Kaveh Akbar: Cómo encontré a la poesía en las oraciones de la infancia

Presentamos, en versión de Adalberto García López, una poética de Kaveh Akbar (Teherán, 1989). Es poeta y editor irano-americano. Es fundador del sitio web Divedapper, que se enfoca en entrevistas a autores contemporáneos. Da clases en distintas universidades de los Estados Unidos. Es autor de los libros Calling a Wolf a Wolf y Portrait of the Alcoholic. Ha merecido el Pushcart Prize en 2017.

 

 

 

Cómo encontré a la poesía en las oraciones de la infancia

 

Bismillah rahman rahiim, alhamdulillahi rabbil alamin, aarahma-nir rahim, maliki yaumiddin, iyyaka n’abadu wa-iyaaka nasta’in…

 

Los primeros poemas que conocí, que amé, estaban escritos en una lengua que no comprendo (y que aún no comprendo). Todos saben que los musulmanes rezan cinco veces al día, pero cuando mi familia llegó a Estados Unidos y yo tenía dos años, racionalizamos nuestros hábitos de oración. Los cinco rezos diarios se convirtieron en uno sola oración larga al final del día (estábamos repletos de este tipo de soluciones del nuevo mundo, mi madre no comía cerdo excepto, en secreto, el peperonni de la pizza). Una vez cada noche, mi padre anunciaba que era hora para el namaz, y él , mi madre, mi hermano mayor y yo, nos preparábamos para nuestro wuzu (una suerte de ablución previa a la oración), sacando agua para lavarnos el rostro, el cabello, la cabeza, los brazos, los pies. Después nos reuníamos como familia en la cocina o en la sala para colocar las esteras y movernos entre las oraciones, diciéndolas en voz baja para nosotros mismos mientras pasábamos por las diversas posturas de la devoción.

En mi primera infancia sólo miraba a mi familia, imitando sus movimientos lo mejor que podía. La mayoría de las veces sus oraciones eran susurradas, apenas audibles, así que en lugar de tratar de sonar como ellos, me concentré en moverme como ellos: tomando mis manos frente a mi cara como si estuvieran llenas de agua, luego “salpicándome” las manos hasta las orejas, inclinándome por la cintura, arrodillándome, tocando mi cabeza con mi janamaz, mi propia y diminuta alfombra para orar.

Las oraciones para el namaz estaban en árabe, una lengua que ninguno de nosotros hablaba. Farsi, nuestra lengua, utiliza el mismo alfabeto que el árabe pero como un miembro de la familia de la lengua indoeuropea, de hecho es más parecido al francés o el portugués. Así que cada día mi familia se reunía para orar en una lengua que desconocía, para repetir estas hermosas y desgarradoras cadenas de sonidos como una forma de crear canales directos hacia Dios. Durante la mayor parte de mi infancia temprana, me moví a través de las posturas junto a mi familia, escuchando sus susurros, mirando con reverencia y fascinación mientras se arrodillaban y tomaban sus manos en adoración. Recuerdo haber visto a mi padre, el único de todos nosotros que había sido criado en Irán, que parecía estar particularmente marcado, fluido y sagrado en estos momentos. Antes de que realmente entendiera el sentido de la oración, entendí que quería ser como él; este poema de mi primer libro, Calling a Wolf a Wolf, orbita sobre esa idea:

 

Aprendiendo a rezar

 

Mi padre se movía pacientemente

juntando sus manos debajo de su mandíbula,

arrodillándose en su janamaz

 

 después presionando su frente hacia un círculo

de arcilla Karbala. De vez en cuando

él echaba un vistazo a mi torpe imitación:

 

mi camiseta demasiado grande de los Packers

mis pantaloncillos rojos

y una breve sonrisa, a pesar de él.

 

Doblándose con toda su silueta

delineada por la luz, él parecía

la fotografía de un fantasma famoso.

 

Anhelaba ser tan hermoso.

Apenas sabía cosas:

no el punto de ebullición del agua

 

o la capital de Irán,

no los cinco pilares del Islam

o el Versículo de la Espada.

 

Sabía solamente

que quería ser como él,

esa franja hipnótica de mi padre

 

como la cerámica azul de Iznik

que cuelga en nuestra cocina, adorada

como la lengua larga e impecable de Dios.

 

Cuando tenía seis o siete años mi padre tomó la decisión de enseñarme a decir las oraciones por mi propia cuenta. Escribió las palabras árabes usando el alfabeto inglés, deletreado fonéticamente, en varias colores de tinta. Él laminaba las páginas, y cada día los dos pasábamos una hora sentados en el sofá, estudiando las páginas de plástico. La línea diría: “alham dulillahi rabbil alamin, ar rahman ir rahim”, y lentamente repetíamos los sonidos juntos, yo inclinándome hacia los labios de mi padre, disfrutando la música que provenía de ellos. Practicábamos diciéndolas juntos, moviéndonos a través de las posturas en el viejo sofá, ambos riéndonos de mi poca memoria, cansándonos y eventualmente hambrientos. No pasó mucho tiempo para que lo dominara, podía ofrecer 15 minutos de oración continua en esta bella y misteriosa lengua. Estaba tan orgulloso como mi padre también lo estaba, era exactamente la misma lengua que hablaba el Profeta.

El poeta Kazim Ali escribió “Si las oraciones pueden santificar un lugar, entonces significa que hay una energía divina que se mueve a través del cuerpo humano.” Aprendí de Kazim que la palabra árabe ruh significa “aliento” y “espíritu”, y esto es esencial para mi comprensión de la oración: una forma de dirigir, conectar el aliento-espíritu a través de una música enfocada.

Esta música, esta forma de cantar directamente a Dios, fue mi primera experiencia consciente de un lenguaje cargado de melifluo, y es la base sobre la que he construido mi entendimiento de la poesía como un oficio y como una práctica meditativa. No hay manera de separar mi vida escritural y mi vida espiritual; este diagrama de Venn sería sólo un gran círculo. Cualquiera que sea el tema Divino al que me dirijo —amor, miedo, muerte, familia, Dios, o lo que sea— primero tiene que ser cortejado. Aprendí de muy pequeño que el lenguaje es una forma de cortejar a las grandes interrogantes, siempre y cuando fuera responsable, serio y honesto. Es irrelevante si entiendo con plenitud lo que exactamente estoy diciendo, sólo que lo digo con la suficiente urgencia, que lo digo con la suficiente belleza de aliento y espíritu para, por un pequeño momento, tener la atención de Dios.

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