62 voces de la poesía argentina actual: Carlos J. Aldazábal

En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos al poeta Carlos J. Aldazábal (Salta, 1974). Ha publicado los poemarios: La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), El banco está cerrado (2010), Piedra al pecho (2013) y Camerata carioca (2016). Su poesía ha sido reconocida con numerosos premios, incluida en diversas antologías, y traducida al árabe, al inglés, al portugués y al italiano.

 

 

 

 

 

 

Tigre

 

Felino sí.
Probablemente puma o simple gato:
la madera tallada no transmite verdades
y a un tigre de madera no se le ven dibujos.

Faltaría un pintor, alguien que con minucia
le decore el hocico, las patas, los costados,
para que la madera forme el tigre,
espejismo de rayas, pura voluntad de artesanía.

Luego sí, vendrá algún domador hecho de plomo:
acercará la silla, y al oído del tigre
escupirá verdades hasta formar la jaula.
Con un poco de alambre cubierto de algodones
construirá un gran aro para que el tigre salte
y el fuego lo consuma, como consume el fuego la madera.

¿Y si el tigre le ruge? ¿y si el tigre no salta?
¿si la silla se rompe y el domador tropieza?
¿y si el fuego perdona los colores del tigre
y se encarga del plomo y lo convierte en río,
y el tigre va y se baña, como hacen los tigres
que no son de madera, y se queda sin jaula?

¿Entonces se sabrán los dibujos del tigre?

¿O será por el agua, su devenir, sus ríos,
    que Heráclito hablará de las certezas?

 

 

 

 

Motivos

 

No es fácil perder tantas peleas,
remontar las tareas cotidianas,
decidirse a vivir con la náusea en la nuca.

Resucitar por día, por minuto,
reencarnado en helecho o en hormiga,
resucitar contrarreloj en la caída
para evitar morir de doble muerte.

No es posible aflojar: así es el juego,
esta sutil condena de continuar naciendo
                           a pesar de los otros.

Por eso es que persisto en mi disfraz de circo,
porque la risa y el amor son escaleras
que trepamos sin miedo mientras nos resbalamos.

Quiero decir:

tus ojos me han mirado,

y así vale la pena tanto esfuerzo.

 

 

 

Kandinsky

 

La cuestión aquí es la despedida:
un pañuelito que se agita despacio
y una acequia por las mejillas.

Toda despedida es un pequeño luto,
como el negro de tu falda
o aquella tarde de domingo a la luz de la lluvia.

Algo de nostalgia también hay:
no por el pasado, sino por el futuro,
camino perdido entre malezas,
profecía que nunca ha de cumplirse.

Luego está la canción,
sea grillo, vals o chacarera,
candombe, acordeón o pajarito:

ruido impertinente que suena en el cerebro
sin que nadie lo llame,
justo cuando el pañuelo se agita
y las acequias desbordan
la lluvia, tu falda y el domingo.

La canción:

línea de fuga a lo Kandinsky
que pretende elaborar sus teorías
trazando una espiral:

punto en expansión por donde escapa el tiempo.

 

 

 

Guacamayo

 

Tu máscara está pintada como un guacamayo:
eso te hace hablar más de la cuenta, y ese murmullo,
atrapado en la máscara, suele ser encantador.

A veces tu máscara alucina en la noche
como una balada irresistible entonada por hadas.
Otras veces, la presión del rojo la lleva a irradiar
un aire de vergüenza: es cuando yo acepto taparme la cara
con una bolsita de cartón, de ojos pintados y boca sonriente,
ideal para andar por una avenida transitada
                                            sin ser percibido.

Sé que querés, pero yo no me atrevo a prestarte un espejo.
La ilusión es tan buena que aterra lo real,
como bien lo señala el verde de tu máscara.

Lo único que podría alterar tu escondite
es que tu máscara deje de ser máscara
para ser guacamayo. Y ahí te quiero ver:

vos sin máscara con una bolsita de cartón tapándote la cara,
paseando por la avenida con un guacamayo al hombro:
un aterrador efecto de realidad.

Pero por ahora tu guacamayo sigue siendo máscara
y te protege, incluso cuando caminás con ojos enamorados
y todas las bolsitas de cartón de la avenida
                                         se dan vuelta para señalarte.

Esto es cosa sabida:

no basta un arco iris para tapar las nubes
ni una bolsita de cartón para morir
                      con la sonrisa en la boca.

Por ahora tu guacamayo es tu máscara,
                      y basta esa certeza.

 

 

 

Hamaca

 

Es que el misterio empieza con una sacudida,
un shock de sombra que estremece la escandalosa iluminación de la escena.
Otra probabilidad es que se sostenga en un zarpazo,
pero para eso el animal interior no debe estar amaestrado.
Al menos, algo de rugido debe conservar,
algo de toro enfurecido por la sangre.

Cuando digo “misterio” no me refiero solamente a tus ojos
o a la obvia pregunta sobre lo invisible,
salvo que lo invisible sea yo para tus ojos,
y ahí no hablamos de misterio, sino de olvido.

No: por misterio me refiero al estremecimiento, al vaivén,
eso que puede ser vals, aunque no solamente,
eso que puede ser sueño para despertar abrupto,
despertar de sirena, por ejemplo,
pero más de Odiseo que de ambulancia,

aunque para Ulises también hubieran sido misteriosos
esos colores rápidos, desatados al vaivén de la marcha,
al ulular de la luz contra la sombra, de la sombra contra la luz
                            y viceversa.

¿Y si el misterio no empieza?

Eso es lo inexplicable.

Ni sombra, ni luz, ni animal interior, ni esperanza, ni sangre.

Sólo una calma chicha, sobradamente conocida por otros navegantes,
los que anhelaron el misterio antes que el olvido,
             pero recibieron el olvido,
los que esperaron la gotita de sombra en la luz centelleante,
             pero fueron encandilados por el sol:
atados a su mástil, aguardando sus sirenas sin la suerte del griego,
mientras el mar los ahogaba, sin hamacarlos nunca.

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