Lidiar con lo inefable: Steiner, Cioran y la música

A un año de su fallecimiento, recordamos a George Steiner, el célebre escritor extraterritorial, con este texto de Ronaldo González Valdés. Una nota sobre la relación de Steiner y Cioran con la música, dos autores fascinados por ese misterio, equidistantes en eso aunque tan distantes en casi todo lo demás. El escrito forma parte del epílogo conque González Valdés corona su libro George Steiner: entrar en sentido. Cincuenta glosas y un epílogo, de pronta aparición con el sello de Prensas de la Universidad de Zaragoza, una de las más acreditadas editoriales universitarias del mundo hispano con cuya autorización ofrecemos este breve anticipo.

 

 

Lidiar con lo inefable: Steiner, Cioran y la música

 

Por Ronaldo González Valdés

 

Sólo la música, ese único y verdadero mysterium tremendum (Nietzsche), hermanó el gusto y el ejercicio disgresivo en dos pensadores tan opuestos como E. M. Cioran y George Steiner. Desde su obra de juventud, Cioran se interesó por el misterio de la música. Es bien sabida su admiración por Mozart, Haendel, Brahms, Chopin y su predilecto Johann Sebastian Bach, a quien dedicó algunos de los pocos pasajes en que se permitió ser (o parecer) abierta y deliberadamente metafísico: “Cuando escuchamos a Bach, vemos germinar a Dios. Su obra es generadora de divinidad. Tras un oratorio, una cantata o una ‘Pasión’, Él tiene que existir.”[1] Un poco más tarde, sin embargo, en Silogismos de la amargura, subyugado por la música de Mozart, escribió acerca de la religión: “Fuera de la materia, todo es música: Dios mismo no es más que una alucinación sonora.”[2]

Cioran se diluye en la música, en ella se olvida de sí, se olvida de la miseria humana. Javier Ares Yebra y Giada Ricci, han propuesto que Bach es para Cioran “la forma desplegada de la eternidad”. Aunque esta idea, esta percepción de la música, “no suprime, sin embargo, el carácter de la función alopática que manifiesta en Cioran.”[3] Hay en ella ese impulso metafísico que la referencia a las vísceras, a la bilis, ha puesto rotundamente al descubierto como un engaño de la trascendencia (“Vivir es secretar bilis”, dejó escrito Cioran en sus Cahiers). Pero no deja de ser una deliciosa ilusión de la eternidad: alopatía que suprime momentáneamente los síntomas de la incurable enfermedad humana, ese incesante motivo de la fragmentaria queja cioraniana.

Steiner ha recordado que la música provocaba el malestar del Platón de La República y Las Leyes porque menguaba o hasta desquiciaba la razón necesaria para el buen ejercicio de la política, la preocupación por los asuntos de la ciudad, el despliegue de la Politeia. Pero es el mismo Platón quien, aun receloso del poder de la música para obnubilar la razón humana, no puede evitar incluirla, junto con las matemáticas y la filosofía, en la tarea educativa de los ciudadanos de su polis ideal.[4] Y es ese el Platón, por cierto, que, en la Apología, da a conocer que Sócrates prefirió cantar en las postreras horas de su vida, o por lo menos recordar el canto: recordar al cisne que canta, que vuelve a la música, a lo inefable, antes de morir. La respuesta a la música, más allá de su consideración como estímulo utilitario (“música para relajarse”, colecciones de “música para la concentración” o para “recuperar el ánimo”), nos pone (o no, en eso reside el quid de la respuesta que se dé a su escucha) ante la intuición de una presencia real, una “visitación del misterio”:

Creo que la cuestión de la música es central para la de los significados del hombre, de su acceso o no a la experiencia metafísica. Nuestras aptitudes para comprender y responder a la forma y el sentido musicales implican de modo directo el misterio de la condición humana. Preguntar “¿Qué es la música?” puede perfectamente ser un modo de preguntar “¿Qué es el hombre?”[5]

Es esto, su inefabilidad, lo que permite entender la rigurosa imposibilidad de la crítica musical:

El análisis verbal de una partitura musical puede, hasta cierto punto, dilucidar su estructura formal, sus elementos técnicos y su instrumentación. Pero allí donde no es musicología en sentido estricto, allí donde no recurre a un “metalenguaje” parásito de la música –“clave”, “tono”, “síncopa”-, hablar de música, oral o escrita, es un compromiso dudoso. Una narración, una crítica de una ejecución musical se ocupa menos del mundo sonoro real que del ejecutante o de la recepción del público. Es un reportaje hecho por analogía. Apenas puede decir nada que pertenezca a la sustancia de la composición.[6]

De allí –recuerda Steiner– el dictamen de Schumann: explicar lo que significa una composición es interpretarla de nuevo.[7] La música “esponja” el alma poética de Marcel Proust. Pasa con el músico de jazz que improvisa con (en) el estándar consagrado, poseído por algo que lo sobrepasa, lo mismo que con el escucha sensible que experimenta, otra vez Proust, impresiones “enteramente originales, irreductibles a cualquier orden de impresiones”. Hace aparecer una contrarrevelación, una fulguración del instante que se quiere eterno y que no puede expresarse con la escritura, con el discurso verbal. La música desconoce privilegios y jerarquías de la realidad ordenada, del Ser de la filosofía, del mundo de la ciencia o la ética, del otro mundo de la religión. La música sólo irrumpe y provoca “impresiones enteramente originales” en Proust y en nosotros. Eso es lo que hace que el Logos no pueda lidiar con ella:

Cuando intentamos hablar de música, hablar la música, el lenguaje nos tiene cogidos, con resentimiento, por el cuello. Éste, creo, es el significado oculto de la fábula de las Sirenas. Más antiguo que el lenguaje lleno de “tronos, dominios, poderes”, más secreto que los otorgados al habla, la música está al acecho del hablante, del lógico, del que confía en la razón (Odiseo por excelencia). Las Sirenas prometen órdenes de comprensión, de paz (armonías) que trascienden el lenguaje. El animal de lenguaje, el hombre, acorazado en su voluntad de poder que es la gramática y la lógica, debe resistir. Tiene que ensordecerse a las insinuaciones de la canción. De otro modo, será arrastrado fuera de sí mismo –el movimiento extático– hasta algún irremediable sueño de la razón.[8]

¿Habrá que preguntar a Pascal Quignard por su Butes? No sería ocioso, pues éste es el anti Odiseo: el Butes de Apolonio se deja ir con el canto de las Sirenas, sucumbe, se entrega a esa fascinación irresistible cuyo precio es la vida misma: Butes salta al agua, el Odiseo de Homero se ata al mástil, el Orfeo de Apolonio tañe la lira para opacar el canto de las sirenas y soportar la incitación de lo inefable.[9]

La música solamente es. Como replica el matemático del diálogo contenido en el ensayo “Solo a tres voces”, la música es extrínseca a la verdad y la falsedad (asunto ciertamente propio de la demostración matemática o la lógica modal).[10] Por eso es el supremo arte. A diferencia de la palabra o hasta la imagen, no puede mentir: “El lenguaje lo permite todo. Es algo espantoso en lo que no solemos reparar. Se puede decir de todo, nada nos ahoga, nada corta nuestra respiración cuando decimos algo monstruoso. El lenguaje es infinitamente servil y no tiene –a eso se debe el misterio– límites éticos.”[11] En cambio, el lenguaje sí tiene límites semánticos determinados por  su propia naturaleza convencional, pero el poeta y el narrador buscarán siempre superar esa barrera imitando a la música o, en principio, a la composición musical: “Al final del segundo concierto ‘Emperador’, de Beethoven, súbitamente oímos, en una forma velada y remota, el tema ascendente del rondó. De igual modo, al final de la Odisea, la voz del aedo se desvanece en un nuevo comienzo.”[12] Steiner ve este supremo intento en la construcción del mito. Su trato con la mitología le permite asumir su historicidad. El mito es histórico en su humana creación, no es un engaño o una ficción sin más, es una intrincada elaboración histórica. Los antiguos echaron mano de él para enfrentar lo indecible, lo que está más allá de las palabras. Así pasa con el mito órfico:

Sin el tema de Orfeo en Occidente no tendríamos poesía ni arte ni representación musical tal y como la conocemos. A través de los milenios la capacidad de su canto y su lira para abrir las puertas de la muerte ha inspirado la confianza occidental en la trascendencia de la creación estética, en las relaciones complejas pero útiles entre música y muerte, entre lírica y amor.[13]

A propósito de la casi desconocida faceta de Steiner como poeta, Rafael Vargas Escalante ha rescatado información reveladora. Apenas a los 23 años, F. George Steiner (como se firmaba entonces) publicaba “Art pour art”, un poema que tiene como tema la música:

Play virginal solely for bell-clear sake,
neither for dimpled favour nor full lips,
but to keep heart’s ear pliant and awake
to oar-beat on Bright Cydnus ships.

 

(En la traducción de Vargas Escalante:

Toca el clavecín por amor al claro sonido,
no para producir una sonrisa o un suspiro,
sino para mantener abierto y alerta el oído del corazón
al compás de los remos del Bruñido Cidno).

El poema merece la erudita lectura que hace Rafael Vargas y que refiere el encuentro de Marco Antonio y Cleopatra en Tarso, relatado por Plutarco y luego por Shakespeare, al que la reina egipcia arriba:

…en una enorme y lujosa barca, con remos de marfil, surcando el Mediterráneo y enseguida las aguas del río Cidno (…). A mí modo de ver –escribe Vargas Escalante–, también hay en esas palabras una alusión a la constelación del Cisne y, con ella, a Orfeo, a quien se identifica precisamente con esa constelación (tal fue la forma que adquirió tras su muerte, y bajo ella fue colocado en los cielos, cerca de la constelación de Lira, su instrumento). En este caso, el compás de los remos evocaría el canto de Orfeo, que prosigue aun después de que éste ha sido decapitado.[14]

Por mi parte, creo descubrir en el poema dos líneas que dicen mucho acerca de la idea del poder de la música, es decir, de lo inefable, en Steiner: “no para producir una sonrisa o un suspiro,/ sino para mantener abierto y alerta el oído del corazón…”. La música es sentido concentrado, indescifrable lingüísticamente como significado y, por lo tanto, inefable, a duras penas balbuceable o simplemente inexpresable en palabras como “suspiro” o “sonrisa”, un sentido sólo percibible por el “oído del corazón”. La música es, extrapolando al Werther de Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, “como una fiesta, no de los sentidos, sino del sentido”, o mejor: “el incendio del sentido”.

Sí, Cioran y Steiner quedan en suspenso ante el misterio de la música. Pero no estoy muy seguro de que Cioran hubiera dejado de sostener lo que dijo en Silogismos de la amargura: “Quizás esperé demasiado de la música, quizás no tomé las precauciones necesarias contra las acrobacias de lo sublime, contra el charlatanismo de lo inefable.”[15] Cuando Steiner declara la utilidad de la música, no rehúye a lo que le es fundamental: su remisión a lo trascendente, a la muerte, al amor, a lo que va más allá de las palabras. Su universalidad es absoluta, no ha habido comunidad humana sin música, como sí la ha habido sin escritura o sin literatura. La paradoja de lo inefable desafía al entendimiento: “La paradoja de su inutilidad resiste cualquier categorización simple. La música es perfecta y trascendentemente inútil. Pero ¿podríamos vivir sin ella?”[16]

¿El quid o el misterio de la música conducen irremediablemente al “charlatanismo de lo inefable”? Una vez más, la discrepancia puede hallarse en la capacidad humana de resistirse al vacío, en jugarse el riesgo con la literal insignificancia de eso que es “arrolladoramente significante”, en la posibilidad de la creación que parte de la esperanza, esa “infección trascendental.”[17] No puedo, por lo mismo, más que diferir de la opinión de Fernando Savater: los pensamientos de Cioran pueden ser todo lo punzantes, agudos, estilizados y geniales que se quiera (y lo son, sin duda), pero responder a las críticas de Steiner llamándolo “cronista cultural”  (“aunque de alta gama”, escribe Savater consoladoramente) incapacitado para entender al “místico del sinsentido y del dolor, sólo capaz de éxtasis sin fulgor sacro”, es ratificar sin más la grandilocuencia que da por sentada la fatalidad, esa inminencia que pone al descubierto “la verdad no operable, en fase terminal”. Esa grandilocuencia se evita problemas con la historia, lo trascendente, el misterio y lo indecible: termina corroída por el humor ácido de sus propias palabras.[18]

 

 

 

 

Referencias

[1] Cioran, E. M., De lágrimas y santos, Barcelona, Tusquets, 2008, p. 65. Traducción de Rafael Panizo de la edición francesa, Des armes et des saints, Paris, L’Herne, 1937. Cursivas en el original.

[2] Cioran, E. M., Silogismos de la amargura, Barcelona, Tusquets, 2007, p. 93. Traducción de  Rafael Panizo. Título original en francés, Syllogismes de l’ amertume, Paris, Gallimard, 1952. Cursivas mías, RGV.

[3] Ares Yebra, Javier y Giada Ricci, Filosofía y estados del ánima: el ethos musical en Emil Cioran, en Periplo, abril de 2013, Vol. XX, p. 63. (Consulta electrónica en https://javieraresyebra.com/wp-content/uploads/2018/11/Art-Filosofía-y-estados-del-anima.pdf ).

[4] Cfr. el escrito de Steiner “Necesidad de música” que da título al libro del mismo nombre, Necesidad de música, México, Grano de Sal, 2019, selección, traducción y prólogo de Rafael Vargas Escalante, p. 72.

[5] En Presencias reales, Barcelona, Ediciones Destino, 1991, p. 16 (reimpresión para Compañía Editora Espasa Calpe, Argentina, 1993). Traducción de Juan Gabriel López Guix. Título original en inglés, Real presences, The University of Chicago Press, Chicago, 1989.

[6] La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan, Fondo de Cultura Económica-Siruela, México, 2012, p. 20. Traducción María Cóndor. Título original, The Poetry of Thought. From Hellenism to Celan, New York, New Directions, 2011.

[7] En relación con la música y el teatro, en el libro que marca la más significativa inflexión en su viaje intelectual, Steiner dirá: “Cada ejecución de un texto dramático o una pieza musical es una crítica en el sentido más vital del término. Es un acto de aguda respuesta que hace sensible el sentido. El ‘crítico teatral’ por excelencia es el actor y el director que, con el actor y por medio de él, prueba y realiza las potencialidades de significado de una obra. La verdadera hermenéutica del teatro es la representación (incluso la lectura en voz alta de una obra suele penetrar mucho más hondo que cualquier reseña teatral). De modo similar, ni la musicología ni la crítica literaria pueden decirnos tanto como la acción del significado que es la ejecución.” En Presencias reales, citado, pp. 18-19.

[8] Ibid., pp. 240-241.

[9] Quignard, Pascal, Butes, México, Sexto Piso, 2019. Prefacio y Traducción de Miguel Moret y Carmen Pardo. Título original en francés, Boutès. Paris, Galilée, 2008.

[10] Cfr. George Steiner, “Solo a tres voces”, en Necesidad de música, citado, p. 121.

[11] Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler, Madrid, Siruela, 2016, p. 24. Traducción del francés de Julio Baquero Cruz. Título original en francés, Un long samedi. Entretiens, Flammarion, París, 2014.

[12] Steiner, George, Tolstói o Dostoievski, Madrid, Siruela, 2002, pp. 122-123. Traducción de Agustí Bartra. Título original en inglés Tolstoy or Dostoevsky. An Essay in the Old Criticism, New York, Knopf, 1959.

[13] Steiner, George, Fragmentos (un poco  carbonizados), Madrid, Siruela, 2016, pp. 63-64. Traducción de Laura Emilia Pacheco. Título original en inglés, Fragments (Somewhat Charred), Ohio, The Kenyon Review, 2012. Cursivas mías, RGV.

[14] En el prólogo de Rafael Vargas Escalante a la compilación de textos de George Steiner, Necesidad de música, citado, p. 13. En el ensayo “Solo a tres voces”, contenido en dicha antología, se lee: “”Sólo la música puede sugerir la posibilidad de alguna forma de ser más allá de nuestras vidas empíricas, de dimensiones que son radicalmente ‘otras’. Escuchemos el andante sostenuto de Schubert, op. 163. El hecho de que no podamos explicar racionalmente ni verbalizar de manera coherente esa penetración en la ‘otredad’ indica precisamente las limitaciones de todo discurso.” Ibid., p. 119.

[15] E. M. Cioran, Silogismos de la amargura, citado, p. 89. Cursivas mías, RGV.

[16] En Fragmentos, citado, p. 68.

[17] Steiner, George, Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, p. 16. Traducción de Andoni Alonso y Carmen Galán Rodríguez. Título original en inglés, Grammars of Creation, London, Faber and Faber, 2001.  “La música llega a poseer nuestro cuerpo y nuestra conciencia. Tranquiliza y enloquece, consuela o causa desolación. Para incontables mortales, la música, aunque sea vagamente, se acerca más que ninguna otra presencia sentida a inferir, a prever la posible realidad de la trascendencia, de un encuentro con lo numinoso y lo sobrenatural, que se encuentran fuera del alcance empírico; para otras tantas personas religiosas, la emoción es música metaforizada, ¿pero qué sentido tiene, qué significado hace verificable?, ¿puede mentir la música o es enteramente inmune a lo que los filósofos llaman ‘funciones de verdad’? Idéntica música inspira y aparentemente articula propuestas irreconciliables. ‘Traduce’ a antinomias. La misma melodía de Beethoven inspiró la solidaridad nazi, la promesa comunista y las insulsas panaceas del himno de Naciones Unidas. El mismísimo coro del Rienzi de Wagner exalta el sionismo de Herzl y la visión hitleriana del Reich. Una fantástica abundancia de significados diferentes, incluso contradictorios, y una ausencia total de sentido.”. En La poesía del pensamiento, citado, p. 21.

[18] Savater, Fernando, “Desconsolado éxtasis”, en El País, Madrid, 3 de noviembre de 2009 (consulta electrónica en https://elpais.com/diario/2009/11/03/cultura/1257202809_850215.html).

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