Una musa vestida con vaqueros

Volvemos a un ensayo de Luis García Montero (Granada, 1958), “Una musa vestida de vaqueros”, básico para entender la poesía española de las últimas décadas. García Montero ha publicado volúmenes de crítica como Confesiones poéticas (1994), Aguas territoriales (1996), de donde procede este texto, Las palabras rotas (2019), Lecciones de poesía para niños y niñas inquietos, entre muchos otros.

 

 

 

 

Una musa vestida con vaqueros

La literatura española ha vivido una época de brillante y rigurosa calidad en estos últimos años. El final de la dictadura y la paulatina consolidación de las instituciones democráticas han coincidido con la normalización de un paisaje cultural rico, capaz de proyectarse con vitalidad en el extranjero. Aunque son frecuentes los tópicos negativos, las denuncias a la inteligencia domada, los llantos por la pérdida del vigor combativo, la verdad es que con un poco de prudencia y perspectiva resulta difícil no aceptar la calidad poco domada de nuestros ensayistas (Savater, Azúa, Subirats…) o de nuestros novelistas (Muñoz Molina, Marías, Landero…). Siento no poder contar con la fuerza simpática de los apocalípticos y los catastrofistas, todo es un desastre, es necesaria una gran revuelta, pero es que estoy convencido verdaderamente de la calidad actual de las letras españolas.

Me parece que con la poesía ha ocurrido lo mismo, se escribe mucho y bien, con buenas editoriales, con un público limitado, pero existente. Se trata de un panorama muy difícil de encontrar en otros países, en los que la poesía es ya una curiosidad nostálgica, ay, las indispensables nostalgias de la cultura, y la publicación resulta complicada incluso para los autores consagrados. Dentro de este panorama sólido, en el que caben muchos caminos, ha tenido especial protagonismo la llamada poesía de la experiencia, la vuelta de los jóvenes a la realidad, asumiendo el tono de la verosimilitud, la naturalidad coloquial en el estilo y el interés por los distintos aspectos de la vida cotidiana en los temas. Miguel García-Posada ha definido precisamente el fenómeno como un desplazamiento de la poesía española desde el culturalismo a la vida. Se perfila una recuperación literaria de la intimidad, abundan los temas urbanos, reaparece la voluntad civil, hay un gusto clásico por una poesía de dicción clara, con el vocabulario y los ritmos bien elaborados.

Considero un error el intento que a veces se hace de definir esta poesía como una tendencia cerrada y homogeneizadora. Existen semejanzas históricas, el aprovechamiento de una misma tradición, la apuesta por unos mismos intereses estéticos, pero es notable también la variedad de matices, las muy diversas personalidades, la voz propia. Pensemos en unos cuantos nombres de los muchos que se pueden citar en lengua castellana (porque la lista sería muy rica también en las otras lenguas del Estado): Amalia Bautista, José Manuel Benítez Ariza, Francisco Bejarano, Felipe Benítez Reyes, Juan Manuel Bonet, Juan Bonilla, Juan María Calles, Luis Alberto de Cuenca, Vicente Gallego, Álvaro García, Vicente García, José Luis García Martín, Antonio Jiménez Millán, Jon Juaristi, Juan Lamillar, Abelardo Linares, Julio Martínez Mesanza, Carlos Marzal, Miguel Mas, José Mateos, Inmaculada Mengíbar, José Antonio Mesa Toré, José María Micó, Mari Ángeles Mora, Luis Muñoz, José Luis Piquero, Benjamín Prado, José Carlos Rosales, Álvaro Salvador, Javier Salvago, Eloy Sánchez Rosillo, Leopoldo Sánchez Torre, Pedro Sevilla, Vicente Tortajada, Andrés Trapiello, Vicente Valero, Manuel Vilas, Luis Antonio de Villena, Roger Wolfe… Mil matices ideológicos, variedad de mundos y de tonos. El alejamiento del culturalismo en favor de una poesía más cercana a la realidad no es el fruto de una tendencia homogeneizadora y cerrada, sino una característica que puede percibirse, de distintas maneras, en muchos de los poetas españoles actuales de más altura. Sin duda hay también otras tradiciones, otros caminos de los que puede surgir otro tipo de poesía, bien hecha y con calidad.

¿Qué significa hablar ahora de realismo? Antes que nada, y esto es importante por lo que se refiere a la poesía española, significa apostar por un estilo; es decir, no identificarse en las tajantes divisiones generacionales, dispuestas a romper con todo lo anterior, ni en las incoherentes operaciones del autobombo, en las que se mezclan disparatadamente autores de gustos enfrentados. Por el contrario, se produce en el trabajo propio una apuesta estilística (repito: de muchos matices) por una determinada tradición estética. Esto ha hecho posible que a lo largo de la década de los ochenta se haya vuelto al pasado con generosidad, sin tacañería a la hora de reconocer maestros. Blas de Otero, José Hierro, los poetas de la generación del cincuenta, autores criticados por el esteticismo característico de los primeros años setenta, pasan a convertirse en un referente imprescindible en la poesía española actual. Y no podemos olvidar que esta reivindicación era necesaria después de algunas posturas sistemáticamente negadoras, sobre todo en el intento de defender el esteticismo y rechazar cualquier posibilidad poética no basada en los códigos de la vanguardia y el culturalismo. La defensa del realismo no supone para mí el empeño de negar otras posibilidades estéticas muy aceptables, sino el deseo de afirmar la validez de un camino regularmente negado en los debates de la reciente poesía española. Que hubiese en la postguerra malos poetas sociales no significa que sea mala toda la poesía cercana a la realidad, escrita con cierto sentido común, sin excesivas extravagancias en el lenguaje y en la concepción de la propia individualidad. Confieso que hay también un claro componente ideológico en mis preferencias por el realismo, ya que me preocupa que las contradicciones planteadas en la razón moderna puedan solucionarse con una vuelta al irracionalismo. En Juventud, egolatría, hace Pío Baroja la siguiente consideración:  «Sin embargo, nos decimos materialistas. Sí. No porque creamos que la materia exista tal como la vemos, sino porque es la manera de negar las estúpidas fantasías, los misterios que empiezan con mucho recato y acaban por sacarnos el dinero del bolsillo». Tenemos suficientes ejemplos en la historia, como para no tomarnos en serio las palabras de Don Pío.

Las críticas a esta poesía de la experiencia han sido numerosísimas. Poetas que no tienen otro poder real que el de sus propios versos (porque no controlan ni las grandes editoriales, ni los suplementos culturales más importantes) son acusados con frecuencia de formar una mafia y de imponer una tendencia. Hay una parte mezquina y poco significativa en estas críticas, una acalorada colección de rabietas que proviene de las envidias al uso. Como todo el mundo es genial, como nadie está dispuesto a dudar de los límites de su lira, resulta cómodo justificar los fracasos personales echándole la culpa a la malsana conspiración de unos enemigos exteriores. El tiempo y el olvido tranquilizarán a este parnaso de genios ofendidos. Otras opiniones críticas sí merecen discusión, porque nacen en el vértigo de los debates ideológicos y de las diferencias de estilo.

Conviene llamar la atención sobre una curiosidad: los poetas de la experiencia, muy acusados de falta de ruptura y docilidad en el lenguaje, no hacen más que levantar protestas, negaciones, insultos. Aparecen contra ellos varios artículos al mes. Si lo pensamos bien, todo parece indicar que no deben estar muy integrados en la comodidad los únicos poetas que actualmente levantan a su paso una desasosegada preocupación en el ambiente. ¿Qué puede significar que una persona normal sea mucho más molesta en el panorama de las letras que un vanguardista, un loco, un poseído por divinidades extrañas o un terrorista del lenguaje? Vamos a verlo.

En un artículo reciente de combate contra la poesía de la experiencia, el crítico Miguel Casado, acudiendo al magisterio de Barthes, afirmaba que la poesía es el lenguaje de las transgresiones del lenguaje. Quizá por eso hace algunos años Jon Juaristi había aconsejado: «Con Barthes / ni te cases ni te embarques». Que la poesía es el lenguaje de la transgresión del lenguaje no puede aplicarse desde luego a toda la historia de la poesía; se trata sólo de una corriente negativa, surgida en el interior de la modernidad, que basó su configuración ideológica en el exceso y la ruptura de la norma. El lirismo romántico denunció el fracaso del contrato social ilustrado, la imposibilidad de una convivencia feliz, la injusticia opresiva de las leyes (lingüísticas y sociales). La poesía, encargada de cantar las zozobras del yo contra la realidad, buscó justificación en la ruptura, en la rareza, en el tratamiento heroico de un sujeto alejado de la historia y de la fracasada realidad. Los poetas jugaron el papel de los brujos en las tribus primitivas, las excepciones que confirman las reglas, los excesos que les dan sentido a los valores más utilitaristas de la sociedad burguesa. Cara y cruz de una misma moneda, el empresario en zapatillas encontraba correspondencia ideológica en la tradición poética de las transgresiones. Sociedad frente a individualidad extraña y sacralizada. Rebeldía de salón, que perdió su gracia cuando se repitió por tercera vez, es decir, justo en el momento de las vanguardias históricas. Después de ellas todo suena un poco a repetición y fatiga.

Seguir por este camino entraña varias contradicciones, porque se acaba atado a posturas muy envejecidas precisamente en nombre de lo nuevo. Las vanguardias históricas han aportado elementos estéticos que cualquier buen poeta puede utilizar con tino, como se pueden utilizar todas las demás tradiciones. Pero ser hoy un militante fiel de la vanguardia, pensar que la poesía es sólo el lenguaje de la transgresión del lenguaje, resulta tan absurdo como ser todavía petrarquista, barroco o neoclásico. Hay que utilizar con distancia histórica las mentalidades estéticas superadas por la historia para no acabar escribiendo con un talante excesivamente reaccionario. ¿Por qué la mentalidad vanguardista mantenida en la actualidad es reaccionaria? Porque se basa en unos cimientos ideológicos, la separación enfrentada del yo y el sistema, que han sido nefastos para el individuo (una concepción sacralizada, no histórica de los individuos), para la sociedad (un sociologismo homogeneizador que niega la importancia de lo individual) y para la poesía (obsesionada por novedades ingenuas, más empeñada en romper que en construir). En su carrera inocente por llegar antes que nadie a lo nuevo, como si el curso de la historia fuese lineal y estuviese ya escrito, la estética vanguardista se ha parecido a una sociedad industrial volcada en la producción, un arte sin ninguna conciencia ecológica. De tanto lanzar humo en el género, acabaron convirtiéndolo en algo irrespirable para el lector, sin puntos de convivencia, poesía oscura a costa de su propia contaminación. No viene mal ahora una refrescante lluvia ecológica de escritores empeñados humildemente en escribir bien de cosas que puedan interesarles a los demás, escritores dispuestos a participar de nuevo en las cláusulas de sus contratos sociales. El empecinado mal gusto poético de algunos críticos protestones y nerviosos adquiere en este sentido significación histórica. A peor escritura mayor deslumbramiento. Los lectores debieran usar mascarillas de oxígeno al adentrarse en sus artículos, siempre destinados a demostrar que los poetas de tercera fila son los mejores y que los nombres reconocidos alcanzaron el éxito gracias a una especie de traición consistente en no romper demasiado. No creo necesario volver a recordar aquí los distingos que Juan de Mairena hizo entre el carácter espectacular de las novedades superficiales y la discreta paciencia de las aportaciones verdaderamente originales.

Todas estas cosas entran en juego al defender una poesía cuyo protagonista no se representa a sí mismo como héroe (hay donde escoger: profeta, visionario, loco, comisario político), sino como ciudadano normal, ciudadano que habla en el mismo lenguaje de su sociedad y que no se siente en la necesidad de inventarse un dialecto secreto. Es necesario que el derecho a la diferencia y a la insumisión sean un patrimonio de los ciudadanos normales, no el espectáculo quejoso de unos sujetos puros enfrentados a la realidad impura. Líbrenos el destino de los que caen en las redes de una cultura marcada por el victimismo o la heroicidad. Yona Friedman publicó en 1975 un libro de título sugerente: Cómo vivir entre tus semejantes sin ser jefe y sin ser esclavo. La postmodernidad más importante es para mí aquella que está poniendo en duda las derivaciones autodestructivas de la modernidad, con la intención de volver a sus mejores esfuerzos: la capacidad humana de controlar y construir su propio destino. La desorientación ideológica sólo puede superarse de un modo progresista con una recuperación no sacralizada del futuro. El futuro no necesita banderas. La elaboración permanente de un camino no depende ahora de las utopías avasalladoras del romanticismo, sino del compromiso colectivo por fabricar una felicidad pública. El mejor medio de superar las contradicciones de la modernidad es volver a sus primeras preguntas, interrogarnos por nuestros vínculos, ser conscientes de la significación de nuestros procedimientos, admitir que la libertad individual es inseparable de la responsabilidad social. La ilustración puede enseñarnos todavía muchas cosas. Acostumbrados en poesía a hacer una lectura romántica de la ilustración, quizá es ahora el momento de promover una lectura ilustrada del romanticismo.

No me parece extraño que la poesía de la experiencia haya vuelto, frente a la mitología romántica, a utilizar un lenguaje ilustrado: desacralización, toma de conciencia del carácter convencional del arte, trabajada apariencia de naturalidad, verosimilitud, elaboración del protagonista poético hasta convertirlo en un modelo, en un punto respirable en el que puedan coincidir el autor y el lector. Es una tradición que ha estado presente a lo largo de toda la modernidad, combatiendo la retórica de las expresiones esenciales y ese consuelo de eternidad y pureza interior que suelen forjarse los sujetos que no quieren admitir su entidad histórica, su impureza, su pertenencia íntima a la realidad. Absurdo sería confundir la modernidad con una sola de sus corrientes, el canto negativo de las zozobras del yo, una nostalgia esencialista. Las ofertas son mucho más amplias y otras salidas parecen más útiles para enfrentarse a la desorientación ideológica actual.

Creo que hay razones suficientes para tomarse en serio el desplazamiento de la poesía joven española desde el culturalismo hacia la realidad y la norma. Esta es al menos la razón de mi trabajo, el deseo de escribir una poesía cercana a la vida, una musa con vaqueros:

A través de los siglos,
saltando por encima de todas las catástrofes,
por encima de títulos y fechas,
las palabras retornan al mundo de los vivos,
preguntan por su casa.
Ya sé que no es eterna la poesía,
pero sabe cambiar junto a nosotros,
aparecer vestida con vaqueros,
apoyarse en el hombre que se inventa un amor
y que sufre de amor
cuando está solo.

Pido disculpas por repetir aquí, al calor del crispado panorama poético español, algunas ideas expuestas con anterioridad en otros trabajos. De forma menos abreviada el lector podrá encontrarlas en mis Confesiones poéticas (Maillot Amarillo, Granada, 1993) y en el libro, publicado en colaboración con Antonio Muñoz Molina, ¿Por qué no es útil la literatura? (Hiperión, Madrid, 1993).

 

 

 

 

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