Inmigración y poesía: Rosemary Catacalos

Rosemary Catacalos (San Antonio, Texas, 1943 – 2022) fue una poeta de ascendencia mexicana y griega. En 2013 fue la poeta laureada de Texas, siendo la primera latina en obtener este reconocimiento. Entre sus reconocimientos encontramos las becas del National Endowment for the Arts en 1993 y la Dobie Paisano. Fungió como directora ejecutiva de archivos de poesía centroamericana en la universidad de San Francisco. Presentamos aquí su poema Sin haberlo visto en versión de Andrea Rivas.

 

Sin haberlo visto

 

Homenaje a Rosario Castellanos

 

Rosario no vivió nuestra era digital y ciertamente nunca vio ni

soñó con las pantallas en cada mano, mucho que inundarían todas las cabezas. Ya era

 

suficientemente malo, dijo, que las telenovelas de su amado México

hubiesen desplazado a Homero y Schehrezada, sin mencionar los días

 

en que las personas se reunían simplemente para escuchar el fuego. Un vecino trae la última

cosecha de kale de su jardín, y yo lo llevo a una amiga de noventa y ocho años

 

cuyos ojos se anegan ante la idea de una fuerte sopa de kale y de lo amables

que son la mayoría de las personas. Una mujer que pone el ejemplo de al menos un mitzvá

 

cada día, lo que ella llama el mínimo indispensable para cualquier humano.

Mi vecino, el del kale, es hijo de un doble inmigrante.

 

Su padre era un catalán que decampó hacia Francia —adivina cuándo—

y luego hacia California. Me he preguntado si este hombre estaría entre

 

las inmensas multitudes que los sobrevivientes de la Batallón Abraham Lincoln

trajeron a Berkeley a finales de los noventa. Delmer Berg,

 

último de los veintiochocientos Lincolns, murió en San Francisco

en febrero de 2016, a los ciento y un años. Hoy un jardinero

 

levanta sus dedos índice y anular frente a los ojos en señal de “Vamos

a verlo”. Ambos hablan español pero piensa que no

 

hace daño repetirse, por si acaso. ¿Ves lo que digo?

Las mujeres mexicanas de mi familia ven más allá de los sentidos usuales.

 

Siempre ha sido así. Mi abuela yucateca de lengua maya y castellana pregunta “¿qué te pasa?”

cuando claramente ya sabe la respuesta. Cualquiera que fuera. Este año, en su cumpleaños,

 

treinta y cinco años después de su muerte, un alcatraz que dormitó en mi jardín durante siete años

envía un pequeño brote que florece días después, en el cumpleaños de su hija mayor.

 

Esa hija es mi madre. El alcatraz era el favorito de mi madre. El año pasado

enterramos en Miami una canasta debajo de docenas de alcatraces atadas con cinturones tejidos a mano en

 

México. ¿Ves lo que digo? No sé si las mujeres griegas de mi familia

tendrán una segunda vista porque no las conozco. Pero conozco a un primo segundo

 

nunca he buscado en Internet a los parientes del hermano menor

de su abuela Amirza, que abandonó la isla y se fue a América a los catorce para nunca ver

 

a su familia de nuevo. Este primo me localizó por un documental de tv donde

hago recuento de las confusiones de una descendiente mestiza de la revolución mexicana.

 

María Zouni Tsimourtos nació en Imbros, pero la familia emigró cuando

el gobierno turco tomó las últimas granjas griegas, en 1964. Nuestra bis

 

abuela, madre de Amirza y de mi abuelo, se llamaba Sultana,

un nombre común en Turquía. Y heme aquí, la mestiza de una mestiza que lloró

 

solo una de las tantas veces que me han llamado half-breed. Conozco la ironía como una

segunda piel, madeja de sangre al azar tejiendo un manto de múltiples lenguas

 

e historias. Mi vecino, el que siembra kale, habla francés

como lengua madre, no español. Su padre fue criado con el catalán,

 

no con español, y luego sabiamente se quedó con la seguridad del francés en la frontera

y más tarde inscribió a su hijo en la Escuela Bilingüe Francoamericana de San Francisco.

 

Oh, mira este mundo persiguiendo sus millón y un historias, sin haberlo visto,

todas las lenguas son errores de traducción, y los más valiosos se encuentran entre los objetos perdidos.

 

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