En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos al poeta Leopoldo Castilla (Salta, 1947). Publicó más de treinta libros entre poesía, narrativa y ensayo. Obtuvo premios nacionales e internacionales. Los últimos fueron el Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora, del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Venezuela y el Premio de Poesía de la Academia Argentina de Letras al Mejor Libro de Poesía publicado en el trienio 2013-2015. Poesía suya ha sido traducida a trece idiomas. Se han editado diversas antologías de su obra en países de lengua española y en París.
Duda
Después de cruzar la tempestad,
haberlo visto todo
y perdido la razón
la calavera, responde:
no, Hamlet,
ser y no ser,
simultáneamente,
India
XIX
A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos
La brasa de la luz
y la carne
dilatando los hombres, afeminando el barro
hicieron Benarés.
¿Hay un sitio
donde se una lo sagrado y el cuerpo
que no sea en el asombro
de ir desapareciendo?
¿Quién sino el hombre que huye
de su propia distancia,
que se va quedando en lo que ya se ha ido
puede,
sin ver su llaga,
mirar un río?
No hay como su sensación
templo tan profundo
que deshunda el agua,
ni inmensidad
como la de seguir naciendo
para perder futuros.
Como el río.
Aquí viene a morir, en una casa azul espera
que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.
Junto a su mujer anciana
secreteándose
comen sus huecos,
intersticios de su historia
pedazos de un pan
que nunca podrá ser dividido.
Ella lo ayuda:
si ocupa todo el recuerdo
le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,
su jarro, su nombre, su sombrero
(todavía está imantado)
y lo lleva al Ganges
para que alce el agua y la aplauda
y la deje caer en la luz
pues para cruzar el infinito
hace falta una infancia.
Junto a él, otros, van perdiendo su alguien
(también su alguien pierde
el que pide salvarse)
Todos
lámparas
con el agua al pecho
entre la vida y la muerte
perplejos
en un fuego sin instantes
hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad
que unge el río
y tiemblan
de tanto adiós sin salir de la carne.
¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle
y el niño
que flota
sin luna, en el fondo?
No es la muerte
sino la forma
en que los abandonó el espacio.
¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas
que, antes de prenderle fuego,
da vueltas alrededor de su madre,
que no sea señalar un sitio
pues no hay sustentación
ni pierde distancia lo que cae?
Y entre la muerta
sin fondo, en su mortaja
y el esposo que se afeitó los cabellos
para despedirla
qué se rompe
sino un relámpago
y cada uno vuelve a su soledad
de no ser ni solo
pues a la muerte la une la asimetría.
Ese cadáver que pasa sobre la corriente
con un pájaro vivo
parado
sobre la profundidad de su cabeza
flor de agua
va como el río
de cuerpo presente
en su ausencia.
¿Dónde está Benarés
sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,
cruzando el día
como apagones, haciendo noche
en la fosforescencia,
buscando camino donde sólo hay señales,
cada uno en su espejo
para que el otro no se vea, llamando dios
a lo inestable
queriendo llenar la velocidad
con una piedra
hasta llegar a Benarés
y hundirse en el río
para acabar en alguna forma
y ser uno la salida
a la que nunca llega.
Y el hombre le dice al dios:
esta es mi carne
la única que te queda.
Desde el río se ve el humo
sólo hay una orilla
donde el muerto comienza.
Esa nube es él. Ahora se ve cómo
se sentía
y cual era la forma que se desorientaba
en la forma que él era.
Ahora no importa dónde arde.
Tampoco en la vida
tuvo dentro ni fuera
ni lo retuvo un sitio.
Lleva una luz que la luz no toca.
No se detiene
porque todo lo atraviesa.
Lo dan al río. Se lleva
el agua sus cenizas.
Agua sin agua sentirán que llueve
cuando nunca vuelva.
Balada de Auschwitz
En la valija de Jacobo caben
una camisa, una fotografía
y el polvo del camino
que adelgazó cuando lo enterraron.
Estos son los anteojos de Issac.
Los de ver irse el mundo
por una grieta de un vagón del tren.
Los limpiaba con su aliento. No podía
respirar si miraba,
si respiraba se quedaba ciego.
Este es el pelo de Esther
encaneciendo solo. Esos
los zapatos de Samuel y la muleta de Aarón
y la pierna de madera de Raquel.
En esta mancha del jergón de paja
se disolvió el niño
al mamar la tiniebla de su madre.
Esa es la tela que tejieron con sus cabellos
( y es que lo frágil
hila el espanto. )
Este es el sobretodo de Josué
donde se encerró. Su casa oscura.
No lo pudieron hallar
cuando lo asesinaron.
Detrás de las barracas
los hambrientos alambrados
el ojo demente de los reflectores
y un patíbulo.
Fuera de Auschwitz todo es nieve
y silencio.
Hombres y mujeres por la tierra.
Por toda la tierra
sombras
de blanco.
Duplicidad del átomo
Un átomo puede estar en dos partes
al mismo tiempo,
como el que agoniza lejos
y vino a despedirse
o como yo estoy aquí
y en tu pensamiento.
Eres
un 99,9 por ciento de vacío.
El resto: la atribulada
y eficaz biología, sólo alcanza
para que seas una imagen.
(Por eso podemos proyectarnos).
Mira cómo entra y sale
por ti, como si nada,
el agua,
cómo una palabra puede traspasarte.
Te supones completo
pero, como el mundo,
sólo estás entero en tus pedazos.
Sin embargo ese átomo
en los dos lugares
es único.
Puede que esté girando dentro tuyo.
Que seas en su órbita
un punto
por donde una vez
pasas real
y después,
todo el tiempo,
pasas invisible.
Mundos invisibles
En los mundos paralelos
el mismo acto,
con iguales protagonistas,
modifica los hechos,
cambia el final,
trastorna el argumento.
No hay un único destino,
cada opción se cumple
(esa lección está en los sueños).
Si en la suma de todas las combinaciones
está el tiempo abolido,
la eternidad, entonces, no tendría extensión
y podría permanecer
en una inminencia absoluta
el universo.
El busca esa potestad.
Y apuesta.
Pero el azar no descansa.
Si el Todo para cada designio crea un mundo
el azar
para cada mundo
crea un espejismo.