Leemos una magnífica editorial que el poeta y ensayista norteamericano Christian Wiman escribió en el tiempo que tuvo a su cargo la revista Poetry. Se trata de un texto que reflexiona sobre la poética de la poética así como sobre el valor de la rareza, la extrañeza, en la poesía. Christian Wiman nació en 1966. Su libro más reciente de poemas es Hammer is the Prayer (Farrar, Straus and Giroux, 2016). La traducción es de Raúl Lazcano.
ELOGIO A LA RAREZA O LA POÉTICA DE LA POÉTICA
Mi punto no es mostrar cuán mal envejece casi toda la poesía, ni presentar algún tipo de “perspectiva” con cual juzgar las revistas contemporáneas. Porque, que los tesoros de una generación sean los chistes de la siguiente, no invalida los significados que antes las personas les pudieran haber encontrado.
Cada que imprimimos un número de Poetry que tenga más prosa que poesía, nos llega al menos una queja por escrito. Estas quejas varían en tono e intensidad, pero casi siempre todas van más o menos así: “Dada la naturaleza y el nombre de su revista ¿Por qué hay tanta prosa? ¿No podrían usar esas páginas para más poemas? ¿No debería ser la Poesía su prioridad?”.
Pues, sí y no. Sí, la poesía debería ser (y en definitiva lo es) nuestra prioridad; pero no, eso no significa necesariamente publicar más poesía. De hecho, puedo asegurar que cuanto más respeto tengas por la poesía, vas a encontrar pocos poemas adecuados para tus gustos y necesidades. Hay un límite para esta lógica, por supuesto, si no Platón sería el Santo Patrono del arte. Pero aun, un apetito súper desarrollado por la poesía no es garantía de gusto o incluso de amor, y los esfuerzos institucionales para realmente alentar el consumo masivo de poesía siempre parecen un poco raros, mal concebidos y peculiarmente americanos, como esos míticos restaurantes de carretera donde todo aquel que pueda comer su peso en barbacoa no tendrá que pagar por ella.
Leer viejas revistas literarias no es una actividad que normalmente recomiende, pero puede ser constructivo en este contexto. La gente que conoce la historia de Poetry suele apuntar a solo un par de momentos importantes, el primero con Harriet Monroe, que publicó los primeros trabajos de casi todos los grandes modernistas; y el segundo con Henry Rago, que en general era más ecléctico y aventurero que Monroe. Es interesante, entonces, echar un vistazo a un par de números memorables de aquellos tiempos.
Monroe, en junio de 1915, en un relato ahora famoso, tomó el consejo del corresponsal extranjero de Poetry, Ezra Pound, e imprimió el primer poema publicado de T. S. Elliot, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock.” Los otros colaboradores de poemas en ese número incluyen a Skipwith Cannéll, William Griffith, Georgia Wood Pangborn, Dorothy Dudley, Bliss Carman, Arthur Davison Ficke, y Ajan Syrian, cuyos trabajos suenan mucho a esto:
O leaves, O leaves that find no voice
In the white silence of the snows,
To bid the crimson woods rejoice,
Or wake the wonder of the rose!
Oh hojas, oh hojas que están sin voz
En el blanco silencio del invierno
Para los rojos bosques el fulgor
¡Para sacar la rosa de aquel sueño!
Casi cuarenta años después, cuando Rago era editor, Sylvia Plath hizo su primera aparición en la revista con seis poemas que, aunque no representaban lo mejor de ella, prácticamente brillaban con suma intensidad junto a los versos de Lysander Kemp, Louis Johnson, Edith Tiempo, William Belvin, August Kadow, etc., etc.
Mi punto no es mostrar cuán mal envejece casi toda la poesía, ni presentar algún tipo de “perspectiva lejana” con cual juzgar las revistas contemporáneas. Porque, que los tesoros de una generación sean los chistes de la siguiente, no invalida los significados que antes las personas les pudieran haber hallado. Es muy posible que, para mucha gente, esos poemas ahora indistinguibles junto con “Prufrock” les dieran el valor o el consuelo que necesitaban en un día malo, o los haya hecho contemplar su mundo, tal vez no desde otro ángulo, pero al menos los hizo mirar algo, solo Dios sabe (De hecho la reacción general para “Prufrock” fue firmemente negativa.) El tiempo es el juez definitivo del arte, pero no es el único. Es posible para una obra que no sobreviva a su tiempo hablar verdaderamente sobre él. Para nosotros, encontrar pasajes como los que cité, es igual a descubrir algo podrido y maloliente hasta atrás en el refrigerador: se estremece el espíritu. Pero para alguien, en algún lugar, eso estuvo fresco alguna vez. Eso que ya pasó está pasando ahora, te lo garantizo. Es la dicha y la maldición de vivir.
Pero divagamos. El punto a aclarar aquí tiene que ver con la prosa en estas publicaciones, que en ambos casos resulta fresca, legible y relevante. En la edición de 1913, existe una pieza memorable, redactada por Ezra Pound que, irónicamente, elogia fulminantemente la poesía por completo olvidada de T. Sturge Moore. En aquel número editado por Rago hay excelentes críticas por parte de Thom Gunn y Charles Tomlinson. Y también un audaz drama en verso de William Meredith. Esta tendencia se confirmó por ediciones anteriores de Poetry (Quiero decir, números lo suficientemente viejos para mirar con alguna perspectiva). La poesía es prácticamente un escenario de competencia para las ocasionales e inconfundibles (ahora) obras maestras. La prosa es sorprendentemente consistente en su calidad y atractivo.
¿Se deduce de esto que la prosa es el arte más duradero? Claro que no. Nadie está leyendo esa prosa que mencioné, y no hay ni una razón en particular para hacerlo. La prosa crítica existe solamente en aras del momento en que fue escrita. Su función consiste en sacar a la luz algún trabajo del pasado que haya sido descuidado o malentendido, con dos fines: el de ampliar y refinar la conciencia contemporánea u orientar a los lectores para saber qué obras contemporáneas leer y cómo leerlas. Mucha prosa crítica que sobrevive está escrita por poetas famosos, y sobrevive solo porque la poesía de esa gente ha sobrevivido. Existen algunas excepciones a esto, pero en general apuntar a la eternidad haciendo prosa crítica es como rezarle a una Papa. Puede que llames la atención de Dios, pero solo porque le guste reír.
¿Es más sencillo escribir prosa que poesía? No necesariamente. La prosa puede ser complicada de escribir. Pero, según mi experiencia, uno siempre puede escribirla. Ahora mismo, por instinto, al estar ocupado y con pereza por igual, suelto estas líneas estrepitosamente, antes de que este número se vaya a la imprenta. Creo que podemos estar de acuerdo en que lo que estoy escribiendo no es, digamos, para la posteridad. Pero tal vez la mayoría estaremos de acuerdo en que está escrito con adecuada y perfecta prosa. Todo tipo de cosas pueden escribirse con adecuada y perfecta prosa: editoriales, historia, filosofía, teología, hasta novelas importantes. Pero no existe cosa tal como un adecuado y perfecto poema, porque un poema que no contenga algo de extrañeza y excelencia sorprendente, un poema que no esté inexplicablemente más allá de la voluntad del poeta, no es un poema.
La verdad es que algunas veces la poesía es vergonzosamente fácil de escribir. Tenemos esta famosa historia: Keats escribió “Oda a un ruiseñor” en una mañana. Coleridge poseído, escribió Kubla Kahn; Milton, básicamente tomó el dictado de Dios (O tal vez del Diablo, porque es él quien salió mejor) mientras escribía El paraíso perdido. Pero además de estos ejemplos, casi cada poeta admite tener un sentimiento simultaneo de capacidad e impotencia durante la escritura de sus mejores poemas, un elemento de misterio. “Si tú no crees en la poesía,” escribió Wallace Stevens, “no podrás escribirla,” y en efecto, esa la máxima “dificultad” de la poesía, ocurre con tan poca frecuencia que permanece más allá de nuestra voluntad.
Cualquiera que esté involucrado con las instituciones de poesía hará bien al recordar esto. Con todo el fervor que hay en este país por los poemas (un corral verdaderamente ruidoso donde soy conocido por rebuznar) no debemos ignorar una de las principales fortalezas de la poesía: la poca que hay. No me refiero a la poca que hay en la cultura, sino a la poca que hay en cualquier momento, que en verdad sea excelente. La invisibilidad de la poesía es deplorable y vale la pena luchar contra ello. Su rareza es admirable, y es la principal fuente de su fuerza. En efecto, a veces pienso que si honráramos más esa rareza, la invisibilidad de la poesía no sería problema, o al menos definiríamos la noción de visibilidad de otra forma. Seamus Heaney notó que, si una persona tiene solo un poema en su mente, uno que le dé vueltas y por el cuál pueda entender la vida de modo un poco diferente, eso constituye justamente la devoción al arte. Es suficiente. De hecho, sé que casi siempre es así como los no-especialistas leen poesía; rara vez, con moderación, pero intensamente, con un puñado de versos importantes a los que se aferran. La prioridad está en un solo poema memorable, pues la poesía en masa es raramente memorable.
Todo esto también debería repercutir fuerte en quien escribe poemas. Si la poesía es muy rara en el mundo, si mucha de la poesía que circula es escoria, solo piensa cuánta de esa rareza debería haber en tu (nuestra) propia obra. No hay nada de malo en pensar la poesía como un proceso, desarrollando una forma de escritura que permita producir versos. Nada tiene de malo, a menos que renuncies a todo intento de discernimiento e insistas en publicar todos tus esfuerzos. Puede ser que quien escribe un libro de poemas cada dos o tres años no está escribiendo mucho, pero sí está publicando demasiado. Lo grandioso acerca de escritores como Hopkins, Larkin, Bishop, Bunting, Eliot, Herbert, Justice, y Bogan es que le exigieron más que nadie a su trabajo, y su disciplina e insatisfacción son la causa de nuestro placer.
¿Qué significa todo esto para una revista literaria? Hace sesenta años, George Dillon y Hayden Carruth, que eran editores de esta revista, enfrentaron una catástrofe cuando publicaron un número que tenía solo once páginas con versos. Se justificaron diciendo que simplemente no había suficientes poemas que merecieran publicarse, y que bajar la vara para admitir más trabajos disminuiría el prestigio de la publicación. Es imposible saber si estaban o no justificados, porque es imposible recuperar el material del cual hicieron selección. Sin embargo, mi sospecha, al estar familiarizado con el trabajo crítico y antológico de Carruth, y habiendo editado esta revista por ya por muchos años, es que lo estaban. Y también sospecho que eso no fue un denigrar la poesía, sino su exaltación.