Presentamos, en versión de Victor Ivanovici, los poemas escritos en rumano por Paul Celan. Estos poemas representan los inicios del poeta antes que adoptara la lengua alemana. Celan es uno de los poetas europeos más influyentes del siglo XX, y para mucho es el poeta más importante de la posguerra.
Reencuentro
Sobre las verdes, calcáreas dunas lloverá esta noche.
El vino hasta hoy conservado en boca de muerto
despertará el país de los puentes, emigrante en campana.
Y dentro de un yelmo un badajo humano doblará la audacia.
Y así, con paso más veloz, también han de llegar los árboles
para aguardar la hoja lenguaraz traída en una urna,
mensaje de un dormido acantilado enviado a la marea de estandartes.
Bañado sea en tu mirada, y crea yo que moriremos juntos.
Tu cabellera escurrida de un espejo en gruesas capas cubrirá el cielo;
allí también yo encenderé con manos de cierzo un otoño.
Y desde aguas sorbidas por ciegos, mi laurel diminuto
ha de subir por una escalera tardía para morderte la frente.
Amatorio
Cuando también para ti las noches comiencen al alba,
nuestros fosforescentes ojos bajarán de las paredes como nueces sonoras,
y te pondrás con ellas a jugar, mientras por la ventana se desbordará una ola,
nuestro único naufragio, suelo traslúcido a través del cual
miraremos la habitación vacía debajo de la nuestra;
tú con tus nueces la amueblarás, y yo tu cabellera a guisa de cortina colgaré en la ventana,
vendrá alguno y por fin la alquilaremos
y arriba volveremos para anegarnos en casa
Nochebuena
En Nochebuena, estación sin horas,
mandaste al más joven ataúd que invitase a tu amada;
desde el espejo hacia ella partieron las ardientes lágrimas
en candelero amargo que brotara de una sien;
el anillo apagado en la copa encaramose a la ventana
para verla llegar entre nieves con su cabellera dormida;
las manos despeinadas salieron a recibirla en la entrada,
y arriba, en los salones, los poetas se reunieron a bailar el vals.
Mas ella rebasó el umbral para encararse a un párpado
y para ver dormirse el bicho junto a su seno desvelado…
En las baldosas rodó un dado con ojos color de albaricoque,
y el torreón de aquel castillo de madera dicen que se escapó con una sombra.
[Al día siguiente iban a iniciarse las deportaciones]
Al día siguiente iban a iniciarse las deportaciones. La noche anterior llegó a mi casa Rafael, vistiendo una desesperanza vasta hecha de seda negra, con capucha. Sus miradas incandescentes se cruzaron sobre mi frente, y mis mejillas empezaron a chorrear vino, y el vino inundó el suelo, y los hombres lo sorbieron en sueños. —Ven conmigo, me dijo Rafael, y echó sobre mis hombros demasiado rutilantes una desesperanza igual a la que llevaba él mismo. Yo me incliné sobre mi madre y la besé incestuosamente antes de salir. Afuera, un enorme enjambre de mariposas grandes y negras que llegaban de los trópicos me cerró el paso. Rafael me arrastró tras él y juntos bajamos hacia la línea del ferrocarril. Bajo mis pies sentí los rieles, muy cerca se oyó el silbido de una locomotora y el desasosiego me llenó el corazón. El tren pasó encima de nuestras cabezas.
Abrí los ojos. Delante de mí, en un espacio infinito, vi un enorme candelabro con miles de brazos. —¿Es de oro?, susurré al oído de Rafael. —De oro. Te subirás ahora a uno de sus brazos, y cuando yo lo levante por los aires, tú cuélgalo del firmamento. Si antes del alba logran volar hacia allí, habrá escapatoria para todos. Yo les enseñaré el camino y tú, arriba, los recibirás.
Así lo hice; Rafael empezó a pasarse de un brazo a otro y, al tocarlos, el candelabro comenzó a elevarse. Sobre mi frente se posó una hoja, justo en donde la había tocado la mirada de mi amigo; una hoja de arce. Miré en derredor: no, ése no era el cielo. Pasaban las horas, y yo sin encontrarlo todavía. Muy bien sabía que abajo las gentes se habían reunido, y Rafael los rozaba uno a uno con sus dedos finos, y ellos comenzaron también a elevarse, pero yo ya no podía detenerme.
¿Dónde estará el cielo? ¿Dónde? ¿Dónde?
[De nuevo he suspendido las grandes y blancas sombrillas ]
De nuevo he suspendido las grandes y blancas sombrillas en el aire nocturno. Lo sé: no pasa por aquí la ruta del nuevo Colón y mi archipiélago ha de permanecer ignoto. Las ramificaciones infinitas de las raíces aéreas (de cada una pende, por mí colgada, una mano) han de abrazarse en la soledad; desconocidas por los viajeros de la altura, las manos las estrecharán cada vez más convulsivamente y nunca más se quitarán el guante de la melancolía. Todo esto lo sé, como sé asimismo que no puedo fiarme de la marea que, con su espuma casi subterránea, baña las costas recortadas de estas islas que yo quisiera ver pertenecer a un sueño autoritario. Bajo mis pies descalzos la arena se enciende, me levanto de puntillas y comienzo a elevarme hacia allá. Con su hospitalidad no hay que contar, eso también lo sé, pero ¿dónde más atracar si no es allí? No me reciben. Un mensajero, para mí desconocido, sale a mi encuentro en alta mar para decirme que se me prohíbe toda escala. A cambio de un minuto de descanso, ofrezco mis manos ensangrentadas por las espinas sueltas del cielo nocturno, con la esperanza de que quizás de allí, desde el sedoso litoral del primer separarme de mí mismo, pueda aún levantar un segundo aparejo,
de velas redondas e hinchadas, y así tal vez proseguir mi viaje hacia él. Ofrezco mis manos para que se encarguen de que el equilibrio de esta flora póstuma permanezca al abrigo de cualquier peligro. De nuevo mi oferta es rechazada. Lo único que me queda es partir, pero estoy completamente falto de fuerzas, y entonces cierro los ojos buscando a un batelero.