Tres aproximaciones de Enrique González Martínez a El cuervo, de Edgar Allan Poe

Proponemos, en el aniversario 170 de la muerte de Edgar Allan Poe, tres acercamientos a El cuervo hechos por Enrique González Martínez. El cuervo, publicado por primera vez en 1845, es uno de los poemas más reproducidos en la obra de Poe, incluido sus cuentos y ensayos. Edgar Allan Poe murió en circunstancias misteriosas y deplorables.

 

 

 

El cuervo

Traducción libre

 

Reinaba media noche; mis ojos fatigados

de consultar volúmenes curiosos y olvidados,

de sueño y de cansancio cerrábanseme ya,

cuando escuché de súbito un ruido misterioso

cual si alguien a mi puerta llamara cauteloso:

“Una visita”, dije, “eso es y nada más”.

 

Me acuerdo claramente: era diciembre frío,

el mes de las tristezas; en vano el pecho mío

sus penas en los libros trataba de olvidar;

ansiaba el nuevo día, pensando sin consuelo

en mi Leonor amada, en la que habita el cielo,

en la que huyó del mundo a no volver jamás.

 

El roce triste y lúgubre de las cortinas rojas,

prodújome en el alma terrores y congojas,

y tan pueril impulso queriendo dominar,

“Una visita llega”, me dije al serenarme,

“algún nocturno huésped que viene a visitarme

está llamando afuera, eso es y nada más”.

 

Al fin tranquilo, dije con el de afuera hablando:

“Señora o caballero, estaba dormitando,

perdón por mi tardanza me atrevo a demandar;

apenas pude oíros porque llamasteis quedo”…

Y dando ya al olvido mi repentino miedo,

abrí la puerta… ¡Nadie!… Oscuridad no más.

 

Las sombras, el silencio, la misteriosa calma

dejáronme aterrado, surgieron en mi alma

imágenes que nunca miró ningún mortal;

sumido en las tinieblas, medroso y vacilante,

“Leonor”, murmuré apenas y, al cabo de un instante,

“Leonor”, repitió el eco, “Leonor” y nada más.

 

Volví a mi cuarto entonces, atónito, aturdido

con el suceso extraño, cuando de pronto un ruido

más fuerte que el primero me pareció escuchar:

“Serénate”, me dije, “¡oh, corazón medroso!

Sepamos ya qué es eso que turba tu reposo.

Seguro que es el viento, el viento y nada más”.

Abrí el postigo apenas, cuando con gran estrépito

colóse majestuoso un cuervo ya decrépito

y púsose en mi cuarto inquieto a revolar.

Movía sin descanso las poderosas alas,

y viendo, al fin, un busto de la divina Palas

sobre la puerta, altivo, posóse en él no más.

 

Me hizo reír del pájaro el misterioso aspecto

y su aire a un tiempo grave feroz y circunspecto.

“¡Oh, calvo huésped!”, díjele, “no me has de amedrentar

¡viaiero desterrado del reino de las sombras,

deforme y viejo pájaro, allá ¿cómo te nombras?

¿Cuál es tu nombre heráldico?” Y contestó: “Jamás”.

 

Oyendo hablar al cuervo quedéme sorprendido,

aunque el vocablo fuera escaso de sentido;

mas ¿cuándo tal escena miró ningún mortal?

¿Quién vio sobre su puerta fatidico y adusto,

aquel horrible pájaro sobre marmoreo busto

con el extraño nombre que pronunció: “Jamás”?

 

Inmóvil sobre el busto, con espantosa calma,

una palabra sola, como si en ella el alma

también se le escapara, osaba pronunciar;

yo murmuraba en tanto: “Se va acercando el día,

se han ido mis amigos, se fue la dicha mía,

mañana se irá éste”, y contestó: “Jamás”.

 

Cuando escuché su réplica directa y oportuna,

“ése es un estribillo”, pensé sin duda alguna,

“que pudo un pobre diablo al pájaro enseñar;

algún desheredado el tal mentor sería,

por eso está impregnada de atroz melancolía

su frase que no es otra sino ‘Jamás, jamás”‘.

 

Me sonreí y al cuervo mirando de hito en hito,

tomé un sillón, sentéme enfrente del maldito,

y hundido en los cojines me puse a cavilar,

buscando en mi cerebro, buscando, pero en vano,

la clave del enigma, la clave del arcano

que acaso se encerraba en la expresión “Jamás”.

 

Envuelto en mis tristezas, quedéme entonces mudo;

del pájaro siniestro aquel mirar sañudo

clavábase en mi pecho cual hoja de puñal;

 volaba a otras regiones mi loca fantasía,

y mi cabeza, en tanto, en el sillón se hundía

que eI peso de su cuerpo no oprimirá ya más.

 

El aire de mi cuarto fue haciéndose más denso

cual si esparciera nubes de perfumado incienso

un ángel cuyos pasos me pareció escuchar;

“¡Oh, Dios!”, grité, “das tregua a mi olor impío,

ya puedes olvidarla, doliente pecho mío,

olvida, olvida”. El cuervo articuló: Jamás”.

 

“Profeta diablo o ave”, le pregunté convulso,

“¿qué tempestad furiosa, qué irresistible impulso

de tu lejano imperio te pudo desterrar?

¿Quién te arrojó a esta casa donde el horror habita?

¿Traes, acaso, el bálsamo que mi alma necesita?

Responde te lo ruego!” … Y contestó: “Jamás”.

 

“Profeta, diablo o ave”, le dije sin consuelo,

“por nuestro Dios responde: ¿en el lejano cielo

a mi Leonor amada conseguiré encontrar?

¿Estrecharé en mis brazos a la mujer que adoro,

a la que en paz habita con el celeste coro,

a mi adorada virgen?” … Me contestó: “Jamás”.

 

“¡Que sea tu palabra señal de despedida!

Déjame monstruo, a solas; apresta tu partida;

que al reino de la noche te arrastre el vendaval;

no dejes como huella de tu presencia ingrata

ninguna negra pluma; tu pico que me mata

retira de mi pecho” … Me contestó: “Jamás”.

 

El misterioso cuervo con el semblante adusto

aún permanece inmóvil sobre el marmóreo busto

y tiene en su mirada relámpago infernal.

Su sombra, que una lámpara proyecta sobre el suelo,

envuelve el alma mía en tenebroso velo

y mi alma de esa sombra ¡no ha de salir jamás!

 

Traducción de Enrique González Martínez

En Preludios, Mazatlán, 1903.

 

 

 

El cuervo

 

Una media noche lóbrega, abismado en la lectura

de raros libros de oscura y trasnochada cultura,

por el cansancio los ojos entornábanseme ya,

cuando oí, de pronto, incierta, tenue llamada a mi puerta.

“Un visitante —me dije— que llamando está a mi puerta;

esto es sólo y nada más”.

 

¡Ah, lo recuerdo bien claro! Era un diciembre de hielo;

cada tizón incrustaba, al morir, su ánima al suelo;

leía esperando el día, leía por olvidar

a la clara virgen mía, Leonora allá en el cielo,

la llamada Leonora por los ángeles del cielo,

ya sin nombre AQUÍ jamás.

 

Al rozar incierto, triste y sedeño de las rojas

Cortinas, llenose mi alma de terrores y congojas,

de fantásticos terrores que nadie sintió jamás.

Y me dije: “Llama alguno que ha venido a visitarme,

un amigo inoportuno que pretende visitarme;

esto es sólo y nada más”.

 

Dominando mis angustias y con el de fuera hablando,

dije: “Señor o señora, medio dormitaba cuando

llamasteis; perdón demando por lo que os hice esperar

apenas oíros pude … ¡Como tan quedo a la puerta

tocabais! … ” Y en la desierta calle, cuando abrí la puerta,

hallé sombra nada más.

 

Las tinieblas, el silencio y la pavorosa calma

me asaltaron con mil dudas, y sentí llenarse mi alma

de fantasmas y de sueños que jamás soñó un mortal.

Y una voz rasgó el silencio de la hora: “Leonora”,

y la sola voz oída fue aquel nombre: “Leonora”,

aquel nombre y nada más.

 

Volví al fondo de mi estancia temeroso y sorprendido;

pero un sonido más fuerte llegó súbito a mi oído.

Dije: “Hay alguien que rondando junto a la ventana está;

aclaremos el enigma de quién turba mi reposo;

de seguro que es el viento el que turba mi reposo;

es el viento y nada más”.

 

Bruscamente abrí el postigo, y colóse con estrépito

—de sacros siglos remotos— un cuervo grande y decrépito

que se puso por mi cuarto lentamente a revolar

sin dar descanso a las alas, y al ver un busto de Palas

sobre el marco de la puerta, sobre aquel busto de Palas

posó el vuelo y nada más.

 

Movióme el pájaro a risa con su estrafalario aspecto,

y al mirarle de tal guisa señoril y circunspecto

“Aunque feo y calvo —díjele— no eres un cuervo vulgar;

sepamos cómo te llamas, vagabundo de las sombras,

qué noble título llevas en las plutónicas sombras…”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

 

Me dijo la voz del cuervo temeroso y sorprendido

por más que fuera su verbo un vocablo sin sentido;

pero ¿cuándo tal escena ningún hombre vio jamás?

¿Quién miro sin sentir susto, sobre el mármol de aquel busto,

aquel pájaro vetusto, firme y quieto sobre el busto,

y de nombre “Nunca más”?

 

Sin dejar el busto el ave, con imperturbable calma,

dejaba oír su voz grave, su única voz, cual si el alma

se le fuera toda en ella. Y pensé: “Ya vi escapar

mi esperanza, mi alegría y otros amigos de un día,

y mañana se irá éste, mañana al rayar el día… “

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

Asombrado al oír una respuesta tan oportuna,

“Este es el solo vocablo —me dije sin duda alguna—

que ha podido un pobre diablo a este pájaro enseñar;

tal vez la víctima oscura de una vida de amargura,

por eso va repitiendo su estribillo de amargura:

‘Nunca más’ y ‘Nunca más’. “

 

Troqué en sonrisa mi pena y mirando de hito en hito

al cuervo, cogí un sillón, me senté frente al maldito

y en los cojines hundido sueño a sueño eché a volar

ante el pájaro agorero del sagrado tiempo arcano

queriendo hallar el sentido y penetrar el arcano

que encerraba el “Nunca más”.

 

Frente al ave cuyos ojos traspasaban con agudos

dardos de lumbre mi pecho, me instalé, los labios mudos,

meditando cómo y cuándo el misterio penetrar

la cabeza en los cojines, devorados por la huella

de la luz, donde ya ELLA no podrá imprimir su huella

nunca más, ¡ah!, nunca más.

 

El ambiente de mi alcoba fue tornándose más denso,

como si esparciera nubes de aromado y puro incienso

el pebetero de un ángel que en la alfombra sentí andar.

Y me dije: “¡Dios te ha oído; el nepente del olvido

un arcángel te ha traído; bebe, goza del olvido!” …

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

“¡Profeta, demonio o ave, ser maligno! Si al conjuro

del Tentador has llegado, y hasta mi cuévano oscuro

—en donde el horror habita— te arrojó la tempestad,

dime si hay algo que sea un consuelo, yo te imploro;

di si hay bálsamo en Judea; respóndeme, yo te imploro”.

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!” .

 

“Ave, profeta o demonio, por el Dios que está en el cielo

y tú adoras y yo adoro: dile a mi alma sin consuelo

si allá en el lejano cielo ha de volver a besar

a la virgen por quien lloro, hoy en el celeste coro,

Leonora, así llamada por los del celeste coro”.

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

“¡Que tu voz aborrecida señale tu despedida

—aullé alzándome—; ya vete, apresura tu partida;

que a las plutónicas sombras te arrebate el vendaval;

ni una pluma que recuerde tu mentira que me mata

caiga aquí; de mis entrañas saca el pico que me mata!”

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

El cuervo, inmóvil y adusto, sigue trepado en el busto

de Palas, sobre mi puerta, y diabólico y vetusto,

muestra en su mirar el fuego de llamarada infernal;

y mi lámpara su sombra va alargando sobre el suelo,

y mi alma, de esa sombra que se alarga sobre el suelo,

no ha de alzarse ¡nunca más!

 

Interpretación de Enrique González Martínez

Rueca, año IV, número 15, Verano, México, 1945.

 

 

 

El cuervo

 

Una media noche lóbrega, abismado en la lectura

de raros libros de oscura y trasnochada cultura,

por el cansancio los ojos entornábanseme ya,

cuando oí, de pronto, incierta, tenue llamada a mi puerta.

“Un visitante —me dije— que llamando está a mi puerta;

esto es sólo y nada más”.

 

Bien lo recuerdo. Diciembre con su cierzo helaba el mundo.

Su espectro incrustaba al suelo cada tizón moribundo.

Leyendo esperaba el día, leyendo por olvidar

a la clara y sin par virgen, la que el vuelo tendió al cielo,

hoy llamada Leonora por los ángeles del cielo,

ya sin nombre AQUI jamás.

 

El rozar incierto, lúgubre, de las sedeñas y rojas

colgaduras, llenó mi alma de pavores y congojas,

de terrores y fantasmas con que no soñé jamás.

Y me dije: “Llama alguno que ha venido a visitarme,

un amigo inoportuno que pretende visitarme;

esto es sólo y nada más”.

 

Refrenando miedo y dudas y con el de afuera hablando,

dije: “Senor o señora, medio dormitaba cuando

llamasteis; perdón demando por lo que os hice esperar

apenas oíros pude… ¡Como tan quedo a la puerta

tocabais!… Y en la desierta calle, cuando abrí la puerta,

hallé sombra nada más.

 

Alargando la mirada por la sombra desolada

de la calle, se hundió el alma en confusa marejada

de fantasmas y de sueños que jamás soñó un mortal.

Y una voz rasgó el silencio de la hora: “Leonora”

y la sola voz oída fue aquel nombre: “Leonora”,

aquel nombre y nada más.

 

Volví al fondo de mi estancia temeroso y sorprendido;

pero un sonido más fuerte llegó súbito a mi oído.

Dije: “Hay alguien que rondando junto a la ventana está;

aclaremos el enigma que interrumpe mi reposo;

de seguro que es el viento el que turba mi reposo;

es el viento y nada más.

 

De par en par, la ventana abrí, y entró con estrépito

—de santa época lejana— un cuervo grave decrepito

que se puso, sin mirarme, por el cuarto a revolar,

y con aires señoriales, al ver un busto de Palas

sobre mi puerta, las alas tendió hacia el busto de Palas

y posóse en él no más.

 

Movióme el pájaro a risa con su estrafalario aspecto,

y al mirarlo de tal guisa, cortesano y circunspecto,

“Aunque feo y calvo —díjele— no eres un cuervo vulgar;

sepamos cómo te nombras, vagabundo de las sombras,

qué noble título llevas en las plutónicas sombras”…

Dijo el cuervo: “Nunca mas”.

 

Me dijo la voz del cuervo alarmado y sorprendido

por más que fuera su verbo un vocablo sin sentido;

pero ¿cuándo tal escena ningún hombre vio jamás?,

¿Quién miró sin sentir susto, sobre el mármol de aquel busto,

un pajarraco vetusto, firme y quieto sobre el busto

y de nombre “Nunca más”?

 

Sin dejar su sitio el ave, con imperturbable calma,

dejaba oír su voz grave, su única voz, cual si el alma

se le fuera toda en ella. Y pensé: “Ya vi escapar

mi esperanza, mi alegría y otros amigos de un día,

y mañana se irá éste, mañana al rayar el día” …

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

Asombrado al oír una respuesta tan oportuna,

“Este es el sólo vocablo —pensé ya sin duda alguna—

que su dueño, un pobre diablo, pudo al pájaro enseñar,

tal vez fue víctima oscura de una vida de amargura;

por eso va repitiendo su estribillo de amargura;

“Nunca más” y ‘Nunca más”‘.

 

Sonriendo en mi tristeza, un sillón acojinado

arrastré frente a mi huésped en el busto encaramado

y en mi asiento arrellanado sueño a sueño eché a volar;

y ante el ave milenaria aguzaba mi sentido

meditando en su graznido y buscando qué sentido

encerraba el “Nunca más”.

 

Frente al ave cuyos ojos traspasaban con agudos

dardos de lumbre mi pecho, me instalé, los labios mudos,

cavilando cómo y cuándo el misterio penetrar,

la cabeza en los cojines devorados por la huella

de la luz, y donde ELLA no podrá imprimir su huella

nunca más, ¡ah!, nunca más.

 

El ambiente de mi alcoba fue tornándose más denso

como si esparciera nubes de aromado y puro incienso

el incensario de un ángel que invisible sentí andar.

Y me dije: “Dios te ha oído, el nepente del olvido

un arcángel te ha traído; da SU imagen al olvido” …

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

“¡Profeta, demonio o ave, ser maligno! Si el conjuro

del Tentador te dio cita y hasta mi cubil oscuro

—en donde el horror habita— te arrojó la tempestad,

dime si hay algo que sea un consuelo, yo te imploro;

di si hay bálsamo en Judea; respóndeme, yo te imploro.”

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

“Ave, profeta o demonio, por el Dios que está en el cielo

y tú adoras y yo adoro, sepa mi alma sin consuelo

si allá en el lejano cielo he de volver a besar

a la virgen por quien lloro, hoy en el celeste coro,

Leonora, así llamada por los del celeste coro”.

Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!”

 

“¡Que tu voz aborrecida sea señal de partida

—aullé alzándome—; ya vete; abandona mi guarida;

que a las plutónicas sombras te arrebate el vendaval;

ni una pluma que recuerde esa mentira que mata

aquí dejes; de mi seno saca el pico que me mata!”

Dijo el cuervo: “¡Nunca mas!”

 

Inmóvil y adusto el cuervo sigue trepado en el busto

de Palas, y se aletarga, enigmático y vetusto,

y es un demonio que sueña su pesadilla infernal;

y su sombra se proyecta sobre el suelo, densa y larga,

y mi alma se hunde en ella, y de aquella sombra larga,

no ha de alzarse ¡nunca más!

 

Interpretación inédita de Enrique González Martínez

(a partir de un dactiloescrito conservado por la familia Helguera)

Vuelta, año XII, volumen 12, número 139, junio, México, 1988.

También puedes leer