Poesía polaca: Krystyna Dąbrowska

Presentamos, en versión de Nelson Ríos y Abel Murcia, poemas de Krystyna Dąbrowska (Polonia, 1979). Es poeta, traductora y ensayista.  Es autora de libros de poesía: Biuro podróży (Agencia de viajes, 2006), Białe krzesła (Cátedras blancas, 2012), Czas i przesłona (Tiempo y obertura, 2014). Su segunda colección ganó el prestigioso Premio Kościelski (2013) y el primer Premio Wisława Szymborska (2013). Sus poemas han sido traducidos al inglés, alemán, italiano, español, ruso, sueco, griego, francés, portugués, búlgaro y chino. Aparecen regularmente en revistas literarias en Polonia y en el extranjero, incluidos Harper’s Magazine, Akzente, Sinn und Form, Quadernario LietoColle 2016 y Manuskripte. Sus traducciones incluyen la poesía de W. C. Williams, W. B. Yeats, Thomas Hardy, Thom Gunn y Charles Simic, así como cartas seleccionadas de Elizabeth Bishop y Robert Lowell. También tradujo dos sátiras tempranas de Jonathan Swift (The Battel of the Books, A Tale of a Tub, publicado en 2013) y The Thirteen Petalled Rose. Un discurso sobre la esencia de la existencia y la creencia judías por Adin Steinsaltz (publicado en 2014).

 

 

 

 

AGENCIA DE VIAJES

 

Soy una agencia de viajes para los muertos,

les organizo vuelos hasta los sueños de los vivos.

Acuden a mí famosas celebridades, como Heráclito,

para poder visitar a un escritor que lo adora,

pero también acuden muertos menos conocidos, como un granjero de la aldea de Wasiły,

que desea aconsejar a su esposa sobre la cría de conejos.

A veces varias generaciones de una familia fletan un avión

y aterrizan en la frente del último de los descendientes.

Tengo también relaciones con los asesinados,

que como cursan regularmente a los sueños de los supervivientes

acumulan millas del programa frequent flyer.

A nadie le niego mis servicios.

Encuentro las mejores conexiones posibles

y me reprocho que un joven amante,

para llegar al sueño de su novia,

tenga que hacer escala en el sueño de una arpía roncando.

O cuando las condiciones atmosféricas fuerzan un aterrizaje de emergencia

y el muerto me telefonea: ¡haz algo,

estoy atrapado en el sueño de un niño aterrorizado!

Incidentes así provocan estrés y son un reto

para mí, una agencia pequeña con grandes aspiraciones ,

porque aunque no tengo acceso ni al mundo de los muertos

ni a los sueños de los demás,

gracias a mí se encuentran.

 

 

 

 

 

 

De niña me ponía junto a una puerta abierta, uno de mis padres

colocaba una regla sobre mi cabeza,

y marcaba con lápiz una línea en el marco.

 

Después hubo otras puertas, a las que me llevaron mis aspiraciones.

Con una decidida raya, éstas comprobaban cuánto había crecido.

 

Ahora tú me mides a mí, y yo a ti.

Dos líneas horizontales temblorosas –

nuestros cuerpos

 

se arrebujan uno en otro, se ahondan en ellos

y no hay más alto o más bajo, no hay medidas.

 

 

 

 

 

HERMANOS

 

Una anciana baila flamenco.

En el esfuerzo late su antigua levedad.

Es alta, esbelta como una garza encorvada,

tiene una falda de faralaes, las mejillas hundidas.

La anciana baila a la joven

que murió en tiempos de la guerra.

Tras el espectáculo se limpia el maquillaje, se quita la peluca

y el vestido, se pone unos pantalones, una chaqueta

y se convierte en la persona que es fuera del escenario:

un hombre, el hermano de la asesinada.

El anciano vuelve a casa.

Se la hizo con jirones del pasado,

de fotos, de afiches y de recortes de periódico.

Entre ellos cuelgan vestidos, que él mismo borda a mano:

multicolores pájaros exóticos.

Y el retrato de su hermana: le pone flores.

Antes de la guerra viajaron por toda Europa,

famoso dúo de bailarines adolescentes.

Luego vino el gueto, la huida, la separación.

Se dijo a sí mismo que si había sobrevivido,

era sólo para ser la reencarnación de ella en la danza.

El anciano bailarín prepara un té.

Silencio. Es la hora de las luces apagadas.

Muy pronto se irá a la cama, pero antes, tal como está,

sin disfraz ni maquillaje, zapatea en el umbral de la cocina

al ritmo del huesudo repiquetear de las castañuelas.

 

 

 

 

 

 

 

 

No soy capaz de decir nosotros, a menos que nosotros

sea un guión entre yo y ,

que conduce una chispa, y a veces

semeje el tira y afloja de una cuerda.

No puedo escribir nosotros, a menos que nosotros

sea un paréntesis para nosotros dos, en el que dormimos

y del que intentamos arrojar un avispón.

A menos que nosotros sean nuestros cuatro ojos:

observan cómo el avispón retumba en el globo de la lámpara,

color café con rayas doradas, míralo – qué belleza.

No me puedo inscribir en un nosotros más grande

que los círculos que zumban y que dibujan las alas

alrededor de ti y de mí, que se entrelazan

y crecen desde nosotros, y viajan cada vez más lejos.

 

 

 

 

 

 

UNA IGLESIA ORTODOXA EN GEORGIA

 

Cinco cantantes encontrados por casualidad en el camino

nos llevan con ellos a una iglesia ortodoxa medieval.

No hace mucho era una encantadora ruina,

pero se decidió que había que restaurarla

Llegamos directamente hasta el rugido de los bulldozers.

Sobre ellos unos muros como de icopor

y una cúpula recién pintada,

como un gigante exprimidor de limones.

Echamos un vistazo en el interior. También está en obras.

¿Qué nos queda? Dar una vuelta alrededor

de la construcción, triste como una anciana

tras una operación de cirugía plástica, sin huella de arrugas.

De repente, uno de los cantantes, con rostro de azor

y un cabello como alas blancas, empieza a cantar.

Los otros se suman. Esa es su oración.

Rodean la iglesia, desaparece el traqueteo de las máquinas,

cinco voces poderosas reconstruyen el silencio

y todo lo que hubo aquí antes de la restauración.

En la tosca y lisa fachada, aparecen claridades,

Están en nosotros, mientras volvemos al polvo y al bullicio.

 

 

 

 

 

EN EL METRO

 

El destello de un espejo. Como en un minúsculo acuario,

ascienden los ojos, las cejas, una boca depredadora.

En la multitud, entre tanto atropello, con mano firme, una muchacha

se hace la línea del ojo, se pone rímel.

 

El día es cálido. Una pareja mayor, tensa y silenciosa,

con un delgado nieto envuelto hasta las orejas.

Van de pie junto a la puerta en un vagón casi vacío

como si fueran a bajar de un momento a otro. Pero siguen su viaje.

 

Juegan a palmas. ¿Hermano y hermana? Las delicadas palmas del niño

plas en las palmas de la jovencita vestida a la moda,

seductora desde las plataformas a las gafas oscuras.

Ella ríe. Una sana alegría. Por un momento vuelve a ser niña.

 

Una tarde a comienzos de diciembre. Transportados por el ritmo del viaje

los rostros en el metro arrojan muecas, disfraces,

se sumen en sí mismos, y se relajan como una caligrafía

que a medida que uno escribe se va haciendo cada vez menos legible.

 

 

 

 

 

 

 

¿Dónde he de mirar para verte?

¿De cerca o de lejos? ¿Y desde qué tiempo?

Cuando me alejo, intentando abarcarte

de pies a cabeza, como un cuadro sobre el caballete,

siento que eres tú quien me abarca,

me cambia, me da color, me lo quitas.

Una vez te miro a los ojos, otra miro con tus ojos,

Cuando duermes o cuando te sueño,

vuelvo a  buscar un detalle – un objeto, un gesto, una palabra-,

que se abra como un capullo e explote siendo tú.

Tantos puntos de vista, y yo atrapada en punto muerto,

enredada por el hilo con que quería unirlos.

Y no sé si estás en ese hilo,

o en el destello de las tijeras que lo cortan.

 

 

 

 

 

OCEANARIO

 

Tras el cristal los peces se deslizan como el equipaje en la cinta.

Una barracuda y un tiburón junto a pacíficos bancos de peces

como pastores del rebaño. Es difícil de creer:

nadie asusta nadie, ni lo persigue, ni lo devora.

 

Esta armonía exige un oculto aislamiento.

El enorme tanque está dividido por muros transparentes.

Los lánguidos depredadores pasean por sectores diferentes

a los de sus hermanos, frágiles como bandejas de porcelana.

 

En nosotros las chispas de luz también viven junto a las amenazas,

la felicidad destella descaradamente ante las mandíbulas de tiburón,

que no la devora – como si fuera sólo un sueño.

 

Pero inadvertidamente desde las verdes profundidades

una sombra alargada se alza y crece,

y corta los más gruesos cristales un solitario pez sierra.

 

 

 

 

 

 

 

LA CIUDAD DE LOS MUERTOS

 

En las cuerdas tendidas entre las lápidas

una mujer cuelga la ropa recién lavada.

Alza sus brazos como en un mudo lamento

para sujetar con pinzas bragas o camisas.

Enaguas y sábanas danzan entre las piedras.

Alrededor, mausoleos, en los que viven gentes,

realquilados de los muertos y centinelas de su reposo.

Por todas partes, la algarabía de los niños

juegan a fútbol, las tumbas son sus porterías.

Una madre los llama a comer, y su voz

se mezcla con una oración en la capilla.

Hace sol. Polvo del desierto. La ropa se seca rápidamente,

caen restos de humedad sobre la tierra del cementerio.

En la entrada de los mausoleos los vecinos se sientan a tomar el té,

y pasan las tardes bajo la exigua sombra de las tumbas,

ligados a ellas como las cuerdas con la colada.

 

 

 

 

 

 

 

Somos un diccionario. Nuestras lenguas

se encuentran en las trémulas cubiertas.

Traducen cuerpo en alma, alma en cuerpo,

deseo y realización en sudor y semen.

En lugar de entradas en orden alfabético

un alfabeto en libertad, una o susurrada, una a en voz alta,

y una mixtura de terminaciones masculinas y femeninas.

¿Qué nombre tienen tus dedos para mí?

¿Cómo te nombra mi vientre ardiente?

Nuestras respiraciones son páginas pasadas

en busca de voces desconocidas

que ¿qué tipo de oración formarán?

 

 

 

 

 

 

 

POSABAN POR UNA MISERIA

 

Posaban por una miseria. Más algo extra por quitarse los calzones.

Entre ellos, un chico de pelo blanco, permanentemente feliz:

durante quince minutos un héroe griego, luego correrá a por una cerveza.

En el estudio, o se congelaban con las ventanas abiertas,

o nos sofocábamos con las ventanas cerradas.

Obligados a estar de pie, a sentarse, modelados, en los breves descansos

se masajeaban los pies,

paseaban arriba y abajo por el pasillo en ropa interior y la chaqueta sobre los hombros.

Una anarquista rechoncha de unos treinta años exigía “una pose con libro”

y con las cortinas de fondo, desnuda, estudiaba para los exámenes de reválida.

Un bailarín nocturno con una misteriosa contusión tensaba cada trémulo músculo:

le era más fácil petrificarse al vuelo que quedarse quieto sobre una silla.

En los breves descansos nos pedían candela.

Fumábamos juntos en un banco desvaído,

en escaleras y alféizares.

Y de nuevo, nosotros a nuestros caballetes, y ellos a sus pedestales.

Se movían, se entumecían. La tosigosa belleza

Dijo con voz ronca: por favor, inspírense en mí, no me copien.

Había también una giganta, permanecía con las piernas despatarradas,

su mata de pelo bajo la luz, su rostro en la penumbra.

 

 

 

 

 

 

 

NOMBRES

 

Verano, la estación de las sandías.

Y tu historia sobre ellas:

la infancia, un sanatario

para pacientes incurables,

las blancas cofias de las Hermanas de la Caridad

surcando el jardín.

Tu abuelo, director del hogar,

cultivaba sandías en unos invernaderos.

Las hermanas iban allí

para elegir la fruta

–aún no madura

sobre sus tallos umbilicales–

y todas escribían

con letra caligráfica,

su nombre en la sandía elegida.

Tenían allí algo suyo

que guardaban celosamente.

Los sandías crecían, y con ellas

sobre la verde piel a rayas

también los nombres, cada vez mayores.

Como si se hubieran liberado

de las monjas enfermeras

que los lucían modestamente como sus hábitos,

y estuvieran viviendo una segunda vida

de frutos suculentos,

que se abrían paso entre las hojas.

A veces las sandías estallaban.

Una grieta recorría el nombre.

Y aparecía en su interior

la pulpa color rubí.

 

 


 

 

FÁBULA DE LOS ERIZOS

 

Me escribes sobre un erizo domesticado

que se enamoró de un cepillo de restregar.

 

Encerrado entre cuatro paredes encontró a ese alguien especial

como él y no como él, otredad y parentesco.

 

Cuánto correteó a su alrededor antes de comprender

que la otredad tenía una superioridad insuperable.

 

Y cuánto correteamos a nuestro alrededor,

al principio como salvajes erizos mutuamente fascinados,

 

después tan a menudo ofendidos porque el otro

pasa de nosotros como si fuera un objeto. O somos nosotros quienes

 

ensordecemos, nos anquilosamos. Huimos.

A menos que algo nos arrebate: ése es mi auténtico erizo

 

con quien quiero seguir dando rodeos, aunque resulte estéril,

entre aquello que es igual y aquello que es distinto en nosotros.

 

 

 

 

 

 

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