En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos a la poeta Paulina Vinderman. Poeta y traductora. Nació en Buenos Aires en 1944. Publicó once libros de poesía, entre ellos Rojo junio, Bulgaria, El muelle, Bote negro y La epigrafìsta, reunidos luego en varias antologías: El vino del atardecer (Buenos Aires), Transparencias (Bogotá, Colombia), Los gansos salvajes (PD Ediciones y Universidad de Nuevo León, México), son algunas . Obtuvo entre otros premios, el Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires, Premio Academia Argentina de Letras, Premio Città di Cremona, Italia, Gran Premio de Honor Fundación Argentina para la Poesía y Premio Esteban Echeverría. Entre sus traducciones, fìgura Tulipanes de Sylvia Plath, selección que editó la Universidad de Nuevo León, México. Bote negro fue traducido al francés por Jacques Ancet y editado por Lettres Vives; La epigrafìsta, al italiano por Alessio Brandolini, Edizioni Fili D’Aquilone, Roma.
A la luz de la antorcha que Ohme sostiene,
el bisonte resplandece.
Me he esforzado en sus patas y en hacer oír
la sombra de su rojo sangre.
Un poco más, un poco más, y será una presencia,
así dicen.
Mi cansancio es triste
cuando suelto la espátula de hueso.
Ohme es feliz porque ha aprendido el sonido
del color.
¿Soy sólo yo?
¿Sólo yo siento en mi estómago la ausencia?
Me he convertido en un pintor de ausencias.
No soy el animal, el animal no es.
Vivo para esta hecatombe:
buscar el lugar anterior al mundo,
como perro lobo que aúlla en la noche.
a los pintores del Paleolítico
¿Con qué sueña el niño del cuadro flamenco
reclinado sobre la mesa junto a su escudilla?
Tal vez con un búho en el deseo de bosque,
con su aliento de plumas.
Su estrecha vida se une a la suya, un prodigio
posado en la posibilidad.
El silencio arde en el mundo qué él no
conoce todavía.
La oscuridad, así, es un deslumbramiento
de arboledas, inviernos infìnitos y un exilio de pincel
dentro del frasco de mermelada vacío.
Pintarlo todo.
No hay sueño más sutil.
No hay ángel mejor.
Quiero la confìanza de la noche para mi lápiz.
Por eso espero.
La falta de luz convertida en algo concedido,
no arrebatado.
¿Cómo llegar, sino, a lo que no está aquí?
El pasado (mi segundo corazón),
los jardines de locura, las flores de trapo
contra el sol del desierto.
La nostalgia enfermiza del lugar donde
jamás estuve.
Y la seguridad, ese falso dios al que nunca
sacrifìqué nada.
La confìanza de la noche.
Para los ratones de campo, para el búho,
para el sueño del Rey rojo en su bosque,
mi bosque.
Era un jardín perfecto, era un jardín
sin memoria.
No puedo dibujarte, le dije, no puedo
con el vacío.
Es la soledad del amor, susurró un abeto minúsculo,
ese lugar donde aprendemos a morir.
El vacío, ah, es otra cosa, no estás preparada
para comprenderlo.
Le regalé un recuerdo al abeto sabio
e introduje mi mano entre sus hojas.
El viento me ayudó a soplar verde sobre
la página.
Y a inventar el tiempo.
Caravaggio amaba la noche.
Atrapaba la luz igual que una estrella
en su agujero negro y conseguía hacer visible
esa luz de otro mundo.
Pastor de oscuridad,
los rostros emergían solidarios,
de su vela, en pleno misterio de creación.
Antes del olvido.
Antes del mar.
La vida profunda como una herida
en la crueldad del mundo.
Pintaba su propia muerte en cada
cuerpo soñado.
Pintaba el deseo con su pincel salvaje,
con su corazón asustado.