Poesía joven de México: Carlos Rangel

Presentamos Santo oficio de Carlos Rangel (Aguascalientes, 1987). Estudió la Licenciatura en Ingeniería Mecatrónica en la Universidad Politécnica de Aguascalientes. Es poeta, narrador y guionista. Ha sido becario en narrativa del PECDA Aguascalientes y becario Interfaz de Literatura en el Festival Cultural Interfaz de Issste-Cultura, Guanajuato 2014.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SANTO OFICIO

 

 

 

 

 

 

 

 

Un crisol donde se fraguaron las primeras estrellas,

un domador de la peste,

los últimos estertores de la Entropía,

fue todo lo que heredamos

de nuestros padres que doblegaron al átomo,

los que lucharon contra los titanes gravíticos en vacíos siderales.

 

«El cuerpo de un astrónomo te valdrá tres óbolos

cinco medidas de deuterio, una daga envenenada,

el acelerador de partículas que elijas

y el derecho de irte de esta colonia con la cabeza pegada a tu cuerpo».

 

¿Cómo era ese alfabeto? ¿Despejamos una

ecuación y somos capaces de leer el versículo?

No lo recuerdo.

La caída del signo es irreductible.

 

 

 

 

 

 

 

 

Se nos previno de la gran revolución: Galileo Galilei

al frente de nuestro ejército

vendría con su arma nueva en las manos,

con su telescopio recién armado.

 

Copérnico y Kepler: nos legaron el signo,

una forma nueva de contemplar a los clásicos dioses.

 

Isaac Newton, principio sideral, nos enseñó a escribirnos cartas con las esferas y su música.

La ecuación es primicia. El nuevo Evangelio anuncia que matemáticos serán el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Sólo hay racimos de tetraedros moviéndose al unísono ahora», nunca

me sonó más dulce el canto,

el ritmo del hidrógeno convirtiéndose en deuterio

con el estribillo celeste.

Ave de signos, vibración arquetípica,

música de átomos,

creemos en un nuevo estado de la materia.

Un dogma que no arrastre al celebrante a su condenación.

Canto estelar.

«Haga vibrar una partícula de hidrógeno

de forma que la frecuencia sea igual al número áureo y entonces sabrá: de números se puede leer el libro de Dios.»

 

 

 

 

 

 

 

 

Andrei Linde nos dijo que el universo se infla: se crean

burbujas espacio-tiempo,

surgen universos paralelos conforme escuchamos o leemos estas palabras.

Lo que no dijo fue cómo olvidarnos de ese miedo

que nos atenaza en las noches a quienes tratamos

de cubrirnos con una ecuación

para escapar de los rigores del hambre,

para olvidarnos de que este universo se dirige a la más monótona oscuridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

Una forma de reconocer el Multiverso: lo que nos une en la batalla parricida de los primeros días.

Un modo extraño

de soltar estrellas a que iluminen las negruras cósmicas,

eso que nos vuelve esclavos de nuestro último aliento. La más bella

singularidad que se apaga en el vacío.

 

Vinimos a morir a este mundo que algún día

también perecerá. Es nuestra fe lo que anunciamos,

nuestro mensaje a todo el que tenga oídos: somos

hermanos en la postrera aniquilación.

 

Y el astrónomo yace aún sujeto a sus signos,

es la obliteración lo que busca,

antes de que el planeta dé otra vuelta.

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