Cuatro poemas de Carol Ann Duffy

Presentamos cuatro poemas de Carol Ann Duffy (Glasgow, 1955). Por su poesía, ha merecido el Eric Gregory Award, el Scottish Arts Council Book Award, el Dylan Thomas Award, y en 2005 el T. S. Eliot Prize. Es la poeta de la corte del Reino Unido desde 2009 por lo que es la primera mujer escocesa abiertamente bisexual con esta distinción. Las traducciones son de Alfonso Aispuro.

 

 

 

Manhattan a la venta

Todo tuyo, indio, veinticuatro dólares de puras cuentas de vidrio
y tela de mal gusto. Una ganga. He aquí el
aguardiente y las armas de fuego. Alabado sea el Señor.
Ahora saca tu culo rojo de aquí.

Me pregunto si el suelo tiene algo que decir.
Me has embriagado, has sacado
del mundo la verdad lenta con mentiras rápidas.
Pero ahora escucho de nuevo y lo veo claro. Donde quiera
que hayas tocado la tierra, la tierra se duele.

Me pregunto si el espíritu del agua tiene algo
que decir. Que lo envenenarás. Que 
no más puedes poseer los ríos y el césped como poseer
el aire. Canto con verdadero amor por la tierra;
canto crepuscular, la canción del ocaso, salmo de luz estelar.

Confía en tus sueños. Nada bueno saldrá de esto.
Mi corazón está en el suelo, como cuando mi amado
desfalleció en mis brazos y murió. He aprendido 
las leyes solemnes de la alegría y la tristeza, en el espacio
entre la escarcha matutina y el destello nocturno de la luciérnaga.

Hombre que le teme a la muerte, ¿cuántas hectáreas necesitas
para extender tu sombra bajo el cielo infinito?
La última vez, este momento, ahora, un niño siente que su libertad
desaparece, como el salmón saliendo misteriosamente
al mar. La pérdida retiene el silencio de grandes piedras.

Viviré en el fantasma del saltamontes y del búfalo.

La tarde tirita y es triste.
Una pequeña sombra corre entre la maleza
y desaparece en los pinos que oscurecen.

 

 

Sra. Tiresias

Lo único que sé es esto:
salió a caminar siendo hombre
y volvió a casa mujer.

Salió por la puerta trasera con su bordón
y el perro;
vistiendo sus pantalones de jardinería,
una camisa de cuello abierto
y un saco tejido al que yo misma le puse parches en los codos.

Silbaba.

Le gustaba escuchar
al primer cucú de la primera
luego escribir a The Times.
Generalmente yo lo escuchaba
días antes que él
pero nunca se lo hacía saber.

Esa mañana escuché uno
mientras él dormía;
de la misma forma que escuché,
alrededor de las seis p.m.,
una débil burla de trueno en el bosque
y sentí
un calor repentino
detrás de mis rodillas.

Se le hacía tarde para volver.
Yo me peinaba en el espejo
y llenaba la tina
cuando una cara
salió a la vista
junto a la mía.

Los ojos eran iguales.
Pero en el sorprendente escote de la camisa había senos.
Cuando pronunció mi nombre en su voz de mujer me desmayé.

***

La vida tiene que seguir.

Solté el rumor de que era gemelo
y esta era su hermana
que había venido a vivir
mientras él
trabajaba en el extranjero.

Y al principio traté de ser amable;
secando su cabello hasta que aprendiera a hacerlo por sí mismo,
prestándole ropa hasta que empezara a comprar la suya,
fraternalmente, abrazando su nueva y suave figura toda la noche.

Luego empezó su periodo.

Una semana en cama.

Dos doctores vinieron.
Tres analgésicos cuatro veces al día.

Y más tarde
una carta
a los poderosos
exigiendo doce semanas al año de ausencia laboral totalmente pagadas.
Todavía lo veo,
su pálida y egoísta cara mirando la luna
a través de la ventana del baño.
El maleficio, decía, el maleficio.

No me beses en público,
me reprimió al día siguiente,

no quiero que la gente tenga una impresión equivocada.

Se puso peor.

***

Después de la separación, lo veía
en su rutina,
entrando a restaurantes ostentosos
del brazo de hombres poderosos –
aunque sabía con certeza
que nada de eso
ocurriría
si pudiera salirse con la suya –
o en la televisión
diciéndole a las mujeres
como, él mismo en su condición de mujer,
sabía cómo nos sentíamos.

Su sonrisa de coquetería.

La única cosa que nunca acertó
fue la voz.
Un durazno aferrado que se escurre de su lata.

Yo rechinaba los dientes.

***

Y esta es mi amante, dije,
la única vez que nos vimos,
en un baile resplandeciente
bajo las luces,
entre cristales tintineantes,
y observé la forma en que él contemplaba
sus ojos violetas,
el brillo de su piel,
la lenta caricia de su mano en mi nuca;
y lo vi imaginarse
su mordida,
su mordida en la fruta de mis labios,
y escuchar
mi húmedo y rojo grito en la noche
mientras sacudía su mano
diciendo, Cómo les va;
y me fijé entonces en sus manos, las de él y las de ella,
el choque de sus anillos destellantes y sus uñas pintadas.

 

 

A millas de distancia

Te deseo y no estás aquí. Me detengo
en este jardín, espirando el color que tiene el pensamiento
antes de ser lenguaje al aire quieto. Incluso tu nombre
es un fantasma pálido y, aunque lo exhalo una
y otra vez, no se queda conmigo. Esta noche
te invento, te imagino, tus movimientos más claros
que las palabras que te hago decir que dijiste antes.

Donde quiera que estés ahora, en mis pensamientos capturas mi atención
con una mirada, permaneciendo aquí mientras la luz vespertina
se disuelve en la tierra. La forma de tu boca no es la correcta,
pero aún así sonríe. Te acerco a mí, a millas de distancia,
inventando el amor, hasta que el ruido de las aves nocturnas
interrumpe y convierte lo que había de venir, lo que era seguro,
en recuerdo. Las estrellas nos filman para nadie.

 

 

Originalmente

Vinimos de nuestro propio país en un cuarto rojo
el cual cruzó los campos, mientras nuestra madre cantaba
el nombre de nuestro padre al ritmo del girar de las ruedas.
Mis hermanos lloraron, uno de ellos sollozaba, Casa,
Casa, mientras las millas se retraían a la ciudad,
la calle, la casa, los cuartos vacíos
donde ya no vivíamos. Miré fijamente a
los ojos de un juguete ciego, sosteniendo su pata.

Toda infancia es una emigración. Algunas son lentas,
dejándote parada, resignada, en una avenida
donde nadie que conozcas vive. Otras son súbitas.
Tu acento es incorrecto. Las esquinas, que parecen familiares,
te llevan a propiedades inimaginadas y de muros empedrados, niños grandes
comen gusanos y gritan palabras que no entiendes.
La ansiedad de mis padres se agitaba como un diente flojo
en mi cabeza. Quiero nuestro propio país, dije.

Pero luego olvidas, o no recuerdas, o cambias,
y, al ver que tu hermano se tragó un caracol, sientes solo
un resquicio de vergüenza. Recuerdo mi lengua
mudando de piel como una serpiente, mi voz
en el salón de clases que sonaba igual que el resto. ¿Pienso que solo
perdí un río, la cultura, el habla, el sentido del primer espacio
y el lugar correcto? Ahora, ¿De dónde vienes?,
preguntan los extraños. ¿Originalmente? Y yo vacilo.

 

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