Dentro del marco del dossier Cartografiar en femenino, presentamos a Martha Asunción Alonso (Madrid, 1986) es Doctora en Estudios Franceses por la Universidad Complutense de Madrid y titular de un máster en Historia del Arte por la Universidad de Zaragoza. Ha enseñado en diferentes destinos de la Francia metropolitana, las Antillas francesas, Albania y España. Actualmente, reside en Amiens, al norte de Francia. Su poesía ha recibido múltiples premios, como el Premio de Poesía Joven de RNE (2015), el Premio Adonáis (2013) o el Premio Nacional de Poesía Joven, otorgado por el Ministerio de la Cultura (2011). Es autora de los libros de poemas Balkánica (2018, Torremozas), Wendy (2015, Pre-textos), No tan joven (2015, Eds. del 4 de agosto), Skinny Cap (2014, Libros de la Herida), La soledad criolla (2013, Rialp), Detener la primavera (2011, Hiperión), Crisálida (2010, Alhulia) y Cronología verde de un otoño (2008, UCM).
Los conejos blancos
El primer conejo blanco que recuerdo fue una cría de gorrión
que nos cayó del cielo.
Era la época de la ductilidad y el miedo a la cicatriz:
cualquier duda de fe,
la varicela o el amor, podían dejarnos marca.
Las monaguillas lo metimos, igual que en un sagrario,
entre algodones, en una caja de quesitos,
dándole de rezar migas de pan.
Según cuenta la Biblia, le crecieron las alas esa noche:
el conejo debía ver el mar y nosotras debíamos
ser solas.
Por eso nos tocó, cada verano en fiestas de nuestra adolescencia,
el cordero blanquísimo en la rifa.
Les fabricábamos biberones con botellas
de Coca-Cola. Supimos, a cambio, de la higiene
sentimental del topetazo.
Y el balido,
a trotar en la búsqueda y no apartar
el llanto cuanto ante ti degüellen lo que amas.
Devorar, caníbales en defensa propia,
devorar el dolor
crudo que nos devora.
Mutaciones poéticas
En mi familia no hay poetas.
Pero mi abuelo Gregorio,
cuando regaba el huerto en Belinchón,
se quedó tantas tardes
velando las acequias, murmurando:
No bebemos
el agua: es ella quien nos bebe.
El agua
es
la mujer.
No, en mi familia no hay poetas.
Pero una vez, muy niña, encontré cáscaras
de huevo azul
a los pies del almendruco.
Se las mostré a mi padre y mi padre, silencioso,
me enseñó a hacerles un nido
con ramaje;
y me enseñó por qué: hay pedazos de vida
que son
sueños enteros.
En mi familia, os digo, no hay poetas.
Pero cuando mi bisabuela
Asunción
contempló por vez primera el mar
-la primera y la única-,
me cuentan que se quedó muy seria, muy callada,
durante un ancho rato, hasta que dijo:
Gracias
por
los ojos.
No sé de dónde salgo. En mi familia
no hay poetas
malos.
Wendy, Pre-Textos, 2015
La mariposa blanca
En el velador de la residencia,
la mariposa blanca
y los cabellos blancos de mi abuela.
Mi abuela.
Con sus 91 años recién cumplidos,
apoyada en su bastón,
se queja porque esto está lleno de viejos
con bastón.
Y se mira los ríos de las manos
y no le teme al mar.
¿Quién se ha posado sobre quién?
Carreteras secundarias
Hace miles de años, alguien pintó un bisonte en Altamira
para que yo te quiera.
Para que yo te quiera, se han hecho y se han deshecho
castillos y pirámides.
Te quiero por el Big-bang,
por la Biblia, por Darwin.
Te quiero porque no somos microscopios.
Sin duda repetimos, al querernos, los gestos de otro amor
que nació siendo anciano.
No vamos a inventar la poesía.
El beso ya lo esculpió Rodin.
Tal vez sólo podamos escoger si deprisa, o si contigo.
Balkánica, Torremozas, 2018