Conmemoramos 100 años de la Semana de Arte Moderna, también conocida como la Semana de 22, que ocurrió del 13 al 17 de febrero de 1922 en el Teatro Municipal de São Paulo, en Brasil, y en la que se reunieron poetas, pintores, escultores y arquitectos de distintas regiones del país marcando el inicio del Modernismo Brasileño. En esta nueva entrega de Apuntes para una literatura ancilar, nuestro editor, el poeta Mario Bojórquez, nos comparte en su traducción una serie de la antología Apresentação da poesia brasileira: seguida de uma antologia de versos que preparo Manuel Bandeira, uno de los autores principales del modernismo brasileño. En esta entrega Guilherme de Almeida, miembro de la Academia Brasileña de Letras.
Dice Manuel Bandeira:
“Del año de 1922 podemos fechar el modernismo brasileiro como movimiento organizado (lo que hubo antes de él fueron apenas notas aisladas de poetas que buscaban liberarse de las influencias parnasianas y simbolistas). De hecho, en febrero de aquel año el grupo paulista, compuesto de Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Paulo Prado, Guilherme de Almeida, Menotti del Picchia y otros, en combinación con artistas de Río, Di Cavalcanti, pintor, de quien partió la idea, Ribeiro Couto, natural de Santos pero residente entonces en la capital del país, Ronald de Carvalho, Renato de Almeida y algunos más, promovieron en el Teatro Municipal de São Paulo la llamada Semana de Arte Moderna, con exposición de artes plásticas, conciertos, conferencias y lecturas poéticas.”
Guilherme de Almeida
Campinas (1890-1969)
BOCHORNO
Calor.
Y los abanicos de las palmeras
y los sopladores de los bananos
se agitan lentamente
inútilmente en la luz perpendicular.
Todas las cosas son más reales, son más humanas:
no hay mariposas azules ni tórtolas líricas.
Sólo las orugas
chorrean casi líquidas
sobre la hierba que se agrieta como un esmalte de uñas.
Y lejos una última romántica
– una golondrina de cuello desnudo y metálica – percute
su pico de bronce en la atmósfera timpánica.
RAZA
(fragmento)
Nosotros. Blanco – verde – negro: simplezas – indolencias – supersticiones.
El cuarto de huéspedes y la posada – la hamaca y el cigarrillo de paja- el San Benito y las apariciones.
Nosotros. El clan granjero. Fuerte sombra de árboles de mango por el suelo; nítido recorte de las bananeras al aire;
hamacas tambaleantes colgando de las verandas de las fincas, con acordeones contando leyendas a la luz de la luna;
amas de casa serviciales haciendo la merienda – quindins, bombocados –; altos mástiles de San Juan;
y la vaca Estrella, la perra Alegre, la yegua Sultana; y el bayo, el alazán,
el zaino, el tordillo – pajareros; y, a la luz limpia de las saludables mañanas,
demandantes fumando tabaco y discutiendo, rienda en mano, servidumbres y divisiones y adjudicaciones de bienes;
cultivos pendientes, cabalgatas, heladas, caminos deteriorados, invernadas;
y las carretas de bueyes gimiendo, y los monjolos tosiendo, y las azadas tropezando en la maleza desyerbada;
y la tierra tostada, el chicharrón de la tierra, la tierra recocida en el horno crepuscular de los incendios
por el renacer simétrico y verde de los cafetales en alejandrinos
alineados sobre las cabezas parnasianas de los cerros peinados con peines finos…
Granjas de todos los santos; letanías agrícolas cantadas por las ruedas de los carros
con gabardinas al viento, chicotes crudos, tostones a los plebillos, crujidos somnolientos de los portones blandos;
y disparadas por las picazones en las sobaquinas y por los gallineros hasta la cresta…
Y, de las ruinas de la vieja tierra apisonada y de paja, la ciudad que aparece blanca de cal como un fantasma.
Y luego, por las tardes pintadas de color de un baúl -azul cielo, rosa y verde mar-, la procesión.
¡La procesión! ¡Raza procesional! ¡San Buen Jesús de Pirapora! ¡Nuestra Señora de la Aparecida!
Verduleros con bandejas, vírgenes, ángeles, hermanos, peregrinos, promesas, milagros, subida y bajada
por calvarios de tierra roja donde la iglesia acurrucada se arrodilla, crucificada entre dos linternas;
ladrones de besos en las esquinas de las mulatas entre rótulas bajo los aleros de los caserones
con azulejos y bolas de porcelana, con siemprevivas en los jardines, jazmines en las glorietas,
caracoles y conchas en las cascadas tristes que cantan tonaditas en las tardes brasileñas…
Fincas solariegas de tapial agazapadas a la agradable sombra de las grandes huertas en flor
y que se abren al bochorno, tras los portones de hierro con galgos y leones de cemento, claraboyas de vidrios de colores…
Guitarras en los cerros mulatos – pepinillos políticos, toses, pitos y chorreos a la luz de las lámparas;
cohetes, cervezas electorales -la protesta indolente- y el sueño con corazonadas en las noches inquietas…