Poesía mexicana: Manuel Becerra

Leemos poesía mexicana. Leemos algunos textos de Manuel Becerra (Ciudad de México, 1983). Fue escritor residente en International Writing Program, Iowa; en la universidad de Stockton, New Jersey y en Omi Art Center, Nueva York. Entre sus libros más destacados se encuentran Los trabajos de la Luz no usada (FOEM, 2021), Canciones para adolescentes fumando en un claro del bosque (UAZ, 2011), Instrucciones para matar un caballo (Conaculta/FONCA, 2013), La escritura de los animales distintos / Writings on the other animals (Song Bridge Press, Iowa, 2021) y Fábula y Odisea (Mantis, 2020). Libros que han sido galardonados con el Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2020, Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2019, Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2014, Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2011, Premio Nacional de Poesía Enrique González Rojo 2008, entre otros. Obtuvo la Beca Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía, 2009-2010. Ha publicado en Letras Libres, Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Casa del tiempo, Confabulario, la Jornada semanal y Milenio diario. Participó en festivales de literatura en Cuba, Canadá, Nueva York, Washington y Filadelfia. Su trabajo ha sido traducido al inglés, francés e italiano.

 

 

 

 

 

Imitación de Gauguin —Las Vigas, Veracruz—

 

Los hombres hurgadores, entre máquinas de trascabo, a orillas de la montaña pasan la tierra por el tamiz para decantar cualquier signo del oro, pero a cambio de ello, encuentran a las mujeres que van a lavarse el amor en los ríos y en su lugar habrían hallado, antes de la mina, a una manada de bisontes amarillos. Las mujeres más jóvenes trabajan la espuma con sus manos y prendas de lavar. Sus muslos son de caoba y el río los esmalta por instantes, los peces muerden delicadamente los dedos de sus pies.

Las mujeres observan a los mineros y son discretas con lo que sucede bajo el agua. Los mineros saben que a sus mujeres las antecede una manada de bisontes amarillos.

 

 

 

 

Bebedero de caballos

 

Lo que antes fue un molino ahora es
una tienda de libros. Por la entrada a la parte
de discos de vinil se abastecía
de agua a los caballos. Hoy el ático
resguarda una estación de radio.
Una debajo de otra, las maderas rojizas
construyeron la torre. Un río a su costado
lleva cientos de años escuchándose.
El oído se va con él y su violencia
de piedras verdes, de gentío de agua.
Sabemos, sin lugar a dudas, que el oído
es uno de los tantos animales
que conforman al ser humano
y sabemos que al extraviarlo
—en ello va la psique—
pierde su norte nuestra rosa náutica.
De modo que el oído es una suerte
de animal que sitúa. Al volver a mi cuerpo
retomo la escritura de esta carta.
En el envés del sobre están las coordenadas
de tu casa en la vieja Petrogrado.
Viajará en un avión con un logo de agencia
de correos y no como lo hubiera
preferido: semejante a una flecha
dirigida hacia ti por encantamiento.
El caballo no se crea ni se destruye,
sólo se transfigura, escribo. Y después
una chica espigada llega con una cámara
fotográfica al hombro y se inclina hacia el chorro
suspendido del bebedero eléctrico.

 

 

 

 

Ornitomancia, mensajes por adivinación

 
Mi esposa trajo a casa una paloma.
Le dimos agua, arroz. Su casa ahora es una
antigua caja de leche. Fuimos
ingenuos al pensar que se trataba
de un ejemplar adulto
herido a voluntad de un felino salvaje.
Fuimos de igual manera impertinentes
en subirla a la silla e incitarla a volar.
—La sueño desollada en una pesadilla—
Es ciega entre lo oscuro y crece a deshoras, crece
mientras dormimos,
desarrollando un llamado en su pecho profundo
dirigido al varón, ojos de saurio,
o la hembra escondida entre los álamos.
Aprendimos con ella, por lo tanto,
paso a paso el hábito de crecer.
No podemos tocarla, sin embargo.
El pájaro se ofende si cruzamos su espacio.
Una soberbia antigua, que desconoce pero la precede,
marca con claridad la división
entre los seres de tierra y de aire.
No renuncia a su reino por el nuestro.
No trajo ningún mensaje consigo.
Ese no traer nada bajo el ala es el mensaje.
Nada es lo mismo o nada debiera ser lo mismo.
Algo, mediante el vuelo, se desplaza
de lo alto del armario a la silla natal.
Es otra la mujer que doblaba la esquina
con la paloma a manos llenas
y yo, por consecuencia, es otro.
Su diálogo y el nuestro, animal bifurcado,
en sueños insinúan con encontrarse.
Crece dentro del cuerpo un nuevo idioma.
Nos toma por asalto el sonido que es diálogo,
el diálogo que aspira
sin ataduras al zureo de las palomas.

 

 

 

 

Habitación en New York

 

I

 
Estoy arrodillado sobre el futón japonés
porque así me lo pediste
y tú estás de espaldas frente a mí
porque buscamos una geometría acertada
para unir el uno con el otro.
Esta postura, que nos asemeja a los mamíferos,
es otra forma de comunicarnos.
Estamos trabajando en la creación de un vínculo.

 

 

II

 
En esta posición puedo ver tu espina dorsal
con movimientos
que a intervalos se armonizan con los míos.
Sé cuando dices: más fuerte o más rápido
o mantenlo así, sin decirlo.
No necesitamos, incluso, del amor.
Estamos aquí para hallar un lenguaje inclusivo:
tu idioma y el mío formando un tercero.
La necesidad del cuerpo halla nuevas formas
de comunicarse. Entonces un idioma de señas,
el proceso de una palabra vertida a otro idioma,
es un mecanismo más cercano al nuestro,
me dices, al momento en que te vuelves
y me insinúas que jale de tu cabello.

 

 

III

 
Tu cuerpo acostumbra a transpirar rápidamente
y tus pupilas tienden a dilatarse apenas entro en ti.
Cuando estás debajo de mí y nos miramos de esta forma
pienso que le debes tus hermosos ojos azules
a tu padre y a tu madre juntos, formando un tercero.

 

 

IV (Fotografía)

 
Ahí estás inclinada hacia ti misma
con un escalpelo entre las manos
dando forma a una cuchara de madera
utensilio que antes fuera un leño
y antes mucho antes
una rama que se vencía por la nieve

 

 

V (Mujer saliendo del psicoanalista)

 
Su cabeza de ñandú. Su rostro sostenido
por una bufanda. La piel: el agua inmóvil.
Sus pies pequeños de triángulo de la tabla Ouija.
La polilla de su sexo. Su puntualidad de aguja
inequívoca en el tocadiscos. Sus clavículas
de cuarto para las tres en un reloj detenido.
La mano derecha que intenta ser una paloma.
La izquierda, en lo alto, extiende más el brazo,
planta en el aire, como un árbol, la llama del candil.
Su cuello de fagot. Sus ojos guiñando para verte.

 

 

VI (Apuntes para rememorar. Itinerario de una vida cualquiera)

 
En Brooklyn, bebiendo en un bar bajo la cabeza de un alce —esto
     puede confirmarse en mi diario-álbum de recuerdos—.
En Ghen, caminando a oscuras con un coro de sapos comparable
     en abundancia sólo a la multitud de las estrellas.
En Tepoztlán, provistos de flores de cempasúchil: despertaste
     ya entrada la noche por un terror súbito a una aparición
     sobrenatural.
En Providence, en una experiencia Lovecraft: entramos a su casa
     y vimos el espejo donde él puntualmente asomaba su
     desconcertada cara de caballo.
En Cape Cod comiendo ostras; paseos en bicicleta; fotos al estilo
     Andrew Wyeth.
En la Torre Latino de la Ciudad de México, piso 26, saludando a
     dos metros de distancia a un helicóptero.
En el lago Walden, retraídos, con los pies desnudos mordidos por
     los peces.
En Boston, fumando mariguana sobre un sicomoro caído, el
     verano, las bicicletas de Cambridge por tierra y los ferris por
     el Charles River, la muerte ordinaria de las despedidas,
el Puente Longfellow y sus torres parecidas a un par de saleros
     de pimienta.

 

 

 

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