Presentamos esta segunda entrega de Reflexiones capilares, donde la narradora y psicoterapeuta mexicana Glafira Rocha dialoga, medita y reflexiona sobre su construcción de ser mujer. Glafira es autora de En medio de la nada, Más allá del sol y La caja de Shrödinger, entre otros títulos.
Reflexiones capilares II: mi construcción de ser mujer
I
Mi corazón se hizo un puño al sentir la conexión con todas aquellas mujeres que deseaban existir y elegirse, sin experimentar la inseguridad del sofoco aplastante del enjuiciamiento. Tal vez esa frase jamás la hubiera escrito de no haber participado en la marcha del ocho de marzo del 2020. Tal vez no hubiera existido de no haber tenido nueve meses de reconstrucción de mi idea de ser mujer. Tal vez mi pensamiento nunca hubiera discurrido de tal manera si el nueve de junio del 2019 no me hubiera rapado.
Me prometí nueve meses pasando la máquina por mi cabeza semanalmente, así lo hice. Quise probar qué ocurría en mí al despojarme de algo tan importante en mi vida: mi cabello. Los primeros días mi rostro dejó de visitar con recurrencia el espejo. Había en mis ojos, en mi cara ovalada, un gesto desconocido, una androginia emergente que me hizo experimentarme fuera de lugar. Esta sacudida estética seguramente era proyectada hacia el exterior porque sentí miradas aplastantes, susurros sobre mi género, sobre mi orientación sexual. Eso jamás había estado en duda, porque mi “feminidad” y mi cabello de colores, saltaban a la vista como un unicornio que se muestra ante la fantasía de una niña curiosa. Sí, algo tan simple como no tener cabello, según las creencias de ser mujer, me mostraba que mi idea sobre la construcción de mí misma estaba en el vaivén agobiante de transformarse en algo aún informe.
Es extraño porque cuando más reconozco esas estructuras femeninas que me fueron legadas, más me separo de ellas, pero no para acercarme a unas masculinas; por el contrario, estoy justo en el limbo de no sentirme parte de ninguna. ¿Tengo que elegir? Quisiera ser Orlando de Virginia Woolf o, mejor, desposeerme de aquello que quebranta a los seres humanos: el género.
El primer mes fue complicado porque no me atrevía a salir a la calle sin maquillaje, sin vestido, sin colores pastel (cuando el 90 por ciento de mi guardarropa es de color negro). De ahí nació una idea que me pareció graciosa y al mismo tiempo impactante, la llamé: la MUJER-ROSA. Sentí que, aunque he querido demostrar lo contrario, en mí ha habitado un constructo, una creencia, un homúnculo de mujer, una muñequita que me susurra muchas cosas y que se ha alimentado del estereotipo más burdo y típico de lo que es ser una mujer. La verdad es que he luchado contra ella desde mi niñez, pero me ha seguido como un arquetipo inmanente que no se ha podido transformar del todo. Esa mujer-rosa es la bebé que empezó a moldearse desde que la vistieron con mameluco rosita pastel para diferenciarla de los bebés de color azul.
Quiero aceptarlo. Yo sí crecí con la idea de mujer del hogar, con el cliché de todo aquello que “debería de ser una chica”. Introyecté en mí un refugio en las apariencias que aprendí durante la adolescencia en mi época de secundaria, donde las niñas buscan ser aprobadas por los niños, independientemente de una orientación sexual. Como lo diría Simone de Beauvoir: “La mujer se conoce y elige, no tanto cuanto ella existe por sí misma, sino tal cual el hombre la define. Por lo tanto, antes debemos describirlas como los hombres las sueñan, porque su ser-para-los-hombres, es uno de los factores esenciales de su condición concreta.”
A mis 14 años no me cuestioné si había otros modos de ser, tantos, como seres habitan en este planeta. Por el contrario, uno de mis deseos más profundos era el de pertenecer al grupo de muchachitas bellas, asediadas por los chicos. No me percaté de que con esa aspiración ejercida desde una presión social, empezó una traición porque también en mí moraba una chica cuestionándose la vida, preguntando constantemente por la naturaleza de las cosas. Lejos de pensar si se veía hermosa o no, era como un “chico” atrevido en busca de aventuras que, al mismo tiempo, ideaba una casa del árbol, jugaba a los astronautas, a ser Indiana Jones y también amaba a sus muñecas. Empero, fue el día que me gritaron fea en la calle cuando todo cambió.
El universo paralelo se refracta a través del tiempo. Líneas de atemporalidad me muestran el futuro que se irá desplegando en la enorme masa de posibilidades.
Justamente, como a los dos meses de rapada, fui a hacer un depósito al banco y al cruzar la calle, un grupo de hombres que iban en un auto me gritó: FEA.
Las dimensiones colapsaron para generar el big bang existencial y por medio de esta nueva galaxia es que me estoy reconstruyendo.
La respuesta ante un evento similar en dos épocas diferentes de la vida se diferencia por la edad, las condiciones, el contexto y el grado de la toma de conciencia a la que se recurra para emitir una acción. En mi adolescencia, la resolución fue la de tomar el reto de cumplir los estamentos de la mujer de esa época, es decir, cuerpo voluptuoso, de tez blanca, sexy, vanidosa. Así que mi cuerpo escuálido pasó por gimnasios, proteínas y pesas, hasta que logré una escultura parecida a la que era aplaudida en ese momento. El cabello fue teñido, el rostro amordazado por el rímel, el rubor y boca en rubí para ser más deseable. Lo logré: en la calle me silbaban, me decían “güerita”. Todo fue cuestión de dejar el gym para que el cuerpo se desinflara, pero ocurrió algo a mi favor: las flacas se pusieron de moda. Así que continúe cultivando a esa mujer-rosa, sin reparar en ello.
Doy un giro en el bucle del tiempo y me sitúo de nuevo en el momento en el que me gritan fea. La Glafira adulta y la adolescente, en un instante epifánico toman conciencia de la traición y ambas ven a esa mujer-rosa frente a frente.
Regresé a mi casa, me lavé el rostro y me vi en el espejo por largo rato. Fue todo un desafío, porque no podía sostenerme la mirada, sin embargo, me experimenté bella, nunca antes me había sentido tan hermosa como ese día que mi rostro se me mostró desnudo de cabello y de afeites.
No hay reproche contra la adolescente que creyó que el camino de la imitación y la aceptación fuera el correcto. Lejos de eso, mis ojos se posan en ella y le digo quedamente: así te amo.
En este tiempo de ser “La Pelona”, lo que más se me ha agudizado, ha sido una necesidad de voltear a verme con mayor recurrencia, creo, incluso, que me estoy volviendo una experta en mí, la mejor investigadora de campo para el proyecto más importante de mi vida: yo misma. Para este acto reflejo necesité de un acompañamiento que brotó desde la identificación, no de un acto intelectivo: emergió en mí una búsqueda sobre las vidas de mujeres que dejaron muestra de su existencia más allá de su escritura. Empecé a comprar una colección de libros por encargo llamada “Grandes mujeres”. Biografías de mujeres que han representado un hito de nuestra historia. De algunas ya me sabía sus biografías de memoria: Jane Austen, Agatha Christie, Marie Curie, Mary Shelley (me percato que todas, excepto Austen, porque no se casó, llevan el apellido del esposo) pero otras fueron una revelación como Jane Goodall o Heidy Lammar. Cada una de ellas, de alguna manera pasó por este recorrido de separarse de una identidad construida por estamentos de la época y, al sentirse huérfanas, resignificarse.
Jo, el personaje motor de Mujercitas, por alguna razón había tenido mi admiración, mucho antes de dedicarme a la literatura, pero justo por esta compenetración en la existencia de estas mujeres creativas, me adentré en la vida de Louisa May Alcott, quien me parece mucho más interesante que su personaje, no sólo porque renuncia al amor romántico por su compromiso con las letras, sino porque apoyó a mujeres desposeídas de una fuente de ingresos, confió en la escritura y vivió de ella. Hay una frase que me dejó impactada en una de sus biografías, le dice a su padre: yo viviré de mi cerebro. Alcott fue una mujer vegana en su infancia y parte del trascendentalismo, filosofía que respeta a la naturaleza y considera que la observación y la intuición nos conectan con aquello inefable e inmanente. Louisa May creció entre el pensamiento divagante y libre pensador de su padre, en la biblioteca de Emerson y dialogando con Thoreau y Margaret Fuller, pero también en una sociedad cuya exigencia era el matrimonio, al que ella renunció.
Al explorar la vida de la creadora de las hermanas March, me es inevitable recordar que yo NO nací entre libros, pero una energía tan magnética como el imán me llevó a ellos sin saberlo. Algo, una incomodidad, rebeldía o, muy probablemente, esa niña curiosa desprendida de etiquetas y definiciones, me impulsó a buscar lo incomprensible en medio de una sociedad que prefiere a las niñas bonitas, que a las niñas preguntonas.
Cuando estudié literatura fue por inercia. Y aún ahí, a mis 18 años, podía ver a esa “mujer-rosa”, que ahora se camuflaba entre las historias y los poemas. Porque sí, es inevitable darse cuenta que las narrativas que nos han legado están diseñadas desde parámetros ancestrales por los ojos masculinos.
Ya en la mitología se podía observar a una Afrodita, que al ser sensual y bella, atrapaba a los hombres, manipulándolos por medio del sexo. Y claro, había una competencia entre mujeres, como aún la hay, con la mujer intelectual y asexuada, como Atenea. Pero no pasemos por alto a Perséfone, la hija de mami que fue raptada o, incluso, Medusa, la hermosa, sacerdotisa del templo de Atenea deseada por Poseidón, quien al no poder tomarla, la viola y Atenea, mujer insensible, la castiga por mancillar su templo, convirtiéndola en un monstruo. Es Perseo quien le arranca la cabeza, por lo cual es aplaudido hasta la eternidad, y Medusa queda como la bestia a derrotar, cuando era ella quien debió ser abrazada por un derecho que protege. Sin embargo, no quisiera dejar a Atenea como la mala del cuento, porque incluso, ella, al ser tan inteligente, su mayor logro es ser comparada con un hombre y enmarcada sólo como estratega de la guerra, pero no despertando un interés romántico tan evidente como el de Afrodita.
En el caso de la literatura no es distinto, aunque hay quienes se han brincado las trancas de los cuentos típicos, pienso en Jane Austen, quien desarrolla a personajes mujeres que salen de las convenciones sociales y tienen curiosidad por la vida reflexiva. Mary Shelley no busca el romance como la intención principal de sus novelas. La misma Simone de Beauvoir en La invitada propone una manera de amor libre. Agatha Christie crea a una mujer detective, Miss Marple, una anciana lúcida, inteligente y adorable. Louisa May Alcott menciona que ella no pretendía que Jo se casara, pero el editor le dice que, si no hay matrimonio, no le publican, entonces, hábilmente, lo que hace es casarla con un intelectual quien la considera su par y no con el chico guapo de la novela. Esto nos lleva de nuevo a Beauvoir cuando dice en El segundo sexo: “La soltera se define con relación al matrimonio”.
Parecería que la soledad no es una opción, da miedo, tal vez porque en ella tendremos que estar inevitablemente con nosotras mismas. Claro, ahora consideraríamos que es diferente, que la mujer se ha liberado del todo, que ya no se rige por esos estamentos porque el matrimonio está pasado de moda; sin embargo, el constructo sigue siendo el mismo: “la búsqueda incesante del príncipe azul”. Cambian las leyes, la cultura, pero el arquetipo sigue consumándose en las tenues líneas de una existencia que no sabe vivirse desde una soledad óntica.
Pensar en las mujeres, experimentándome alejada de la “mujer-rosa”, me acercó, mucho más de lo que ya estaba, a Simone de Beauvoir, no sólo por su trabajo literario y filosófico, sino sobre todo por sus escritos autobiográficos como Diario de una joven formal y La plenitud de la vida, donde habla de manera desnuda sobre sus relaciones, peripecias y ese enfrentamiento con patrones que quisieron convertirla en una mujer desde las convenciones. Parecería, ya viéndola a través del tiempo, que esta autora nunca pasó la turbulenta revuelta de renunciar a los requerimientos de las féminas de su época, para sumergirse en la mujer que se quiere experimentar desde su libertad, una libertad existencialista, y sí que los pasó, porque sus dudas ante el matrimonio, la monogamia, los celos, no tener hijos, el dedicarse sólo a la escritura, fueron temas de una constante lucha con ella misma y los describe a lo largo de sus biografías. Por eso, es necesario no desvincularla del existencialismo y de Sartre y, al mismo tiempo, sí que es imperante hacerlo, porque, por un lado, ella tuvo una visión femenina del existencialismo y es la FILÓSOFA de la existencia, pero no fue, ni es considerada de esa manera, porque hablaba de temas que, al parecer, sólo les interesan a las mujeres y los narra desde su vida misma. Lo cual me lleva a una interrogante: ¿es necesario desligar de la vida el pensamiento filosófico o viceversa? Tal parece que cuando utilizamos la experiencia cotidiana para conjugarla con una teoría filosófica, deja de ser filosofía y, por ende, a Simone se le conoce más por sus escritos feministas, porque resultó más fácil colocarla ahí y no llamarla filósofa (en un amplio sentido de la palabra, que abarcaría por supuesto al feminismo) y por su literatura de ficción, porque era más fácil llamarla novelista que, otra vez, filósofa. Lo que hace Beauvoir, en lugar de ir en detrimento de la teoría expuesta, es hacer fenomenología, diría yo, tomando en cuenta que soy un ser-en-el-mundo-siendo-mujer.
Pareciera que la ficción es una forma de verdad donde no se busca la verdad. Sin embargo, aquí estoy, sin miedo, con los dedos llenos de tinta metafísica.
Reconstruirme a través del pensamiento y la narrativa de estas mujeres, me llevó a admirarlas, a querer fusionarme con ellas, a decir en las redes sociales, sin tapujos, mi confianza en el trabajo de estas grandes genias (son GENIAS, aunque el corrector me indique que esa palabra no existe: el lenguaje también anula). Esto de inmediato generó una respuesta que me pareció no ilógica: empezaron a preguntarme con frecuencia si soy feminista. Me lo pregunté yo también y creo que el concepto aún me queda grande, y por ello prefiero no apropiármelo, por respeto a todas esas mujeres que han sido CONGRUENTES con él. Yo aún creo que estoy en ese intento de creación continua (el constante devenir del proceso me sostiene). Y, aunque, esto lo he dialogado con mujeres que admiro y que sí han dedicado su vida al feminismo, como mis amigas Aleida y Liliana y ambas me dicen que me estoy “avioletando”, yo prefiero, si hay que elegir un mote, decir que soy existencialista: tan sólo el hecho de mencionarlo, es como si fuera un contrasentido, porque me considero un ser inacabado, que constantemente está en el camino de experimentarse desde lo indefinido, así que me inclino más por la ambigüedad que por la concreción. Porque ahora soy “la rapada”, mañana o pasado, quién sabe.
II
En este trayecto de mujer sin cabello, ha sido necesario un encuentro con esa parte primigenia y en movimiento; que me habita y que no necesita de un género para definirse. Empero, también ha sido relevante conocer a esa porción de la que me he estado separando y, al mismo tiempo, reconociendo. Es una paradoja que, como todas, no tiene una explicación desde la lógica lineal: hablo de mi constructo de ser mujer. Tal vez lo puedo ilustrar mejor con un ejemplo:
Cuando empecé mi camino en la filosofía budista creí que me estaba separando por completo de todo mi legado católico-cristiano: primaria, secundaria, tía religiosa, tío pastor, abuela dirigente de reuniones bíblicas, niña del coro de la iglesia, rezar todas las noches, ir a misa los domingos con flojera, hacer la primera comunión vestida de monja, pedir un milagro. Sin embargo, entre más me adentraba en el camino de Shakyamuni, observaba de reojo a Jesucristo. Vi las mismas enseñanzas desde diferentes puntos de vista. Me queda claro que a mí me va mejor en este momento el método budista, pero observar la doctrina sin el velo de la naturalización cultural y cotidiana del catolicismo, me hizo llorar con San Francisco cuando fui a su tumba en Asís, adentrarme en los versos de Santa Teresa de Ávila, Edith Stein y San Juan de la Cruz.
Esto mismo me ocurre con mi “separación” de lo tipificado femenino porque no se trata de una compresión desde la huida y el rechazo experimentados como una fecha lineal, sino de algo que sólo se podría explicar a partir de una espiral donde es necesario girar para reconocer un punto desde el que ya no estás tan cercana. Por ello, ahora veo que me puedo construir cuando me doy cuenta de cómo es que me han edificado.
Pensar lo anterior y escribirlo podría ser una tarea que considero sencilla pero ¿cómo llevar esto a la práctica? ¿Cómo remover esas construcciones desde el plano más profundo? Porque podemos hablar, gritar, pero si no me percato de la mujer-rosa que está abarrotando mi existencia, esto podría llevar siglos para que se modifique. Lo cual me lleva a una anécdota:
El nueve de marzo del 2020 hubo un paro nacional de mujeres, por supuesto que no todas quisieron llevarlo a cabo. Mi amiga Aleida y yo consideramos que este paro era justamente de aquello que se cree propio de lo femenino, como las labores del hogar y el cuidado de los hijos, por ello, propusimos una reunión poética donde leímos poemas de escritoras y los dialogamos. Hubo mujeres en grupos de WhatsApp que me confrontaron ante esta propuesta, al decirme que se trataba de quedarse en casa “aprovechando el tiempo” no de “reunioncitas de mujeres”. Me pregunto ¿por qué para muchos el hecho de que varias mujeres se reúnan es sólo para el chisme y no para la poesía y el pensamiento? Aun con esto, se llevó a cabo el grupo de diálogo y versos; fue una experiencia realmente enriquecedora, pues por medio de la palabra de estas poetas pudimos identificarnos y unirnos, sin embargo, en medio de los comentarios, hubo algo que me llamó la atención: varias coincidimos en que justamente el estar en paro del trabajo no nos impedía querer levantarnos y ponernos a arreglar la casa o echar una carga de ropa en la lavadora. Claro, el susurro de la mujer-rosa al acecho.
Considero que no se trata de dejar de cocinar, de no lavar los trastos, ni de erradicar el maquillaje o el cuidado personal, si así se desea. Es una elección mucho más sutil y subjetiva porque también se podría ir hacia lo opuesto donde puedo rechazar las labores domésticas para lanzarme al campo productivo desde otros parámetros, generando, tal vez, una parálisis de incomprensión, al no detenerme en lo que es apropiado para mí independientemente de las modas o los prejuicios. Se trata de que estas convenciones sociales no sean una prioridad antes que el autoconocimiento. Hablamos de experiencias individuales, donde cada mujer sabe cómo es que ha erigido a su muñequita de porcelana, colocándose frente a ella para una reconstrucción guiada según sus propios marcos referenciales e, incluso, dudar de los mismos. Este es un ejercicio continuo.
Llevamos a la mujer-rosa interna jactándonos de independencia, en apariencia lo somos, pero en el fondo sigue existiendo el latente asomo del cuento romántico y su primo hermano, el cuento del hogar. Por supuesto, hablo de mí.
El constructo que es necesario cimbrar es: “la voz sutil y engañadora de la mujer-rosa que nos miente diciendo que somos independientes”. Pero, más que culpar a esa construcción, que de manera no tan consciente seguimos alimentando, se trata de pensar juntas ¿cómo podemos trascenderla?
Creo que, tal vez, la clave radica en darnos cuenta, en percatarnos, en hacer conciencia de esa homúncula y no pelearnos con ella, sólo tomarla de la mano y explicarle que hay mucho más para nosotras: una toma de conciencia, desde la idea beauvoriana-sartreana, donde es necesario un retorno hacia la existencia para observarla y ser parte de la misma en un instante (regresar una y otra vez a contemplarnos, sin despegar la mirada para volvernos a conocer).
Me relaciono como aprendí que era, cuando pretendo algo diferente limito la creatividad del encuentro y busco un vínculo con el pasado. Ya no soy ésa que buscó en la fantasía una dimensión exacta de certeza, creo tener una idea, una calma que me lleva al misterio de existir.
Hace no mucho tiempo, justamente en este ejercicio de tomar conciencia, tuve una revelación. Estaba en el comedor conversando con mi pareja, lo vi generando estrategias para reunir el suficiente dinero para comprar una casa. De pronto, me pregunté: ¿qué estoy haciendo yo para que esto se concrete? y me respondí: nada en cuanto a lo económico. Sigo viviendo en el limbo de la mujer “independiente” que deja este tipo de responsabilidades en el compañero. Fue un rayo en la frente que por poco me tumba de la silla, porque ante mí se presentaron muchísimos episodios de mi vida. Entre ellos: sé que trabajo desde los catorce años, fui responsable de mis hermanos siendo aún una adolescente, decidí salir del hogar familiar a los veinte años, he sido mesera, he limpiado casas, fui cajera, telefonista, farmacéutica, modelo, secretaria, profesora a niveles de preescolar, secundaria, licenciatura, maestría, he estudiado tres posgrados y ahora me dedico a la escritura y a la práctica psicoterapéutica. Es decir, que no he parado en cuanto a trabajo y estudios, he podido sostenerme económicamente, pero ir más allá de eso, creo que no, hasta ahora. Porque, aunque puedo colaborar con la manutención del hogar, es en cosas menores, como los servicios básicos, pago la limpieza, el Internet y dejo a mi compañero lo fuerte, como la renta y el supermercado. Claro que esto puede ser muy normal para algunos pero ya no quiero que lo sea para mí.
Sé que muchísimas mujeres son las que tienen la carga económica, que otras llegan a negociaciones con su pareja para dividirse los gastos; incluso, soy consciente que algunas veces la distribución no es equitativa debido a que los presupuestos son divergentes, es decir, que se trata de poner un porcentaje en relación a las percepciones del dinero. Llegando a acuerdos, también, en el trabajo doméstico y cuidado del hogar. La clave está en la palabra ACUERDO, donde no se dan por sentado los roles. Por ello, es que planteo mi historia de vida como parte de una autoexploración, realizando este ejercicio de toma de conciencia que propongo, por lo cual habrá quienes coincidan conmigo y otros que se separen.
Esto es algo tan sencillo que resulta complejo porque es desde mi subjetividad. No me daba cuenta (aunque parezca increíble) que estaba muy cómoda en una circunstancia donde no me exigía, ni me exigían demasiado.
Pienso en las mujeres de mi entorno cultural y veo cómo, en su mayoría, son mujeres que no paran de trabajar, que han podido lograr fuertes sumas de dinero, sin embargo, pueden seguir buscando el lazo masculino para que sea él quien lleve el poder económico, dándole permiso para que muchas veces esto vaya en detrimento de ellas.
Parece que repito lo que vi, lo que aprendí, lo que me fue legado. Esto me lleva a recordar la frase tan conocida de Virginia Woolf: “la mujer, necesita un cuarto propio e independencia económica”. Sin embargo, ¿qué pasa cuando estos dos aspectos se tienen y no nos percatamos de su función y, por el contrario, seguimos, perdidas en una herencia que ya no nos corresponde?
Yo misma me respondo esa pregunta: lo primero es hacerle cara a ese constructo, reflexionarlo, luego, quizás, me culpo, me azoto si me da la gana, y después me doy un espacio para reconfigurarlo. ¿Cómo? Tomando acciones en congruencia a este nuevo orden, es decir, pensar, hablar y actuar en consecuencia. Al principio puede ser un evento de purga anímica y caeré en las viejas costumbres, pero me vuelvo a percatar de ello y lo hago una vez más, otra vez y otra vez, hasta que esa antigua configuración ancestral ya no sea parte de mí.
Me esencializan y yo me doy esencia cuando dejo que los demás elijan por mí y no me percato de ello, entonces me condeno y me pierdo en el río de las existencias que ruedan como piedra para quedarse en el fondo de un pantano.
Al ver el constructo de frente y tomar conciencia de él, éste se va debilitando, significa sacar a la luz lo no consciente, para así darle un significado mucho más creativo que tenga que ver con mi experiencia. Ésta es una tarea ardua porque se trata de un movimiento constante ante lo automatizado. Podría decirse que es algo muy elemental pero pareciera que hay una ceguera, una catarata ante la creencia arraigada. Cuando este patrón o constructo disminuye nos deja ver mejor, entonces puede generarse el tambaleo de la angustia. Esta emoción es un puente por el que es necesario pasar, por ello, no habría que estar en contra de ella.
Me agito desde la resistencia, con la agonía de no pasar a otro estrato, porque temo verme como una desconocida. Ser mujer es un referente válido que estoy dispuesta a conocer hasta las entrañas, es una condición en la que danzo pero no me determina. Simplemente soy el existente que se cuestiona, siempre se cuestiona.
Muchas mujeres se han dado cuenta, antes que yo, que la mujer ha sido conminada a ser un frágil y etéreo instrumento de deseo pero, ahora que lo veo, el universo, mi universo, se desfragmenta para dar lugar a las sombras intangibles del miedo al fracaso de convertirme en otra. ¿Qué se tiene que hacer para elegirse a una misma? Me pregunto. Pienso entonces, buscando una respuesta, en lo que menciona Carl Jaspers sobre una situación límite: se trata de una circunstancia que estremece a la existencia sacándola de su vida cotidiana como la muerte o la enfermedad, logrando que tomemos conciencia de nosotros mismos, aunque se corre el peligro de quedarse ahí en el terremoto de la vida. La situación límite nos convoca a una reestructuración. Es decir, que, si me vulnero, si como un kamikaze voy y me enfrento a toda velocidad hacia un destino que desconozco, es entonces cuando podré darme cuenta de la endeble careta que llevo puesta. Sí, será necesario el miedo pero, sobre todo, renunciar a la comodidad de ser una mujer-rosa y no prestarme a que sea ella quien elija por mí. Dar ese giro-existencial, significa ir más allá de la taquicardia e inflamar los ovarios en el intento. Algo similar a lo que dice Rosario Castellanos en Mujer que sabe latín: “con una fuerza a la que no doblega ninguna coerción, con una terquedad a la que no convence ningún alegato, con una persistencia que no disminuye ante ningún fracaso, la mujer rompe los modelos que la sociedad le propone y le impone para alcanzar su imagen auténtica y consumarse –y consumirse– en ella”.
Por eso, para mí, raparme ha significado no esperar una situación límite, sino transgredirme para habitarme como otra, como aquella que se escondía detrás del cabello.
Siento la tristeza del mundo y me apabulla la mirada de la mujer muerta que nunca se preguntó quién era. Yo lo hago todos los días quedándome con sed y grietas por donde se escurre el ánimo. ¿Quién soy? Esa pequeña pregunta me amenaza, me sigue y, aunque corro para huir de ella, me toma del brazo y me sopla con aliento pestilente al rostro. Los muertos me dan comezón, una rasquera que transforma la roncha en llaga. Alergia, miedo, parálisis… estornudo en el ataúd, compro unas flores y me invento que estoy en la pradera en lugar de en un velorio. Veo a la mujer muerta y sé que no soy yo la del rostro inflamado de naftalina, ni supuro aserrín que comprime las tripas aún con excremento. No, no soy ésa que se fue perdiendo en la memoria del anonimato, que escondió recuerdos en miradas que anulan, hasta que olvidó su nombre. No soy, tampoco, esa mujer que bailó al son de la tambora, que corrió con las chivas y las gallinas. Que amamantó a diez crías, sin jamás preguntarse si había algo más para ella. Yo no quise aprender la quebradita, ni dar mi teta al bebé hambriento. Sólo corrí con las serpientes y volé con el búho encerrado en mi clóset. Yo invoco a Mnemosine, escribo discursos, viajo con las palabras y me agazapo en las bifurcaciones de la sinapsis. Ni mejor, ni peor que ella. A ambas nos arrastra la impermanente sombra del ocaso: ahora es ella, después yo, luego tú, y este planeta. ¡Jamás se sabrá la respuesta!
III
En medio de toda esta des-identidad aparece una pandemia. Un confinamiento que, en cuanto a los paradigmas estéticos, mi pelonera me fue muy conveniente. Llevo casi tres meses sin salir de casa. Las compras, los eventos culturales y mi trabajo, los llevo en línea. Estoy a pocos días de cumplir un año rapándome y sigo pensando que ha sido una de las mejores cosas que he hecho en vida. Más allá de la comodidad y del ahorro económico que esto implica, creo que ha sido un mínimo reflejo de una sociedad en quebrantamiento.
A mí me gusta estar en casa, incluso disfruto mucho pasar los días sólo con mi pareja, porque hemos creado un espacio donde nos sentimos cómodos, pero antes tenía la posibilidad de salir sin tanto “riesgo” y, ahora, mi decisión es quedarme en medio de horarios trastocados, en las paredes que me resguardan ante un virus que me exige el reforzamiento de mi sistema inmune.
Por fortuna en enero, dos meses antes del encierro, tuve la suerte de recibir la visita de mi madre. Era necesario para mí verla porque quería que juntas hiciéramos un ritual.
Mi madre me tuvo a los 16 años, fue una niña que cuidó a otra niña y debía quedarse callada antes de externar sus deseos. Alguna vez en una charla me comentó que ella tuvo ganas de afeitarme la cabeza siendo yo una bebé, no pudo hacerlo porque se lo impidieron, le dijeron que me vería fea. Así que le mencioné que era el momento. Compramos rastrillos y empezó a pasar la navaja. Creí que mi estructura craneal sería muy diferente pero fue como una bola de boliche que tuve que cubrir por el frío. Lo importante no fue la apariencia sino el resuello de mi madre en la nuca, sus dedos acurrucados en mis oídos y las lágrimas de ambas ante el espejo continuado de una acción que se puso en pausa mucho tiempo atrás. Unirme a la mujer más importante en mi vida, a través de un ritual truncado por formulismos estéticos, me llevó a sentir su latido como seguramente lo viví durante nueve meses en su vientre.
En este encierro la búsqueda de autoconocimiento-relacional no ha cesado. Esta vez me llegó por medio de mis prácticas budistas. Me inscribí en un grupo de meditación donde, a una determinada hora, nos reunimos en línea miles de personas alrededor del mundo con el propósito de generar amor compasivo ante los sucesos por los que atraviesa la humanidad y el planeta. En el budismo tibetano se generan vínculos a través de deidades, con la intención de incrementar y materializar el potencial que tenemos encubierto por el devenir de la vida. Es decir, que son elementos simbólicos que acrecientan una aspiración, en este caso, la compasión.
Las prácticas en Avalokiteshvara me llevaron a reconocerme en Tara, la manifestación femenina de la divinidad. Según Bokar Rinpoché, uno de los mitos sobre ella, cuenta que se llamó Luna de Sabiduría y era hija de un rey. Como fervorosa del Buda tomó votos como Bodhisattva, lo relativo, aunque no igual, a un santo en la religión católica. Durante el ritual, le sugirieron que para que todo le fuera más sencillo, en sus próximas encarnaciones, debería elegir una vida como un hombre. Luna de Sabiduría les respondió:
“Aquí no hay hombre, no hay mujer,
no hay yo, no hay individuo, no hay categoría,
‘hombre’ y ‘mujer’ no son más que denominaciones
creadas por la confusión de las mentes perversas
de este mundo.”
Luna de Sabiduría, por el contrario, se prometió permanecer siempre con apariencia femenina. Fue así como la llamaron Tara, que significa Liberadora.
La conexión con Tara me ha llevado a confiar en mis fortalezas y me reconozco a través de su historia. Las mujeres y lo femenino me siguen indicando un camino de reconstrucción, donde me regresan a una inocente infancia desligada del separatismo del género.
Esto me lleva a un recuerdo que alguna vez le narré a mi amigo Yaqui, debido a que en una práctica epistolar discurríamos sobre la disolución del género.
Iba a ser día del niño y yo estaba muy emocionada porque me habían comprado un overol para estrenármelo ese día. Era una ilusión para mí porque vi ese outfit en una película muy mala, pero que fue famosa en mi niñez, Comando, toda la historia se resume en un padre que va a salvar a su hija secuestrada (según recuerdo). El asunto es que la niña llevaba un overol y unos tenis converse rosas. Yo soñaba con llevar ese atuendo pero sólo me pudieron comprar el overol y mi madre hizo el esfuerzo de conseguirme unos tenis patito, que eran de color amarillo. Aunque estaba en un colegio católico de paga, mis padres sufrían cada mes para cumplir con la colegiatura, incluso algunas veces no me dejaban presentar exámenes por lo mismo (ésa es otra historia). El asunto es que yo me sentía feliz porque ya iba a llegar mi festejo, aunque no contaba con que esa semana me pegarían los piojos. Mi padre tuvo la osadía de llevarme a una peluquería y me cortaron el cabello como niño, pero no me importó pese a que me sentí rara. Llegó el día del niño y me fui al colegio con mi overol. Jugué tanto que por poco se me va el transporte escolar, subí corriendo al camioncito y no me tocó lugar, así que me fui parada. De pronto, sentí la mirada de unas niñas y pensé que se reían de que yo escurría sudor, pero alcancé a escucharlas cuando dijeron: “¿es niña o niño?”, yo no me había percatado de eso, sin embargo, cuando ellas me lo hicieron ver, me sentí muy rara e incluso enojada y con vergüenza. Ese día experimenté lo que era el género sin darme cuenta.
Al raparme, lo que hice fue rescatar a esa niña flaca, de dientes grandes y nariz enorme, porque así se veía ella en el espejo de los otros; liberé a la adolescente de la inquieta pregunta y de la mirada llena de historias; convoqué a mi mujer-rosa para mostrarle que el camino es más amplio y con visión panorámica. Por eso, en este momento, las cuatro nos tomamos de la mano y les digo: “no es en la apariencia donde radica el engaño, sino en dejar de escuchar a la voz silente de la conciencia que impera en los existentes, simples seres que no pertenecen a lo femenino o lo masculino.”
Nada, en lo más extraño de las eternidades, se vuelve un enunciado, palabra, ruido o voz que se apague, con el leve murmullo, a una existencia que dice: “hoy me he encontrado”. Por eso camino estas calles estrechas de la estupidez para decirme que, aunque no sé dónde estoy, continuaré el paso de un latente corazón que no teme perderse. Deambulo, me interno en el escabroso mundo de no corresponder al ideal, a la exigencia de ser como ya no quiero ser. Me desdibujo en la piedra, papel y tijera del devenir de la respuesta y prefiero el azar, el guiño, la circunstancia que mueva el piso de la esterilidad cotidiana. Sí, lo acepto, esto es un temblar continuo, un paso que se hunde en el estancado lodo del respiro. Me detengo. ¿Para qué me engaño? Si cada vez que me encuentro es cuando menos sé dónde estoy, si cada vez que me soy más ajena es cuando puedo reconocerme. Lo más extraño de la eternidad es creer que hay eternidad.
Glafira Rocha