Poesía joven de México: Silvia Madero

Presentamos una muestra de Silvia Madero (Culiacán, 1991). Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas en Guadalajara (UdeG). Ha publicado en medios como Timonel, Elipsis, RíoDoce, El Astillero, Revista El Humo, Monolito, entre otros. Forma parte de la antología LAVA, poesía auditiva (UdeG 2015), y de la Antología de poesía “Viejas Brujas II”, de la editorial Aquelarre (CDMX 2017). Trabajó para la revista literaria del Noroeste de México Letrarte.gob.mx.

 

 

 

 

El alma del Nautilus

 

 

(…) la naturaleza original de la vida

está en la entraña de lo desconocido.

Los Abuelos. POPOL VUH.

 

 

 

La vida nunca estuvo en el centro

 

¿Cómo será tirar una piedra al estanque y que regrese envuelta en musgo? Ahora algo la cubre y la hace ser. Da vueltas en algún punto del espacio y vuelve a ti contando vidas. Una estela de luz se sienta sobre tu cuerpo y lo quiebra en dos adivinando que alguna vez fuiste solo pensamiento. ¿Cuál parte desdoblada quieres ser? Te sitúas en el umbral de la puerta, pero poco importa quién seas del otro lado. Es como pensar en la luna. Sabes de ella, pero ella nada sabe más allá de ese ojo que la cubre, con su vista de amor terrible. Y tú poco imaginas. Apenas un atisbo se asoma en tu rostro, como un gato que pierde el equilibrio cuando los techos van cayendo. Pero está bien que la vida nos sorprenda. Que no se llore en los funerales, que madre no sea un concepto, que la muerte no pegue por la espalda, sino de frente. Que en tu último día un caballo te lleve a todo galope y no seamos más barcos heridos en un mar circular. Porque la vida no sucede en el centro, viene de fuera como encendida. De donde cruzan manos como monedas y piedras envueltas en musgo, irremediables, vuelven al estanque.

 

 

 

 

Náufrago

 

Porque cuando yo muera, sabrán sólo por el llanto del ave. Vendrá alguien a esta isla. A este espeso espacio cubierto por ballenas que tiran de sí con todo su cuerpo, mi cuerpo, mientras otros cubren mi esqueleto de escamas.

 

 

 

 

La colina de los hombres rotos

 

En la prisión nadie está triste. Detrás de los barrotes, pero nadie triste. Un olor metálico se va diluyendo como una serpiente que no menea su cascabel, porque cuida el sueño de los hombres que duermen sobre su corazón de piedra. La yema quiebra como el ojo cuando lagrimea y no hay cortinas, solo barrotes, que los sequen. Pero nadie está triste. Es una lluvia interna solamente. Nadie está triste, dice el celador a veces fuera o a veces dentro. Poco importa donde esté, si nadie está triste. El suelo cede, cariñoso, el paso a la noche en que se desfondan suelas de zapatos. Ya no hay pensamientos de fábricas y piernas de mujer, el café con leche o los calcetines. El mal del sueño es ahuyentado por la grabadora en repetición que nos dice que nadie está triste. Y cedemos a escuchar sin hacerlo, mientras nos miramos las ropas grises de vergüenza. Pero no estamos tristes.

 

Estamos cansados, eso es todo.

 

 

 

 

El alma del Nautilus

 

La ropa que se ha despedido de ti haciéndose pequeña, te observa desde alguna parte de la infancia. Donde la luz se apaga por tus costados. Tu vida se ha expandido por las paredes de tu cuerpo y ya no desborda. Crece, solamente, desmesurada por alcanzar todos los cielos. Un pistilo se asoma por tu ventana más cristalina, cada vez que amaneces con los brazos abiertos, dispuesta a creerlo todo. Aún no sabes quién eres. Más no es necesario que lo sepas. Todo lo que te pertenece, te nombra. La almohada que languidece debajo de tu cabello. El espejo que te hace existir. Los barnices que cubren tus uñas y los cuadros las paredes.

La verdad aun sonríe en tus ojos. Eso es amor.

 

Pero todo cambia.

Tus manos nunca fueron tan amplias, antes eran cucharitas que recogían del mundo, las pequeñeces. Tu vista ahora asoma tras la barda y puedes ver el rostro de las personas y en su rostro, su sueño más tibio que aparece por donde se esconde el ojo. Y estás triste, de repente. Más bien distraída. Algo se ha despertado en ti, como si un temblor hubiera llegado para moverlo todo. Supones que adolece el crecer, mientras te sitúas lejos del lado más muerto de la calle. Y no es que la vida duela ¿por qué habría de doler algo que uno elige al quedarse? Es más bien una nostalgia que relampaguea. El recuerdo de algo que no se sabe si pasó o es mero remordimiento. Como una culpa por no haber mostrado tanto los dientes en días de lluvia. O las raspaduras que eran mapas en las rodillas. Y esa tersa sensación de no tener que responderle a alguien.

Pero hoy no llaman a la puerta. No hay nadie, nadie hay. Solo estás tú dentro de un vientre.

 

 

 

 

Cuestión de perspectiva

 

Desde abajo las cosas se ven distintas. El sol toca la cabeza de los hombres de arriba y es como si fueran doradas nubes flotando. Y uno sonríe al ver tal espectáculo. Aunque apenados por quienes no suben su vista al cielo. Y es que a veces no es bueno soñar, si alguien más tiene sueño y no puede dormir. Pero somos débiles y queremos llevarnos una imagen a la cama. Algo que no nos quite los pesos desfundados. Y guardamos el recuerdo, para habitarlo en alguna parte del día.

Así es esto, no hay que esperar nada a cambio.

 

Caminamos erguidos como una manecilla que va cediendo su cuerpo al tiempo. Con nuestras manos pegadas a los costados, para caer de lado cuando caigamos. Como semillitas desplomadas sobre la flaca tierra. Cada vez hay más flores y ya no sabemos si somos pétalo o espina, pero de igual forma somos parte de algo, enraizados a eso que no nos pertenece. Pero seguimos mirando hacia arriba, esperando que un poco de piedad moje nuestro rostro. Con la boca partida en risa. Y es que ya no es asombro sino pensarlo todo diferente. Imaginamos que algún día agitaremos nuestros cuerpos y cimbraremos tanto el suelo, que las doradas nubes caerán y nosotros podremos escalar montañas hasta el cielo.

 

No estamos abajo, solo estamos mal acomodados.

 

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