Leemos poesía española. Leemos poemas del nuevo libro de Andrés Catalán (Salamanca, 1983). Ha publicado Composiciones de lugar (UP José Hierro, 2010), Mantener la cadena de frío, en coautoría con Ben Clark, (Pre-Textos, 2012), Ahora solo bebo té (Pre-Textos, 2013) y Variaciones romanas (Pretextos, 2021). En 2015 obtuvo la beca Valle-Inclán de la Academia de España en Roma. Ha traducido, entre otros, libros de Seamus Heaney, John Berryman, Anne Carson, Robert Hass y Louise Glück y preparado las ediciones de la poesía completa de Robert Frost y Robert Lowell. Codirige junto a Unai Velasco la editorial Ultramarinos.
VI
Nunca guardé silencio, toqué las teclas
por no tocar sudor o trenza y a un hojaldre
de diosas consagré mi amistad, como romanos
que altares dan morada a quien se acerca:
ni un rizo de quien huía alcancé, venga
si quiere. Y si lo hace, pero
¿bajo qué forma?, entonces
será solemne la alegría de la secreta
fiesta, y el silencio apropiado a los adeptos.
VII
Feliz en suelo clásico, voces del antes
y el después me apremian a majar el dornillo,
a tronzarme —sacramental— en ciertas
excavaciones. Pero basta a la noche
que te pose las manos —mirad,
la tierra es nuestra, nuestras son
las orillas— para que entienda, por vez
primera, el mármol. En los besos
escarbo por buscar su vacío; a veces
también hablamos o medimos con tiento
las sílabas de un verso sobre el sueño
del otro. Aspiramos a veces un aire
desgastado. Bajo tierra una estatua
de Amor recuerda haber servido
—y tanto desmoronar me adormeció las manos—
a una misma promesa ante los balbuceos
ahora ya coagulados de un triunviro.
XI
Casi otoñal, cabeza abajo brilla
cuanto más me alegra: verdes
sobre la alfombra de rescoldo y yedra
pegajosa sobre el cemento armado. Aúlla
una terraza lejos con altavoz y ruido
de cristales diciéndonos la hora. La luciérnaga
medita su dormir como la abeja ahíta
pondera una flor más. Será por pena.
Prende fácil de madrugada si es que
Amor remueve —usando
de palito una saeta— la ceniza
y yo dejo la cama sin aguardar que apeldes
o de una grajilla la matraca ciñan
el margen algo más. No hay queja.
XIV
Si el sol se te desploma como un rito
encima de la limpieza de tus hombros, si
a esta altura de la Flaminia ni un romano
hace por caerle en gracia
a Ceres y desgrana estas espigas
de calor —es mies muy dura—
qué más da. Basta un
gesto y un boquete en el muro
para a la vez hallar quien nos acoja —trémula
sombra en el rincón de un mirto— y al cielo
ofrecer volatería… que a nadie contará
de estos doseles. A quién, si canta
aún más la hierba seca, si se huyeron
lejos de la barbulla los profanos.
XV
No te basta el asombro: algo más
te hace falta. Tú qué dices, ¿me fío? Bajo
lajas se esconde, traidor, quien a Roma
me siguió ¿o tal vez me esperaba?
No te basta el asombro. Algo más
a pesar de las ruinas te hace falta o te apela.
Jaramagos descollan sobre el mármol pulido
de palacios caídos y sobre los imposibles
futuros de hormigón. Jalda es siempre la ruta
y sagrado el espacio del ayer y del hoy.
Ruede si quiere el amor cuesta abajo
o corra por delante y desbande a las aves.
Unos ojos cerrados me entretienen igual
que los días de fiesta al abrirse temprano. ¿Era
Ariadna así bella al dormir? Huye Teseo, huye, corta
todas las flores: todas no bastarán.
XVII
He venido a olvidarme a este jardín, en este
buen jardín me he guarecido, para las alas
reservo mi atención y fuera —soto
que acecha— quedan
las sierpes de las largas calles. Es lábaro
el magnolio que ahuyenta la celera en este patio
inmóvil. No hay dioses diligentes que hagan
hacina de cosechas de oro: solo
la trama del fiel olivo se encarama al cielo.
Suave me es este hortal, seranear me basta
con amigos. Pero si amor insiste, si me tiende
la mano, dadme, con mi silencio
os lo pido, sin temor ni cuidado
y sin riesgo el placer porque nada es seguro,
porque nada es seguro y apoyar la cabeza
en un pecho cualquiera hace temblar los templos
y es un espanto siempre la alegría.
XIX
Más allá tenso se descabalga el río
y alguien se suelta el pelo entre los juncos. Mira,
por ahuyentar los pájaros el deseo se cumple
que no es tuyo ni mío. En el majuelo espera
difícilmente entonces racimar a la tarde palabras de cariño.
XXII
Allí donde la fama riña con el amor arañe
en el espejo aún temulento el ojo
la espalda contra el pecho. La cuchipanda en suma
precipitó la noche. «Si hacia el Olimpo miras», dice,
«no serán mis rodillas las que atisbes,
muchacho». A los griegos –de quienes tanto
hablamos– convenían
los secretos. «Por merecerme pisa
vías que nadie pisa». Yo callo, adoro, e insisto
en llevar siempre lleno el bolsillo de máscaras.
XXIV
Arrinconado en el jardín aguarda
quien en la cima del placer vela la noche. No es
un ejemplo. Hay alas, luego alguien
sigue moviéndose o acaso con estruendo
dejó caer un mármol o abrió a deshora un grifo. Pues la verdura cubre
la presunción de la estatua y la lama del cauce
hace crecer la espádice —que acaricia o pretende
acariciar— bruñe algún bronce que diga
su condición de dios último. Todo
a su manera es triste, también esta maraña. Arriba, abajo, mojo
la esponja del esfuerzo de no seguir a nadie. Mido
la excavación por donde llaman. Insisto. Difícilmente
canto. Entrono otra amistad y otro
tímido misterio. Nunca será este un predio
de hombres razonables.