Poesía norteamericana: Sasha Pimentel

Presentamos una selección de Want of Water: And Other Poems, el más reciente libro de la poeta Sasha Pimentel (Beacon Press, 2017). Sasha Pimentel nació en Manila, en las Islas Filipinas y se crió en los Estados Unidos y en Arabia Saudita. Want of Water: And Other Poems fue seleccionado por Gregory Pardlo como ganador de las National Poetry Series (EEUU) en 2016. También es la autora de Insides She Swallowed (West End Press, 2010), y ganadora de la American Book Award en el 2011. Actualmente es profesora asociada del Departamento de Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso. Las versiones son de la poeta Paula Cucurella. 

 

 

 

 

 

 

Si muero en Juárez

 

Los violines en nuestra casa están vacíos

de sonidos, cuerdas quietas, dedos

ausentes. Este en particular puede poner a una mujer

de rodillas, solo para escucharlo una vez más,

su voz espesa como un callo

saliendo del estómago de madera. Las cuerdas de este otro

están rotas. Y otro, abierto, ofrece la boca.

Quiero besarlos,

el beso que no me han dado me quema,

quiero destruir sus cuellos frágiles en la cáscara de mi palma,

mis dedos deslizándose en el puente, pulsando

cuerda tras cuerda,

esta protesta silenciosa—:

mi lengua remando entre los trastes,

de nuestras gargantas

elevadas por el silencio

de la custodia.

 

Trece maneras de llegar a ella

 

1.

 

Mi madre me dice que un pájaro la está intentando matar. Me pongo tensa. Recuerdo su ojo

pulsante, abriendo—cerrando. Poniéndose un vestido al vuelo, la cáscara de su aliento tragándose el teléfono. (Tono). El pájaro canta, la mata suavemente, minuciosamente.

 

Ahora mi madre trina en voz alta, con el canto del estornino

 

2.

 

Solo de noche aprendo su soledad, entre la bruma de los comerciales informativos, su pierna fría acalambrada y amarilla, y en algún lugar allá afuera, su marido,

la campana sin tocar de las aves matutinas.

 

3.

 

Le intento preguntar dónde está.

 

Tu padre se llevó el carro cuando choqué; nunca he vuelto a conducir. El único lugar donde puedo escucharlo es en el baño de abajo; llevo acá una semana. La morada de su cuerpo, un animal en duelo. Cargo a mi madre en mi hombro, guardo su voz en mi mejilla, paseo sus casi-confesiones por mi casa—una stanza all’altra—la puerta de su única habitación cerrándose.

Fuera de mi ventana: Juárez arde en llamas. Su ojo parpadeante ya debe estar aleteando, párpado emplumado balanceándose en la sombra, y me está matando: no puedo dormir: y cuando despierto, está en la ventana. Sus tejas marcadas por el destinte de la luz que vela.

 

Disimulo mi amor por los pájaros y las calles.

 

4.

 

El nido de las manos de mi madre:

 

cambiando y deslizándose a signos, al palmazo no recibido, y una vez, el remolino de cien escarabajos.

 

5.

 

Despierto al sentir algo que me cepilla el cuello.

 

6.

 

Medias noches en que ella apretó su estómago contra mis rodillas, susurrando, shh, soy yo, la mami, para que no la empujara––sabía las palabras de su peso, entonces entendí que no era la figura de mi padre. Cayendo

despierta: cambio

 

del centro frío del agua, rizos hasta el punto de fractura del hielo.

Él se vino manejando del trabajo, libre, el cinturón enfrió el aire con su forma serpentina, sus dientes opacos. Mi madre le ayudó a llevar a sus hijos a la cama.

 

Después, ella entró

 

nuestra habitación, chasqueando como estornino, sus manos empecinadas en el mentolatum, nuestras ronchas desafiantes, las pestañas cristal de algodón. La luz

de la luna arrullaba su garganta vibrante. El olor a medicina de las muñecas de mi madre.

 

7.

 

Susan Wood pregunta si el duelo fuese un ave, y escucho la alarma del microondas.

 

Siete hombres caen de rodillas, al otro lado de la muralla, y del borde.

Mi garganta atascada de hierro.

 

Los estorninos son agresivos; los han visto echando azulejos, parloteando con mirlos, y protegiendo a sus polluelos, Shakespeare, temerario, imaginó a esta criatura imitando

Mortimer, Mortimer!, el pico silbando el nombre de un hombre para mantener vivo su enojo,

entonces los anglófilos y cuasi-ornitólogos sueltan 100 estorninos a través del océano

en Central Park––a finales del siglo XIX, el cielo salpicado con llamadas y partidas.

 

Mi padre llega demasiado tarde al picaporte, la oreja de mi madre una bisagra para adivinar sus pasos.

 

8.

 

Le compro un búho plástico en amazon.com

es solar, el cuello está articulado y los ojos le brillan.

El adulto que soy ya no quiere amar. De esta manera.

Pero recuerdo la plegaria de su axila en mi hombro, sus pechos creciendo en los míos naciendo, el olor de la alfombra y cargando sus piernas acalambradas.

Mortimer!—, mi madre—

 

su voz al teléfono sollozando mi nombre mantiene vivo mi enojo, y presiono el botón para el envío expedito.

 

9.

 

Vuelvo a casa del trabajo y el llanto de mi esposo. El cielo una persiana de humo. Y en sus manos una de nuestras gallinas, la cueva de su garganta escapó la boca del perro. La luna de vidrio en su ojo.

 

Plumas que suben y bajan.

 

El Diario: Siete asesinatos el fin de semana,

 

y acurruco mi palma en su cuello.

 

10.

 

Al día siguiente su voz se escucha fuerte. Acaricia la corona plástica del gallinero.

 

Don. Gratitud. (También agradecemos estar vivos).

 

Le digo que lance el búho de mentira cerca del sauce llorón y que deje que su cabeza tiemble. Hago sonar el cascabel de hielo en mi vaso, acuno la fiebre de mi madre de un lugar a otro.

 

11.

 

Las tejas afilan las costuras de sus sollozos.

 

Quiere saber donde está mi padre.

 

(Acordeón: mis nudillos.) Recuerdo el piso, fibras flotando en el pasillo, el tono escabroso de sus quejidos, el aliento crepitante de mi padre.

 

Pero el pájaro sigue cantando. Lo lamento, digo, lo lamento.  

 

Recuerdos al despertar:

 

Las nubes cremosas de nieve.

 

Una batalla alarmante en el magnolio—

 

Talco volando de las manos de mi madre. Y el sonido de la bisagra del piano, la nota sin tocar.

 

Antes de cojear mi madre hace un conteo, ritual necesario antes de abandonar una habitación:

cada interruptor de luz de prendido a apagado, trece veces. Ya se resignó con las escaleras. El duelo, y en Arkansas, un mar muerto de aves.

 

12.

 

Somos el borde de uno de los muchos círculos que hay. Le intento contar a mi esposo sobre el estornino de mi madre. Me agarra la mano, abraza mi sudor.

Ya no quiero escuchar. Estamos en el columpio del patio. Nos mecemos a la luz muriente.

El ruido de un teléfono escapa una ventana abierta, los timbales alados de sus gritos. El cabello de mi madre oculta el cielo sobre nuestras cabezas, nuestros poros arden. Su otra mano traza las vértebras duras de mi nuca.

 

13.

 

Solo quiero que su ojo errabundo se quede quiero.

 

Y en cambio imito su voz, mi garganta agitada con el trino

 

 

 

Castañas

 

Las granadas se secan en el árbol y un tren atraviesa el otoño, el pergamino de la noche empuja el borde un poquito más cerca. Llamo a mi padre para su cumpleaños, castañas partiéndose en el horno, la chimenea vestida de quemaduras, fruta meneando sus cascabeles. Quiero conocer el sueño de la semilla compacta, quiero que las Xs que he cortado en cada cáscara café se enrosquen—como el bello en el pecho de un hombre—, cada castaña abriendo su centro en la calentura. Paso entre el frío de mi casa, acurrucada al gas que sale de la cocina, y en las esquinas: figuras del enojo, cada una instalada en sus traseros, figuras familiares. Acurruco mi cuello en las formas brumosas, inhalando el abismo del silencio, habiendo amado los nudos en los cuerpos de los hombres, comenzando por mi padre, palmas esparciendo mis pechos con mentolatum (he confundido la indiferencia que sale de pequeñas cantidades de aire y calor con el amor, mi pulso deteniéndose en sangre estancada). La última

vez

 

que mi padre me tocó fue para año nuevo, estaba en la universidad, la familia en Manila de vacaciones, enferma de pena (solo habíamos vuelto a enterrar a nuestra gente, sus cuerpos distantes) y neumonía, me quedé en la cama del hotel, mi madre y mi hermano en la provincia prendiendo bengalas, y mi padre mirando la bomba del ventilador, mascarilla en mi boca expulsando la flema, y con inmenso cuidado levanta mi camiseta para esparcir mentolatum en mi pecho, su mano pequeña y química, y porque me enseñaron a no contestarle jamás a mi padre no pude protestar contra su dulzura, ningún zapato, ningún cinturón, solo su palma reposando entre el testimonio incluso más tierno de mis pechos? Y no avanzó. No dije nada. Los fuegos artificiales explotaron en el marco oscuro de la ventana, cúmulos carmín, y mi pecho se raja, y su centro callado y oscuro como una semilla.

 

 

 

 

A la salida del gimnasio de la Universidad

 

Septiembre, y la quietud inmensa

de la noche sin luna y el aire frío,

la ciudad, en montoncitos azules en las colinas,

y justo bajo tus manos, la corriente

de lo olvidado. Toda la semana, mientras

corrías o leías, tu índice borrando la letra,

una estación se metía en otra,

como amantes se enredan

en la cama, el olor de la levadura

del pan de cerveza creciendo

en el horno, la cama del perro trizada,

y en clase viste a un estudiante cerrarle el ojo a otro. Hay un momento

para creer en el amor, pensaste

al verla sobar el vello de sus brazos, y a él

voltearse en su camisa, pero luego también sabes que todo

se acaba, y con tantas ganas intentaste explicar

lo que quiere decir Marilyn Hacker,

como nos “despertamos a nosotros mismos, agotados,

en el atardecer”, antes de que lo meditaras un poco más, observado el estrado

y citaras las extremidades fusionadas y el poder sin verbo

en cambio, las palabras del poema, colas de cometas en la pizarra negra. Al fin, ahora

abandonas el campus, contenta de que tu corazón

ha superado el aullido por azúcar, tu cuerpo

caliente de haber trabajado en sí mismo, y empujas

la puerta de vidrio que da al otoño––

y recuerdas un borrador que una vez fue

como este mismo, cuando

al transgredir el toque de queda de los dormitorios, Tim agarraba

tus codos junto a un lago, el grillo del aire

—espeso, casiopea incrustada en su cuello.

No existe soledad como la de saber. Años

 

después, cuando de nuevo borracha

en Le Lido, nadando por los asientos,

el mesero––nebuloso en su traje de capitán—

se sentó contigo. La bailarina esmaltada en oro

todavía cabalgaba su caballo blanco. Él sirvió la champaña. La bebiste con cuidado.

Sus músculos hicieron erupción en el otro tembloroso

mientras se pavoneaban en círculos en el escenario,

animal y mujer, y agradeciste

que nadie dijese nada. ¿Como nombrar

el frío de sus pechos, el pelaje caliente y terrible?

Fue el regalo del silencio que se da entre extraños, cuando somos extranjeros.

Esa noche caminaste a casa, las catedrales altas

erizadas entre los adornos de sus

campanas mudas. Te subiste el cuello de la camisa

sorprendida de lo súbito de la estación

(o de tu desinterés en los signos

imperceptibles), tu aliento cristalizado en el aire—

y cada línea que marca una separación

destacada en el asfalto

y centelleaba inquietante como la nieve, con la certidumbre

del solsticio los bajos conducen más adelante, hacia el

momento en que debes avanzar hacia tu oscuridad, casa en

silencio, y hundir tu llave en la cerradura.

 

 

 

 

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