Poesía norteamericana: Jessica Sequeira

Presentamos algunos textos de la poeta y traductora norteamericana Jessica Sequeira (California, 1989). Actualmente vive en Santiago de Chile. Sus obras incluyen la colección de cuentos Rhombus and Oval y la colección de ensayos Other Paradises: Poetic Approaches to Thinking in a Technological Age. Ha traducido a Liliana Colanzi, Sara Gallardo, Hilda Mundy y Winétt de Rokha, entre otros.

 

 

 

 

Nota al pie para un ensayo histórico

 

A la vuelta de la esquina

hay una tienda que vende cuadernos

en varios colores.

Fui y me compré uno en azul.

Mi plan era escribir una gran historia del país

desde los colonizadores y misioneros

hasta el presente,

pasando por la Independencia,

Rosas y el Proceso.

Había leído mucho y sacado muchas notas.

Cuando le expliqué

mi proyecto al dependiente,

sonrió un poco.

“Hasta luego” contestó

cuando terminé el punto.

 

Volví a casa re enfocada a barajar documentos,

citar fuentes.

Pese al esfuerzo que desplegué

ahora entiendo lo imposible de la empresa

de construir vínculos necesarios entre evento

y explicación

tan requeridos en historia.

 

Los mismos hitos y textos

podrían ser reordenados de 1000 maneras.

¡Así lo random de este equino arbitrario y rebelde

que corcovea, trata de botarme!

Lo único que tiró fue esta libreta contra la pared

que luego coloqué en una caja de zapatos

tras prepararme un sandwich.

 

Pasaron los meses

y seguía en Buenos Aires.

Feliz, por lo general

no se demoró en enterarse la tristeza

y llegar a equilibrar las cosas

tras lo que me concentré en describir con precisión

lo ocurrido

para lo que acudí

nuevamente a la tienda de la esquina

a comprar esta vez un cuaderno amarillo.

Ya no será como escribir Historia,

pensé.

 

En este momento no me importa el contexto

o los múltiples puntos de vista.

Lo único que quiero es establecer

los acontecimientos de una forma fría, clara

explicada a mi manera.

 

Pero por alguna razón esto también raya

en lo imposible.

Las páginas llenas de mi letra

como arañas minúsculas

caminando rápido por paredes, rincones

tras lo indefinible.

Claro, las líneas no me acercaron a la verdad

ni al entendimiento

así que puse el cuaderno amarillo

en la caja de zapatos,

con el otro. Y me distraje lo mejor que pude

para olvidar.

 

Pasó el tiempo: tenía ganas de escribir.

Sentí que había aprendido mi lección.

Esta vez podaría toda explicación

hasta dejar solo los hechos

como escenas en plein air con pintura mojada

—efecto impasto— rápido, rápido!

Así compré un cuaderno verde

y lo puse en la mesa de cocina como un lienzo

en el que puse todo lo que podía ver

desde mi ventana.

Así máquinas grandes y brillantes

rompieron la vereda, empujaban a los transeúntes

a la calle.

“Pollo entero $86. 1/2 pollo $44,”

en papelitos pegados sobre el delivery chino.

Un hombre en la parada del colectivo,

leía el diario, en cuya fotografía bajo el titular

estaba él, el mismo decorado.

¿Cómo saber qué mirar primero, qué incluir o no,

y en qué orden?

Ni de cerca esto es la Batalla de Waterloo.

Frente de mí había una lista de cosas

siguiendo otras cosas y así ad infinitum,

hasta algo que podría llamarse nada.

Obviamente me aterroriza

así que metí el cuaderno con los demás

y me uní a la calle y su gente apurándose

hacia alguna parte.

 

¿Hay algo de lo que pueda escribir?

El problema es y ha sido siempre ahora que lo pienso

describir cosas reales.

 

En otro de mis usuales arranques

partí a a la tienda y volví con un cuaderno rojo

donde me propuse que solo las cosas surreales

sobrevivirían la selección:

cardúmenes de perros con aletas relucientes,

elefantes dorados y plantas tropicales como volantines

en el cielo

mientras no sé si subo o bajo esta escalera

que une civilizaciones antiguas.

Todo esto suena agradable.

 

Algunos días después solo tuve inspiración

para un pobre manojo de palabras espaciadas

donde cada una era una imagen en sí.

Un grupo de esas imagenes me rodeo hasta formar una multitud

que me pedía

leer en voz alta, aprobaba con la cabeza

direcciones telefónicas, las etiquetas de las mermeladas.

 

Yo huí de todas esas palabras

y las palabras hicieron lo propio huyendo de mí

hasta que caí en cuenta

que no me quedaban páginas por llenar,

se habían acabado las visiones.

 

La multitud se dispersó.

Quedé otra vez sola.

Así que guardé el cuaderno

con un sentimiento de pérdida pero también de alivio.

Una época llegaba a su fin.

Hace mucho que no usaba un reloj de pulsera

para no ser perturbada

por el paso del tiempo.

 

Cansada, por supuesto,

no quería ponerme a pensar

qué hacer.

Emprender otro paseo, como siempre

fue la respuesta.

 

Cierto, me duele la espalda; me muevo lento.

La tienda a la vuelta de la esquina

ahora vende salami.

Vi en mis manos mapas que me mostraban

lugares donde nunca iré

pero donde mis piernas me llevarían

cada vez más lejos, hasta esos campos en los límites de la ciudad.

No es demasiado lejos.

Allí alguien me facilitó una pala

y comencé a sacar un cuadrado perfecto de tierra

sin nadie alrededor, durante mucho tiempo, meses.

Luego lo llené todo de cemento

y sobre todo de esos ladrillos, uno tras otro, en fila

hasta construir mi casa

con un dolor de espalda

que te lo encargo.

Luego pensé en mi caja de zapatos

con los cuadernos

y pensé que sería hermoso empapelar esta casa

arrancando páginas a gran velocidad de mis cuadernos,

sabiendo que son

más que suficiente

para volver todo esto pasable.

 

 

 

 

 

 

 

Alazán

 

El alazán es un tipo de caballo rojizo

con melena dorada que conocí en la Argentina.

Comencé a leer sobre el alazán

porque no sabía si era mejor

traducirlo como “sorrel” o “chestnut”,

aunque incluso en ese entonces

sabía que su esencia fue mas allá

de su nombre. Es un animal orgulloso;

camina con su cabeza altiva,

patea el suelo, se quita de las moscas

o relincha cuando se acerca a un ser humano.

Es muy independiente y sospechoso de cualquier contacto.

Tiene ojos grandes y le gusta quedarse

muy quieto, mirando el paisaje.

Cuando viene alguien con un puñado

de avena, no comienza a comer

de inmediato, sino menea su cola

y después se inclina con dignidad.

Es una criatura maravillosa, tan maravillosa

que me di cuenta que no podía vivir sin uno.

Lo imaginario era persuadido de entrar en lo real.

Ahora paso mucho tiempo con mi alazán.

A veces le doy chiquitos cortes de pelo

a su melena y cepillo su cola radiante.

A veces, y estos son mis tiempos favoritos,

se va a correr por el césped muy rápido,

muy muy rápido, y pienso que él está feliz.

Tomo un asiento y hago dibujos de él

en movimiento, cada dibujo distinto,

nunca una repetición, diversión y reposo—

y verlo tan feliz me hace feliz también.

Alazán, alazán. Tan orgulloso y tan libre.

No tengas miedo de caminar por mi lado

en el pastizal. El camino es suave,

la tranquera está abierta.

 

 

 

 

 

 

 

Fleur d’ennui no. 6

 

Lo que realmente me gustaría es volar,

sentirme sin peso sobre un mar abierto

desvaneciéndome con suavidad en el azul.

 

Tal vez sola, tal vez con un chico

cuyo cabello revolotea en el viento,

que conozco bien.

 

Tal vez cambiándonos de color

a crema o durazno blanco

o el color de la ciudad

temprano en la mañana.

 

Tal vez una gaviota

se deslice cerca, sin peso como yo.

Si lo hace, flotaré en esa dirección

para decirle lo mucho que admiro

la ligereza de sus huesos.

 

 

 

 

 

 

Todos los espíritus lúdicos

 

Todos los espíritus lúdicos pasados y presentes

convocan a reunirse en la plaza del mercado

donde los caballos tienen grandes sonrisas en sus rostros,

galaxias espirales llenan el cielo.

 

— Todos los espíritus lúdicos pasados y presentes

conectados por rayos invisibles —

convocan fantasmas del sur con planes de encantar el norte

a aquellos griegos que buscaban no la persuasión

sino el transporte.

 

Todos los espíritus lúdicos

no interesados en pagar impuestos a cualquier imperio

o construir pirámides o caminar hacia abajo

por corredores institucionales.

 

Todos los espíritus lúdicos pasados y presentes

conectados por fuerzas omega u ondas de sonido

están acá como sueños de un Zeus exultante.

 

 

 

 

 

 

 

Notes for my memoirs

 

Just around the corner, a shop sells notebooks

in several colors. I went and bought myself

a blue one. My plan was to write a grand history

of the country, from colonizers and missionaries

to the present, passing through Independence,

Rosas and the Proceso. I had read much

and taken many notes. When I explained

my project to the shopkeeper, he smiled a little.

“Hasta luego,” he said. With great deliberation

I returned and began to write, drawing on documents,

citing sources. Despite my efforts it seemed

impossible to forge the necessary links between

event and explanation required by history.

The same moments and texts could be rearranged

1000 ways. Arbitrariness bucked me, that unruly horse!

I threw the notebook against the wall,

then placed it in a box and went to fix a sandwich.

 

A few months passed and I continued in the city.

Although in general I was happy, a period came

when I was very sad. Events had occurred

which I wanted to describe with perfect precision.

At the shop around the corner I bought a notebook,

this time yellow. This wouldn’t be like writing history,

I thought. At the moment I don’t care about context

or multiple points of view. All I want is to set down

events coldly, clearly, explained in my own fashion.

Yet somehow this too was impossible.

The pages filled with cramped black cursive,

the words tiny spiders scrambling after the indefinable.

The lines brought truth and understanding no closer.

I put the notebook in the box with the others

and distracted myself as best as I could to forget.

 

Time went on; I still wanted to write.

I’d learned my lesson. This time I’d prune out

even explanation, such that only description remained.

Scenes en plein air in wet paint—impasto effects—

describe it quickly, quickly! I bought a notebook,

this time green. At the kitchen table, leaning my forearms

on the oilcloth I scribbled down everything

I could see from my window. Big bright machines

tore up the pavement, pushing passersby

into the street. “Pollo entero $86. 1/2 pollo $44,”

said sheets of paper stuck on the Chinese takeaway.

Man at bus stop, reading newspaper. Tiny pictures

under headlines contained scenes just like this one.

How to know what to look at first, to include or not,

and in what order? It wasn’t like this was even

the Battle of Waterloo. In front of me was a list of thing

following thing, which took the shape of nothing.

Terrified, I shoved the notebook with the rest

and joined those in the street hurrying somewhere.

 

But wasn’t there anything I could write?

The problem had been with describing real things,

I realized. With frenzy I walked to the shop

and returned with a red notebook.

Only abstract things would make the cut this time.

Schools of shimmering dogs with fins,

golden elephants and tropical plants flown like kites,

staircases shifting between ancient civilizations.

What I wrote sounded pleasant enough.

Sometimes I only wrote a few words, spaced out,

and the page became a picture. A group ringed me,

growing each day, asking me to read aloud,

nodding at telephones and marmalade.

I fled into the words and the words fled from me.

One day I realized no pages were left to fill,

nor did I have any more visions.

The group dispersed and I found myself alone.

I put away the notebook with mingled loss and relief.

Some kind of epoch had ended, it felt like.

I’d long since removed the hands of the clock,

so as not to be disturbed by time’s passing.

 

Tired, I couldn’t think what to do.

A walk, as nearly always, was the answer.

My back ached; I moved slowly. The shop

around the corner was no longer a stationer’s;

now it sold salami. Wrinkles made maps on the backs

of my hands, showing me places I would never go.

My legs carried me farther and farther until at last

I reached fields. It wasn’t too distant;

I lived on the limits of the city. I asked someone

to borrow a shovel and started to dig;

in the green around there was no one.

I kept this up a few months, or a long time,

until I’d created a perfect square.

Then I poured the cement foundation and began

to lay bricks, one after the other, in a row.

I had a house. My back still ached, since I’d tied

the box of notebooks to it. I remembered this

and thought it would be nice to take down that load.

Tearing out pages at great speed, I began

to make a disordered pile. Sizing them up now,

I think there’ll be enough—overlapped and glazed

they’ll make for passable wallpaper.

 

 

 

 

 

Alazán

 

The alazán is a kind of reddish horse

with a gold mane that lives

in Argentina. I started reading about it

because I didn’t know whether

to translate it as “sorrel” or “chestnut”

(although even then I knew

its essence went beyond its name).

It’s a proud animal, it walks with head high,

it paws the ground, it shakes off flies.

It whinnies when a human approaches,

it’s very independent, it’s wary of contact.

It has big eyes and often stands

quite still looking at the landscape.

When someone walks up

with an outstretched hand full of oats

it doesn’t immediately nose forward,

but swishes its tail then leans down

with dignity. It’s a very magnificent creature,

so magnificent I realized I could

no longer live without one. The imaginary

was coaxed into the real. Now I spend

as much time as possible with my alazán.

Sometimes I give its mane tiny haircuts

and brush out its shining tail. Sometimes,

and these are my favorite times, it goes

running over the grass very fast,

very very fast, and I think it is happy.

I sit and make sketches of it in motion,

every sketch different, never a repetition

—diversion and stillness—

and seeing it so happy makes me happy too.

Alazán, alazán. So proud and free.

Don’t be afraid to walk my way in the pasture…

the way is gentle, the gate is open.

 

 

 

 

 

 

 

Fleur d’ennui no. 6

 

What I’d really like is to fly,

to feel myself weightless

above an open sea

that fades softly to blue.

 

Maybe alone, maybe with a boy

whose hair flutters in the wind,

whom I know well.

 

Maybe we’ll turn colors,

cream or white peach,

the color of the city

early in the morning.

 

Maybe a seagull will glide by,

weightless as I am.

If it does so I’ll drift that way,

to tell it how much I admire

the lightness of its bones.

 

 

 

 

 

 

All the ludic spirits

 

All the ludic spirits past and present

convene in the market square

the horses have big grins on their faces

spirally galaxies fill the sky

 

— all the ludic spirits past and present

connected by invisible rays —

 

ghosts of the south

with plans to haunt the north

those Greeks who sought

not persuasion but transport

 

all the ludic spirits

uninterested in paying tax to any empire

or building pyramids or walking down

institutional corridors

 

all the ludic spirits past and present

connected by omega forces or sound waves

are here, dreams of Zeus

in a sprightly humor.

 

 

 

 

 

 

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