62 voces de la poesía argentina actual: Miguel Ángel Federik

En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos al poeta Miguel Angel Federik. Nació en Villaguay, Entre Ríos, en 1951. Ha editado: La Estatura de la Sed, Los Sepulcros Vencidos, Fuegos de Bien Amar; Una Liturgia Para Némesis (Premio “Fray Mocho”-1992, Edit de E. Ríos, 1994); De Cuerpo Impar, Imaginario de Santa Ana, Niña del Desierto y otros poemas. Es 2do. Premio del Concurso Anual del Fondo Nacional de las Artes (Genero Poesía, 2017). Es autor del ensayo Sobre un Hermoso Animal Despierto (Análisis del poema “Luz de Provincia” integrante de las Obras Completas de Carlos Mastronardi, (UNL. 2011); de la Introducción, notas y cronología para la Obra Poética de Daniel Elías (EDUNER, 2012); del Liminar a Juan José Manuta, Poesía Completa (EDUNER, 2015), y de la Presentación a El ruiseñor y la alondra cantan en horas distintas, de Alfonso Sola González (EDUNER, 2017). Participó del XVII Encuentro de poetas del mundo Latino (México, 2015). Integra las antologías: Poesía Argentina Contemporánea, Tomo I, Parte vigésima (Fundación Argentina para la Poesía, 2013); Ceremonias de la luz (Selección de poemas y Compilación: Graciela Maturo y otras, 2017).

 

 

 

 

 

 

 

 

                              1

 

El campo era el recreo y la tormenta,

la luz vuelta a su fiesta de colores.

 

El viento en su nidal, los cielos ruanos.

 

Una súbita cresta de palomas burlando en vuelo

el estampido zarco de las perdigonadas.

 

¡Y un alazán que abría con el hocico las tranqueras!

 

 

                                  3

 

Salvaje en la infancia llevo,

como una tatuada ojera del infierno

la sombra aquella grande del ombú,

donde aún con la mirada,

yo también degüello los corderos.

 

Manta sanguinolenta en los corrales,

secándose al sol, como un consejo.

 

Eso han sido los sueños.

 

 

 

                                    7

 

La mecedora de mimbre y el corredor colorado.

A las tres de la tarde la mesa aún servida

y el vuelo blanco del mantel,

como un sudario campesino, moviéndose a destajo.

 

Las patinadas piñas de los relojes de Schwarzwald

caían como uvas reincidentes al peltre de la casa.

 

Los perros, echados y faraones,

miraban indolentes el natatorio de moscas

que era el aire.

 

Alucinado en secas el campo de se venía,

como un perdón reptil a las tranqueras.

 

 

 

 

 

 

 

Niña del desierto

 

 

                                                       -Si no hay para ti un lugar en el mundo,

                                                                      yo, te llevaré en mis ojos.-

 

Cuánta materia de realidad futura -me dije- habrá en los ojos de esta niña

que no pude ver bien, parada en la arena del desierto

o parada en el fondo naranja de la pantalla de CNN en español

al borde de la carretera que sube desde Az Zubayr a Basora,

o que baja a los infiernos de Bagdad, que ahora es un infierno,

y hago aquí unos puntos suspensivos porque una vez hubo jardines en Bagdad

y esta niña parada entre mujeres vestidas de negro tiene la edad de aquellos jardines

y ve pasar tropas camino de Bagdad como si viera por primera vez otro mundo,

ya que es el otro mundo el que ahora está pasando frente a ella

parada en el resplandor dorado de las arenas de este día de la primavera boreal,

mientras voy al mapa del diario de hoy: 23 de Marzo de 2003 para fijar exactamente,

con precisión poética y felina el sitio exacto en que la ampara la sombra de mi dedo

que ya sabe que una vez en Bagdad hubo jardines verdes y dorados

y leones de mosaico, celestes y dorados, protectores de templos o de tumbas

y es imposible vivir en un desierto ignorando que los leones verdaderos

son celestes y dorados y esta niña en el camino de Az Zubayr a Basora,

guarda en su pupila el ojo de la aguja y ve pasar camellos solamente

como quien hiciera de su mirada la otra puerta de la historia.

 

 

Los leones son celestes y dorados porque cuando eran celestes y dorados

en el mundo real había leones de azafrán y de canela

y una niña real no puede vivir en un mundo de leones reales

ni con la imagen de ejércitos pasando eternamente por su mirada,

porque los leones reales nunca fueron de azafrán o de canela

sino celestes y dorados y una niña tiene la mirada de una niña

y una niña parada en el desierto es una niña parada en el desierto

cuya mirada quiero que se conserve en este poema

puesto que si esa mirada hubiese desaparecido antes de este poema

nunca hubiese habido leones celestes y dorados

y tampoco nunca hubiese visto yo,

a esta niña de oro parada en el desierto.

 

 

Cuanta materia de realidad  -futura como toda realidad-

está mirando esta niña -me dije- porque de esos ojos cegados

por la luminosidad enemiga que cargan estos carros de guerra,

saldrán canciones, novelas o biografías que harán del mundo este mundo

y que me gustaría leer otro domingo de mañana y en la paz de mi provincia

-y que sin embargo ignoraré para siempre por una cuestión de edad-

pero sabiendo contra todo pronóstico o gnoseología

que los leones son celestes y dorados porque son celestes y dorados

y no hay poder real que pueda derrotar la ultra realidad que pasa

de tal modo en los ojos de esta niña parada en el desierto,

entre mujeres de negro de la cabeza a los pies paradas en el desierto,

porque la poesía ha sido siempre una niña parada en el desierto

y una niña parada en el desierto es suficiente testigo de su mirada.

 

 

 

 

Cuando baje el Gualeguay

 

Cuando baje el Gualeguay,

cuando deje de cortejar nidales ateridos

y regrese entre balsas de hojitas a su caja de greda;

 

cuando baje el Gualeguay,

cuando vuelva del aguaribay y las lagunas,

la boca llena de pimientas y de oros del celaje;

 

cuando vuelva el azul al ojo de las vacas

y el moscardón verifique que con el sonar de sus bajos

el sepia lento de sus barrancas curvas,

cuando baje el Gualeguay;

 

cuando recobren su sintaxis las urdimbres del sauce

las palabras serán piedritas de colores en la orilla.

 

Cuando música y eco de palas de remos

de canoas invisibles reverberen entre vapores y colinas,

cuando baje el Gualeguay.

 

Cuando baje el Gualeguay

y las garzas impriman en arcilla morada

las notas de la canción que termina

donde comienza el vuelo;

 

cuando el sarandí abanique las faldas de las hadas fluviales

y ensayen sus letanías la madre biguá,

la madre crespín, la madre iguana

y todas las madrecitas de la ribera aparecida,       

cuando baje el Gualeguay;

 

cuando la capibara sacuda el barro de sus tetas

y el río huela a pisingallos y azufre

con la orquesta en su punto, con el agua en su flecha;

 

cuando baje el Gualeguay

y yeguas de cobre bañadas en rocío retocen

entre perros de luz y palmares de hondura;

cuando baje el Gualeguay,

cuando olvide de su condición de hijo único

y en leguas de niebla levite

ante el piadoso bisbiseo de los desamparos;

 

cuando todo huela a leche de tases,

a piel de guazuncho, a lana mojada, a boga con luna,

a jabones del aire, a leña verde de trapos colgados;

 

cuando baje el Gualeguay,

veré el volcán con palitos de la hormiga,

las ruinas del mandala de las arañas lunares del monte,

el ay de las criaturas ahogadas, en la luz y en el aire.

 

Cuando baje el Gualeguay,

iré a leer los ideogramas de las garzas,

la canción que termina donde comienza el vuelo

y las garzas son garzas para siempre,

cuando baje.

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