Poesía venezolana: Edda Armas

Leemos a la poeta venezolana Edda Armas (Caracas, 1955). Se trata de una selección de poemas de Fruta hendida (Madrid, 2019), acompañada por el comentario crítico de la poeta y académica española María Ángeles Pérez López.

Desde 2005, Edda Armas facilita talleres independientes de creación poética. Es editora de la colección de poesía Dcir ediciones. Publicó recientemente Fruta hendida (Madrid, 2019), Manos (Bogotá, 2019), A la hora del grillo (Quito, 2016), Alas de navío (Monterrey, 2016), Roto todo silencio ilustrado por el artista rumano Daniel Medvedov (Edición aniversario 40 años, 2da. Ed., Caracas, 2016) y Sin negativo ni estaciones (Caracas, 2012). Es co-autora, con Lihie Talmor, de la antología Fe de errantes /17 poetas del mundo (Otero Ed, Venezuela, 2007). Editora de Nubes. Poesía hispanoamericana (Pre-Textos & Dcir ediciones, España, 2019). Ha representado a su país en Festivales poéticos en México, Colombia, Ecuador, Perú, El Salvador, República Dominicana, E.E.U.U. y España. Su obra ha recibido entre otros reconocimientos: Premio Municipal de Literatura, Mención Poesía «Alcaldía de Caracas 1995» por Sable; Premio «XIV Bienal internacional de Poesía J.A. Ramos Sucre» por En bicicleta en 2002, y «Orden Alejo Zuloaga» de la Universidad de Carabobo en 2013, por su obra literaria y su gestión en la promoción cultural en Venezuela. Reside en Caracas. La fotografía de portada es de Guillermo Suárez.

 

 

 

 

Edda Armas: Fruta hendida hacia las nubes

María Ángeles Pérez López

 

En la prodigiosa poesía venezolana, que para quienes hemos estudiado en la Universidad de Salamanca siempre está asociada a la respiración literaria de José Antonio Ramos Sucre, Edda Armas (Caracas, 1955) ocupa un lugar destacado que acotan más de quince libros de poesía. Subrayo varios: el inicial Roto todo silencio (1975); Cuerdas de serpiente (1985), que exploró la condición visual de la página; Sable (1994, Premio Municipal de Poesía Alcaldía de Caracas 1995); En bicicleta (Premio de la XIV Bienal Internacional Ramos Sucre, 2002); Armadura de piedra (2005); la antología personal Dagas y otras flores (2007) o A la hora del grillo (2016).

Es gestora cultural y editora, y en Caracas dirige el sello Dcir Ediciones de Poesía.

Hay que indicar también su presencia en numerosas antologías venezolanas e internacionales. Así, en la reciente Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX (Madrid, Pre-textos, 2019), que toma su título de uno de los grandes libros de la poesía venezolana, el de Juan Sánchez Peláez, y han preparado Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Gina Saraceni.

La palabra de Edda Armas marcó desde su comienzo una línea muy fructífera de la poesía venezolana: la de una palabra concisa y despojada que venía a reaccionar contra la predicación poética al uso, a menudo narrativa, descriptiva y cargada de consignas de los sesenta. Ha señalado la poeta venezolana Maritza Jiménez cómo “se erigió en una de las más fuertes representantes del poema breve que dominó en la década, tal vez como voz de la desilusión a que condujo el sueño de los 60, con aquellos altisonantes, urbanos, irreverentes poemas”[1]. Y la autora misma ha confesado:

Yo nací en la síntesis, en el ahorro de adverbios, artículos…  Aunque la brevedad en mi caso no era premeditada, sí había algo consciente en rechazar aquellos poemas en prosa. Sentía que hacía falta una actitud seca, lacónica, ir a la imagen.[2]

La escritura como depuración máxima para que la palabra llegue a mostrar plenamente los rostros del vivir. En Contra el aire de 1977, escribió: “quiero deshabitar / una palabra que inunda”.

Por ello, se afirmó tempranamente que “la poesía que se desarrolla en la Venezuela de los ochenta no hubiese sido posible sin ese retorno a la interioridad que se dio en los 70, […] a través de la poesía breve”, entre otros, de Edda Armas[3], como vio en su momento Ana María Mendoza.

En su obra hallamos una voluntad de rigor fecundo y esencial con el núcleo originario de su poética, que persigue la intensidad de vivir y la memoria de las nubes. A ellas les ha dedicado un maravilloso proyecto: la antología Nubes, poesía hispanoamericana recientemente editado por Pre-textos y Dcir.

En esa temperatura verbal exigente, ahora de dicción más amplia y expansiva para con el núcleo originario de su poética se sitúa este último libro, Fruta hendida, que he tenido la alegría de acompañar con un prólogo en el que me pareció que la memoria era una fruta y un país.

En Fruta hendida, la memoria es fruta lejana, la única moneda que codicia la poeta.       Como la fruta, también la palabra ha de ser física: materia contenida en la corporeidad del lenguaje. Si acaso, cuerpo vegetal que no cede ni a la memoria del odio ni a la putrefacción sobre lo propio, como tampoco la autora cede a la infamia del presente. Por eso es fruta hendida, herida por el tiempo y a la vez promesa intacta: paradoja que solo el poema puede estar hilvanando en su memoria.

Porque Fruta hendida responde al “invisible ritual / de invertir el infortunio”.  En ella se cruzan el tiempo y su desgaste pero, aun sabiendo de la condición ficticia de todos los bodegones (como el hermosísimo del excelente fotógrafo venezolano Fernando Adam que sirve de portada), se procede desde lo desvaído, lo ausente —el cuerpo que no está: metonimia de las formas plenas del vestido blanco—, lo que es solo merma pero nunca renuncia al fulgor: las palabras descienden hasta el centro mismo de su color intacto. No se marchitan. no hay circunstancia espantosa de la vida o del país que pueda con su carbunclo de fructosa.  ¿Cómo puede ocurrir que la poesía erija todos los frutos? Este libro conoce bien lo trabado, lo arisco y desabrido: en el tratamiento personal de los signos de puntuación, en el empleo del guion para unir lo que de otro modo no podría vincularse, como el hombro y las alas, o la columna vertebral y el esternón (casi del mismo modo en el que están, en la fruta, semilla y carne; aspereza y posibilidad de plenitud); en cierta sintaxis descoyuntada, en las sorprendentes sinestesias, en varios neologismos y en el escatimado de lo “real” para entrar en lo inasible, el evanescente territorio de las nubes, tan firmes sin embargo al recordarnos que son las mismas que contemplara Heráclito.

El libro Fruta hendida es más cielo que piel. Más semilla abriéndose en el territorio fértil de una memoria a la que no se renuncia, que conmoción y presente de un país calcinado. Poseer lo desposeído del pasado. ¿Un jardín despoblado repoblándose?

Para responder a esa pregunta, Edda Armas convoca a otros artistas y poetas con los que Fruta hendida dialoga desde su comienzo: numerosos epígrafes y dedicatorias para un poemario escrito a lo largo de cuatro años (2014-2018) en los que la autora dialoga también con su obra anterior. En un extenso trabajo anterior, señalé que su brevedad y concisión son formas de la desposesión poética, que aquí agudiza su mirar. Si bien las formas se tornan más extensas y al final del libro (en la tercera parte especialmente) se aproximan al poema en prosa, su obra permanece fiel a ese caleidoscopio del deseo que ha ido conformándose a lo largo de varios libros. Uno de ellos, titulado Armadura de piedra (2005) es aquí interpelado expresamente por la flor y su aroma, la fruta y su sabor destrabándose de la memoria viva, como ajuar de lo invisible que nubes y días apilan en nosotros. Y porque la armadura de piedra es también la de quien se apellida Armas y es hija del conocido escritor y periodista Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990).

En una entrevista de 1980, decía Edda Armas: “las palabras no mienten, lo único que lo poético toma material de nuestro inconsciente, que luego no reconocemos, pero que nos lleva al descubrimiento íntimo y frágil”[4].

Creo poder decir que mantiene hoy esas mismas palabras. Por ello, frente a lo que va perdiéndose, frente a los días desalmados, las palabras le permiten descubrir la necesidad de brotar raíz y nudo, ir hasta el hueso (del lenguaje, de la fruta, del país) y hendirlo. Por eso resulta tan necesario hoy y siempre.

 

 

[1] Maritza JIMÉNEZ: “Edda Armas”, El Universal [Caracas] (1 de octubre de 1992), p. 1 (portada).

[2] Blanca Elena PANTIN: “Edda Armas rompe los tabúes de la infancia”, Clarín. El semanario de Oriente [Cumaná] (14 de octubre de 1994), p. 11.

[3] Ana María MENDOZA: “Un siglo de arte venezolano. Grandes nombres de nuestra poesía”, El Globo [Caracas] (11 de enero de 2000), p. 22/ Arte.

[4] Citado por Carlos de la CRUZ en “Un acento de confesión desesperada: la poesía de Edda Armas”, Respuesta del Zulia [Maracaibo] 57-58 (1980), p. 95.

 

 

 

 

LLEGAS EN LO QUE VAS SINTIENDO

 

Desnudo frente a un fruto plateado veo un bosque en el aire.

Alejandro Romualdo

 

 

Vas una vez y otra sintiéndote nebulosa

en el blanco solitario espacio

donde los pies se aplanan sin hallarles un piso.

 

Afán de narciso o rosa

en su propio espinar

o espiga simple del azar.

 

Entre rostros y paisajes en el bosque

aún cavas la forma, aras el olor

aunque vayan borrándose

sin la deseada liviandad

que inquieres entre los ausentes

desposeídos tal vez del nosotros.

 

Extrañarle la fragancia al fruto

recién memorizado temías,

pero no

que la nostalgia se haría tuya

con tanta asiduidad.

 

 

 

 

 

REVERSO DE MONEDA

 

Cruzada de surcos y manchas la piel

crudamente envejecida

sintiéndote ola de otro banquete

apuestas a una distinta mirada.

 

Más dueña del deseo,

en todo caso, transeúnte hacia el desafío,

desatas los cordones de otro viaje

con el goce del nosotras,

renovada mueca fija en el retrato.

 

Al elegir complicidades

cedes ante el beso

que libera los tal vez y los inoportunos luegos

abrochados a nuestras frágiles pieles

con la insatisfacción de lo que no hemos sido.

 

Apuntas al devenir con palabras graves

para ser racha de otra mañana

en el deseo extendido

con el disfrute pleno de la espiritualidad

única moneda que ahora codicias.

 

 

 

 

FUGADA DE MÍ

 

Importará el umbral del deseo

tanto como el umbral del dolor.

Mirador alto desde el cual catar

la fruta hendida al alzar la vista

por encima de su dura cáscara.

Reto que forja alas a lo inseguro.

 

Fugada de mí, fugada de ti.

Fugada de todas las que pude ser,

ahondada en la que decidí ser entre ellas.

 

Vuelo del rasgar lo inmantado, si

las reminiscencias ultrajas,

si el desencanto descuelgas, y

desarmas los sueños recurrentes.

 

Otro lugar sin anunciada claridad.

Pozo aquel, donde duerme el dragón.

Otra quimera. El único trofeo que,

holísticamente, harás una ganancia.

 

 

 

 

FLORERO PARA EL RIZOMA

 

Arrimada, procuras el labio

en el poema que armas 

en hilos de luz del incienso

al graznar del ave

ya posado al borde del florero.

Rizoma de lo simple abocado.

Volver a la risa sin saber cómo,

deletreada sin postergaciones.

Tan solo posees los vocablos:

turmalinas de astrolabios.

Soy un dado, un paso de cebra.

La semilla de otro árbol.

Sin cuerdas, un trazo minutero.

Onda sanadora que apertura

el tal vez de otro tiempo.

Siendo vidrio soplado,

otra forma

reposada

sobre la mesa.

 

para Ann

 

 

 

 

 

INESPERADA VISITA

 

Incansable canta el grillo aún siendo tan breve su vida.

Matsuo Bashō

 

 

¿Qué anuncia el grillo que en cercanía subsiste?

Su presencia anima el desconcierto.

Quieto, apostado como centinela en la palma

del pote en el pasillo hacia nuestra puerta,

le veo aferrarse a lo más extremo de la más débil

rama, y en ella encontrar casa.

Con su ojo móvil sigiloso sigue los movimientos

al acercarme y me pregunto si, maltratado

como le veo estar, huye de la sequía o qué nos

anuncia con su inesperada visita, ¿qué?

Lo tocante: su permanencia por siete días.

Su ojo nimio emerge como presencia ancestral.

En él taso lo huérfano; al fuera de manada.

Pulso la textura de mis propias intuiciones.

El dolor de quienes huyen.

La incisión de las despedidas.

Sostenerse, resistir, afirmarse siendo apenas huella.

Huella que palabras troquela en preguntas.

Brinca y asciende por la columna blanca hasta

lo alto de la torre, bate veloz sus alas y se va.

Algo suyo queda en mí,

sin aún saber qué.

 

a Aurelio Aisian

 

 

 

 

 

DOMINGO DE CALENDULA

 

Guardas las sobras del día en la nevera.

La sopa que cueces sin sal carece de sabor.

Sombras sueltas de lo añorado y la gata

Tula persigue sus rastros por los rincones

oscuros de la casa sin hallarlos jamás.

Finamente las busca al atender mi voz

y algo convierte al domingo en inusual

fustigando el sabor de los recuerdos

al salpicarlos con sal marina de Ibiza.

Los granos del ‘cristal de la vida’ aúno

con pétalos sueltos de rosa, acianos,

sésamo, flores de azahar, caléndulas y

mínimos toques de pétalos azules y rosa

blondos sobre la mozarela y los tomates.

Cortados finos el cilantro y un diente

de ajo se fusionan al insípido caldo

buscando lograr el milagro. Lo sirves.

Se reposa. Cada elemento toma lugar

y miras rostros en la geografía caldosa

al fondo del plato donde se manifiestan

con la fría mueca de lo ausente.

 

 

 

 

 

SIN

  

un pliegue que busca cuerpo y no lo logra

con palabras arma lo que no sale de la boca.

 

Deuda de lo errado en lo errático,

que muda de lugar y con trazos y acentoa

honda lo álgido,

 

en todos los sin

y sin calavera y sin alma, sin pedestal donde posarse

látigo se hace.

 

Cortada la cabeza del sufriente

asimilas las soledades transitadas

con agujeros

sin soles y sin líderes.

 

Parte extrema y punzante del dolor interno

que arrincona los sentidos

 

dolor piramidal que hierra

 

raspa los huesos del hacer sin hacer.

 

 

con María Clara Salas

 

 

 

 

 

AMATITÁN

 

Te lo advertía la ventisca,

seco aroma seco sobre el rostro

apenas pusiste un pie en el portal

de la casa de las herraduras:

 

tanto corazón

en golpe simple

te robaría el tuyo.

 

Y señales vecinas escuchabas,

con su alargada forma de cintas

amarradas unas con otras,

por el frugal ojal de esos aires.

 

Retraída y paseante por los corredores

de mosaicos azules hacia patios interiores

sentada ya a su sombra,

desgranaste las mazorcas con dientes

morados y de oro apilados, que en pan

manso convierten.

 

Haces del día un ritual que se repite.

Orden, tal vez heredado del maíz.

Minucioso mecanismo de respirar

mimetizado en el cuerpo de ella,

inserta al cubrecamas de retazos

en el que con paciencia bordaron

las nueve flores coloridas del agave

con las garras del tigre que acecha.

Tiempo este otro que, con nuevos ojos

de reojo te miran,

si el tequila enfría la garganta

 

con parsimonia arde la brasa

y las cintas deslazan los fragmentos

en las voces que aún resisten,

con la piedad del que comprende

la letra muerta en la canción que suena de fondo.

Envueltas en aquello que aún aturde, dime Frida,

mientras avanza sobre nosotras la perenne noche:

 

¿qué pan es el que haremos, corazón roto,

con el rostro de este hoy desguarnecido?

 

 

En la Casa Azul de Frida

[Jalisco  2004-Caracas 2014]

 

 

 

 

MAR DE ORIGEN

 

El mar me une a mi padre con forma finita de laguna.

Laguna de su Unare, abrazo mercurial que encandila.

Brazo de brazos de un río con turbulencias de días en

los que se removía el feliz estarse y mover los pies por

debajo de la fría corriente mezclándose con el barro.

 

Decía papá que al río lo habitaba un caimán ciego, y

sin jamás haberle visto, le creíamos. El caimán instala

al optimista que vence turbulencias río abajo, con su

ojo único que todo lo ve, y quiero creer que así se erige

símbolo de que ‘algo bueno’ puede siempre suceder.

 

A su primera novela, una noveleta narrando su primer

e infortunado amor de juventud, en la que muere la

protagonista, la llamó El mar llegaba hasta la puerta.

A sus hijos nos contó que a esa primera versión la hizo

fogata una noche sobre la arena de mar en Puerto Píritu,

creyéndola pudorosamente impublicable.

 

Poco antes de morir, la reescribió y se editó con retratos

de los protagonistas, que eran ella, él y su caballo, con

el título de Este resto de llanto que me queda citando a

José Antonio Pérez Bonalde en La Vuelta a la patria,

de estos versos que, en este hoy del país, nos duelen:

 

Hoy he vuelto fatigado peregrino

y sólo traigo que ofrecerte pueda

esta flor amarilla del camino

y este resto de llanto que me queda

 

De noche, el mar ruge acorazado y hasta mí llega.

Le escucho golpeando la puerta de los sueños futuros,

siendo el mismo mar de mis recuerdos.

Lugar donde presto oídos al padre

voraz trueno reclamando las hormas

un espacio real con sal en los labios.

 

 

 

 

 

LA ROSA SEPIA DE OBREGÓN

 

Libre, la rosa sepia abre su centro.

La asedian los ciclones y la espina.

Tiene suerte el celador que en ella

encuentre razones de permanencia.

 

Recordarte entonces a ti, Roberto. A ti, su obsesivo y terco vigilante

que diseccionas a la rosa

y a sus pétalos enumeras,

fotografiándolos en su breve tránsito

mientras se desprenden uno a uno,

atando la quimera

a la caída del último.

 

A ti, que de la rosa hiciste templo.

Del rocío a la resurrección

en la vigilia del pensamiento

al nombrar los otros núcleos,

de la aflicción en la rosa cautiva.

Contemplo el estremecimiento,

aguijoneando las heridas del cuerpo

que en solitario hurga la tempestad,

que solamente la rosa despierta.

 

Libre ya de tu cuerpo, te entregas

a la hora huérfana que no fue de otros

sino de la rosa azul y fugitiva,

la que perdura

en quien la retuvo alguna vez

como lo hiciste tú,

con alisada crin de posesión y fulgor.

 

 

a R.O

 

 

 

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