Leemos poesía española actual. Leemos algunos textos de Javier Vela (Madrid, 1981). Se dio a conocer en 2003 con la concesión del Premio Adonais. Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid, ha traído a nuestra lengua obras en verso y prosa de diversos autores como Paul Valéry, Théophile Gautier o Neel Doff, entre otros. Es autor de los libros de poemas Tiempo adentro (Acantilado, 2006); Imaginario (Visor, 2009), por el que recibió el Premio Loewe a la Joven Creación y el Premio de la Crítica de Madrid; Ofelia y otras lunas (Hiperión, 2012), Hotel Origen (Pre-Textos, 2015), Fábula (Vandalia, 2017) y Cuando el monarca espera (Vandalia, 2021). En su faceta como narrador, es autor de Pequeñas sediciones (Menoscuarto, 2017), La tierra es para siempre (Maclein y Parker, 2019) y Guía de pasos perdidos (Páginas de Espuma, 2022). Suyos son asimismo dos volúmenes que exploran y diluyen las fronteras entre distintos géneros por lo común estancos: Libro de las máscaras (Pre-Textos, 2019), conjunto de aforismos y mistificaciones de tradición apócrifa, y Revelaciones de la maestra del arco (Pre-Textos, 2021), a mitad de camino entre la narrativa y el ensayo de ficción. Los poemas que leemos pertenecen a la serie “El poeta escribe entre líneas” de Cuando el monarca espera, Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado de la Fundación Lara (2021).
El poeta escribe entre líneas.
Ve cómo las palabras ruedan por la espiral del pensamiento hasta desvanecerse en su descrédito.
Mudas, como una lengua nunca hablada, las deja naufragar.
Hay gestas que recuerda con la certeza de lo que nunca ha ocurrido.
Así, mudando, un niño no llegado.
La risa de una anciana que se dispone para entrar en la muerte.
Aúlla tarde, el poeta, cuando la policía ya se ha ido a dormir.
Vive a la sombra enferma de una higuera o es aleación de tierra, de tiempo vertical.
Su soledad refracta vecindades y sus ruegos apenas si se oyen más allá de la página.
Su cuerpo flota en el río en cuyo fondo fermenta la eternidad.
En según qué países, baja con la marea y los tobillos graciosamente atados.
La rebelión encarna de un modo extraño en su cuerpo, al que ya nada turba.
Suyo es el primer paso hacia el futuro.
De boca en boca esparce su escritura para que las corrientes se la lleven.
Porque su voz es solo una instantánea, una invención de aire;
y su palabra, la metáfora de un silencio prohibido.
Sueña a menudo con visiones adulteradas
y emborrona con gesto sibilino un trozo de papel.
Sin embargo, no está seguro de existir todo el tiempo.
¿Quién puede al cabo reconocer su presencia en la secuencia mecánica de sus pasos?
A veces, lo arruina el decreto de una fatalidad.
Permanece de incógnito hasta que sus palabras, uniéndose por medio de sordas afinidades, anticipan la forma precaria de una frase.
Ahí, en ese instante de indefensión y torpeza, nace el poeta acaso.
Ahí se desencadena la sucesión de sus metamorfosis
Un haz de líneas perdidas, un punto accidental lo delatan.
Su rostro cambia de pronto al revelarse por vez primera en público:
inaugura otra máscara.
Camina a ciegas entre sus palabras.
Se opone en vano al descarrilamiento de sonidos e imágenes
que percuten su mente sin que nadie lo auxilie.
Fingiéndose vencido, se desnuda y permite que sus pies acaricien
la hierba dulce del sueño
donde principio y fin vuelven a unirse.
Último pájaro que precede a la noche –el que no deja rastro–,
solo la nieve sucia del recuerdo le protege del frío.
Aparta las cortinas en que se oculta el hijo que no tuvo y se dice a sí mismo:
Todo está ahí, esperándonos.
¿Qué resquebrajaduras se dilatan al fondo de su ser?
Cierra sus ojos sobre ficciones y huidas.
Contra su pecho aprieta como una fruta madura el vaso de la mentira.
Se querella en las fiestas, baila bajo el rumor de los abismos.
Se queda mucho rato esperando el relámpago que haya de liberarle, sin que nada suceda.
¿Cuándo comenzó todo?, se pregunta.
Nació en la época de los grandes auspicios.
Llovía mucho y su cuerpo vacilaba entre angustias
en el letargo y en la violencia de los caminos.
La mujer que en su vientre reprodujo la concatenación de las esferas zanjó el orden del mundo.
Algo tembló en el aire, y en el relato de su alumbramiento ella arraigó en el mito.
Sonoro exilio, el suyo. Llegó nacido con una antorcha en las manos.
El flujo de sus venas se le transparentaba a la luz de las llamas.
Hubo entonces un grito y luego un ciclo de paz,
un período de instintos germinales y de sordas caricias,
pero la estela desarreglada del llanto siguió vibrando en el tiempo.
Ahora, sus ojos ruedan ciegamente en la noche.
Palpan sus manos las calcinaciones de lo que nunca fue.
Oye incansablemente, no muy lejos, un desmoronamiento en las murallas
desde las que descienden los vapores del sueño.
A tientas sigue el trazo de la flama que antojadizamente se desdobla
nimbando el candelabro.
Sombras entrelazadas que supuran arabescos de ámbar.
Ve sus proyectos desvanecerse en el aire como teatros bruscamente abatidos.
Seca sin ímpetu el trasudor de sus manos
que modelan ausencias y susurran la música ignorada
mientras afilan la superficie de un leño.
Pero sus palmas serenamente se abren a la plazuela de la inexistencia,
de lo que está sin nombre –forma de un cuerpo en fuga–,
momentos antes de la ruptura anunciada y el regreso ficticio a lo real,
a la frontera de lo esencial con lo efímero.
Ráfagas sucesivas de energía y materia le sacuden.
Su risa es una selva.
Aprisionado en la experiencia interior, alcanza a veces el umbral de las lágrimas.
Por todas partes surgen en él oquedades, proliferan cansancios.
El eje negro del vértigo sostiene su equilibrio.
Alguien (ni mucho menos un hermano) lo persigue y lo encuentra desandando sus pasos,
ganando las orillas del origen sin cesar elidido,
las arenas de un tiempo que se extiende entre el mar y la muerte.
Alguien restaña en vano las esquirlas de un sol pulverizado,
pero a la irrealidad de su pasado sigue la irrealidad de su presente,
coral y hueso, astilla, ¿no lo veis?
Con la primera arcilla fue creado y, ahora, mirad sus huellas,
fósiles del futuro, donde un cactus sin vida se abre a los sortilegios de la sed.
Fruta sin nombre que no lograse encarnar.
Para pulsar la urgencia de la sangre que bulle y se remonta,
y que atraviesa eléctricamente su cuerpo de pies a cabeza,
hunde en el paladar de los enfermos la aguja que más duele
hasta oír su resuello en la fricción del silencio contra el silencio.
Antes de huir, quizá funde un camino.
Noche estéril del alma cuya luz no le alcanza,
luna de los noctámbulos discretamente huidos, no le convoques más.
Muy lejos quedan las raíces del cielo,
la noche parturienta que le expulsó hace décadas
y en cuya amnesia sigue vagando sin tregua,
hasta el agotamiento recorriendo los bares –noche disuelta en vino–
como un ciego abandonado a las puertas de la ciudad.
Él es la estaca donde la culpa se enrosca interminablemente,
enmarañada de polvo negro y sudor.
Como un ave enjaulada, crea un sueño a su medida.
Caen como gotas secas sus vergüenzas.
La celda de sus huesos no brillará ya más.
Sus labios se entreabren a la cadencia de las calles y de los ríos.
Le impacientan los cláxones y, en cambio, no es raro oírle cantar.