Poesía Mexicana: Ari J. González

Leemos poesía mexicana. Leemos algunos textos de Ari J. González (Acapulco, 1988). Es autor de Sacrifican a pareja híbrida en la entrada de una casa (Secretaría de Cultura de Guerrero y Editorial de Otro Tipo, 2015) y de Slot (Secretaría de Cultura y Turismo de Puebla y Libros Magenta, 2018). Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide en 2017 y el Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal en 2019. Aquí leemos tres poemas del libro Estos no eran los naufragios, libro ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Francisco Cervantes Vidal 2019, publicado por el Fondo Editorial de Querétaro.

 

 

 

 

 

 

Estos no eran los naufragios

(Fragmentos)

 

 

 

Ha vuelto a aparecerse el cuerpo suspendido. Así lo han llamado muchos que lo vieron las primeras veces. Era una mujer o un hombre o un pájaro o una serpiente o un contra-ángel y venía incendiado.

Antes calculábamos el lugar de la caída y después algunos afirmaban haber encontrado los restos kilómetros al sur, kilómetros al norte. Es piel verdadera, son plumas genuinas de sus alas, es uno de sus ojos vivo todavía. Y así lo vendían en el mercado negro.

Como los eclipses, duraba unos minutos paralizado en el aire. Las aves, que antes le tenían respeto, esta última vez lo obstinaron muy de cerca intentando picotazos.

 

 

 

 

Al que venía cayendo las aves lo sitiaron. Siempre se nos dijo que el asedio tendría una forma entre las alas pero nunca comprendimos de qué se nos hablaba.

Cuando cayó el último, los pájaros comenzaron a volver del sur. Se concentraban en la arena y se bañaban en la marea roja de un mar entregado a los hostiles.

Por eso ahora atacaron muy rápido al que venía cayendo, ya lo esperaban. Su cuerpo ya no tocaría las aguas ni sería devuelto en el oleaje. Los que vimos el asedio de esa tarde confundimos los actos un momento con un eclipse de sangre en las alturas.

 

 

 

También yo atravesé el cielo roto en mil pedazos. No yo, sino el cielo quebrado en pedazos de luz que no encajaban los unos con los otros. Sentía una fractura venir de muy adentro pero era el aire el que crujía. No crujía como crujen los huesos aunque el cielo también tiene huesos que no vemos porque sostienen la carne pasajera.

La mañana en que caí, la cera de mi espalda se derritió muy rápido y dicen que fue el sol. Estoy seguro, sin embargo, que la sal que flotaba desde el agua hasta mi boca y me calentaba la lengua con un ardor que anticipaba mi silencio, esa sal, es la misma que perforó la cera que me sostenía las alas.

Grandes peces me esperaban en el fondo. No me tragaron. Intentaron bocanadas que quisieron desangrarme pero el agua entre sus labios se les volvió el anzuelo que los llevó a la superficie de una asfixia que rayaba en la hermosura.

Ahora dicen que fue otro el que cayó, que los pescadores vieron otra cosa menos a un muchacho que bajara desnudo las alturas. La voz de la corriente que viaja hacia el norte, que viaja hacia el sur, me habla muy despacio mientras mi cuerpo no la reconoce.

 

 

 

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