños se inician desde muy temprano en las plantas, y desde muy temprano escuchan en sus viajes una canción. Ninguna canción se parece a otra, nos dice Davis, cada persona representa una canción distinta. Cuando esa persona se equivoca le cantan los Cofanes su canción, recordándole su identidad. Cuando se muere esa persona entienden los Cofanes que “una canción ha desaparecido del mundo”.

Desde una cosmovisión muy distinta, Whitman pensó que esas canciones podrían conciliarse en una poesía “democrática”, de solidaridades humanas más fuertes que la sangre y la ley, la costumbre o la historia, más fuertes que la razón y los prejuicios. Hojas de hierba es el evangelio de esta nueva democracia. Federico García Lorca, casi cien años después, es quien nos muestra con la amarga lucidez de los forasteros la distancia que existe entre la realidad y la imaginación. Denuncia y él mismo se desgarra entre las páginas, mostrando las contradicciones de aquella sociedad “del pueblo por el pueblo y para el pueblo”, pero que en realidad es una máquina de guerra voraz y despiadada: “dirá: Amor, amor, amor/ aclamado por millones de moribundos….dirá: paz, paz, paz,/ entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita…” Una bestia que devora a la persona: “lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura”. Una enorme fábrica para asesinar animales:

 

Todos los días se mata en Nueva York

cuatro millones de patos,

cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos,

que dejan el cielo hecho añicos.

 

Frente a una civilización que domestica sus infamias en los grandes números, borrando los rostros en las estadísticas, García Lorca, como en su momento Cesar Vallejo, es quien se duele por las partes enfermas del todo triunfante, mostrándonos lo que hay debajo: “Debajo de las multiplicaciones/hay una gota de sangre de pato”. Estos poemas nos devuelven con ternura nuestra capacidad para indignarnos: “Hay un mundo de ríos quebrados/ y distancias inasibles/ en la patita de ese gato/ quebrada por un automóvil”. Si antes se nos mostraban las estrellas en las hojas y en los objetos, como iluminaciones dispersas, en Poeta en Nueva York vemos la lucha las ciudades que alumbran desde la altura, como violentas constelaciones. Y la mirada se acerca a los negros y a los judíos, como en su momento a los árabes y a los gitanos, se acerca a los homosexuales, mostrando que la dignidad y la verdad de un sistema enfermo se esconde en las periferias. Nos dice de los negros: “la sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba”. Porque en los negros y en los excluidos estaría la verdadera poesía de América, no en la belle époque o en los edificios, no en el fox-trot, no. En el jazz y en el blues estaría lo sagrado.

¿Y Whitman? Whitman. “Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas”. García Lorca es quien le responde al viejo bardo del otro lado, hablándole con unos vocablos que no podría entender, en las lengua de los inmigrantes, pero que son el reverso de su herida. Le muestra que esa belleza, irrealizada, defraudada entre las masas que llegaban, fue sólo el comienzo de lo terrible:

 

Este es el mundo, amigo, agonía, agonía.

Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades

la guerra pasa llorando como un millón de ratas grises,

los ricos dan a sus queridas

pequeños moribundos iluminados,

y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

 

Viaja García Lorca desde Andalucía hasta Nueva York, quería el gran mundo y encontró la devastación de todos los mundos. También la libertad para expresarse y la distancia para hacerlo. Y escribe sus versos convulsionados como el que canta y señala algo que va a explotar irremediablemente en los Estados Unidos. Aunque ya todos sepamos que el mundo terminaría por parecerse a Nueva York, que primero estallaría España y Europa sin que nadie pudiera advertirlo:

 

que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto,  muy pronto, muy pronto

¡Ay!, Wall Street!

 

Decíamos que Walt Whitman escribió el evangelio de América, es García Lorca quien escribe su apocalipsis. Este libro es la explosión de la historia, pero también es una plegaria por los que no tienen historia, negros y homosexuales, inmigrantes de todas las naciones. Por esto y por muchas razones hemos leído este libro como la máxima cumbre de la poesía norteamericana del siglo XX: Elliot y Pound se exilian en los signos, de algún modo Frost y Carl Sandburg a través de la naturaleza, tal como Wallace Stevens en los dominios de la mente. William Carlos Williams, magnífico, nos habla de los detalles pero calla la agonía del organismo. Elizabeth Bishop es el viaje personal. Sólo Lorca, aún sin saber la lengua ni completar un año en la ciudad de Nueva York, fue capaz de lograr con éxito una visión del conjunto. Sólo él pudo mostrarnos el fresco completo de la esquizofrenia, mirando el animal desde todos sus ángulos. Él y de algún modo Auden, otro forastero en la ciudad de los forasteros. Pero también podría leerse este libro como una de las máximas cumbres de la poesía hispanoamericana. ¿Por qué motivo? No por los poemas sobre La Habana, que no son los mejores de Lorca ni del libro, hay otras razón más misteriosas y definitiva, y que de algún modo explicarían porque es García Lorca -junto con Antonio Machado, quizás- el poeta más entroncado en la sensibilidad americana.

Existe en América Latina una profunda desconexión entre las cosas y sus nombres, resultado de La Conquista pero también de nuestra idiosincrasia. Los ríos y las montañas, las calles y las mismas ciudades, parecen deslizarse detrás, rebeldes a unos nombres que no siempre fueron los suyos, y que quisieron hacer del Nuevo mundo un gigantesco monumento a la nostalgia. Un ejemplo ocurre en Bogotá, donde las calles cambian periódicamente de nombres y de números sin que nadie proteste. La aparición de nombres como “Comala” o “Macondo”, “Yoknapataupa” o “Santa María”, pueden ser un recurso literario para suplir aquel vacío nominativo, la búsqueda a través de la poesía de un nuevo punto de contacto entre la lengua y un territorio. Los grandes poetas latinoamericanos, Darío y Neruda, Vallejo y Ramos Sucre, Gonzalo Rojas y Aurelio Arturo, Juan Gelman y Jorge Teillier, para citar algunos, aun siendo directos o cercanos a nuestras emociones se mueven por las fronteras de lo innombrable, como deslizándose por los márgenes de la historia y de las cosas.

Lorca, no sé muy bien por qué motivo, logra en sus versos lo que buscan los poetas latinoamericanos: una palabra preñada de gritos y silencios. Un nombrar inseguro pero por eso mismo más libre y misterioso. Porque estos ecos que me han influenciado hondamente, porque el poeta que primero me habló fue Federico García Lorca, siempre he creído que los poetas no son hijos de una lengua. Al menos no de manera exclusiva. No es esto lo que los mueve a escribir. Las influencias, con el perdón de Elliot, casi nunca operan en cadena. Escribir es también traducir inexpresables, hacer mapas impuros, decía antes, como impuras son nuestras sociedades y la raíz de nuestros nombres. Por esto los poemas, aun afirmando nuestra identidad, aun hablando para nosotros, derriban los muros y las fronteras. Como humanista y Andaluz, García Lorca sabía estas cosas muy bien, amaba y conocía como pocos a los poetas de su lengua, pero sabía que la poesía no eran estrictamente los poemas de su tradición, sino el duende asomaba en algunos de ellos. No podemos sino lamentar que aquellos tiros le hubieran impedido su llegada a América, tal como suponemos hubiera podido ocurrir si el poeta hubiera aceptado la invitación para irse a México. Estos poemas mexicanos habrían cambiado nuestra poesía. Por esto digo que todos escribimos sobre el silencio de García Lorca.

Pero antes del último silencio estuvieron las obras de teatro, representadas por las voces de todo el mundo, muchos poemas como El llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, donde todo comenzó para mí. Decía antes que al leer la “Cogida y la muerte”, sin saber mucho de toreros, pensé que estaba frente al gran poema de la violencia. Y todavía lo creo. Que ese silencio de las cinco de la tarde no era el de España sino el de todos los muertos, el silencio de las estrellas. Y este en buena medida ocurre porque la persona quien lo escribe va a ser asesinado un año después. Porque “la muerte” será la suya y “la cogida” los rostros de una historia impune. Nos cuenta Ian Gibson que el toro que mató a Sánchez Mejías se llamaba “Granadino”, y que Lorca no quiso mencionarlo por una extraña premonición.

Nadie ha reparado lo suficiente en los efectos devastadores, al menos para la cultura, de que el mayor poeta de la lengua haya sido silenciado por unos tiros de gracia. Esto lo entendió muy bien Neruda en “Explico algunas cosas”, ya nada podría ser igual. Tenía que desaparecer la ternura para dejar su sitio a los fantasmas. Los mismos fantasmas que reinaron en España durante tantos años. Los fantasmas que sentimos en nuestros países cuando en la edición de las Obras completas de Aguilar, en el estudio cronológico, después de una revisión tan detallada de las fechas, vemos que dice hacia el final del año 36: “Muere”. Como si no hubiera pasado nada. Como si este verbo no escondiera el silencio de un país y una poesía amputada. Esa edición fue la que leímos en América. Seguro fue de aquí de donde madres y abuelas leyeron a sus los niños las canciones del Romancero. Seguro fue de aquí de donde todos los Faustos Caberas, dejando en orden sus papeles para “volver”, repasaban desde el exilio los versos del  Llanto por Ignacio Sánchez Mejías.  

Cada vez que leo este poema, después de varios años, pienso en García Lorca y la angustia de sus relojes, esperando la carta de su amado o que las cosas regresaran a su curso. Pienso en su voz nunca grabada naciendo y muriendo en nuestra propia lectura, multiplicada por el viento. El propio García Lorca nos dice sobre la canción en su Teoría y juego del duende: “son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan contornos sobre un presente exacto”. Y eso mismo nos pasa con él. Su voz es la que nace y muere cada vez que la leemos, a pesar de las fuerzas oscuras que lo asesinaron.  Que confiara hasta el final en sus amigos y en el entendimiento de los bandos es un símbolo. Que lo último que escribiera fueran sonetos de amor redobla la brutalidad de lo sucedido.

Nuestros poemas cuentan la historia porque las voces del pasado respiran en ellas, nacen y mueren cada vez que las leemos, como un latido. Los poemas y las canciones hablan de la respiración de un ser humano. Y en la respiración de ese ser humano se cuenta la aventura y el drama de todos los seres humanos. Pero esta obra es tan elocuente en sus vacíos como lo es en sus palabras. Es un reclamo abierto, en parte por la incapacidad de nosotros para estar a su altura. Pocos como él, Federico, pudieron lograr que la poesía reuniera lo disperso, y desde allá nos orienta y nos conmueve, como un astro inalcanzable. Pocos como él, asesinado y desaparecido a pocos kilómetros de aquí, pudo mostrarnos con su ausencia lo que pasa en el mundo si calla la poesía. No ya su poesía sino toda la poesía. Y ningún niño imagina en las cigarras una estrella o nos muestra que el emperador está desnudo, nadie nos mira en los balcones cuando todos duermen, o ya se han ido, nadie recuerda el nombre de los ahogados:

 

Cuando se hundieron las formas puras

bajo el cri cri de las margaritas,

comprendí que me habían asesinado.

Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,

abrieron los toneles y los armarios,

destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.

Ya no me encontraron.

¿No me encontraron?

No. No me encontraron.

Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,

y que el mar recordó ¡de pronto!

los nombres de todos sus ahogados.

 

Muchas gracias.  

Víznar, 19 de Mayo de 2017.

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