Presentamos el siguiente ensayo y testimonio de lectura de Tania Hernández Cervantes en el aniversario luctuoso de Enriqueta Ochoa (1928-2008). Poeta mexicana fundamental del siglo XX. Es autora de libros como Las urgencias de un Dios, Himnos del ciego, Las vírgenes terrestres, El retorno de Electra y Bajo el oro de los pequeños trigos. Recibió, entre otros premios, la Medalla de Oro de Bellas Artes en 2008.
Me adentro en sus memorias
Para Enriqueta Ochoa, en su aniversario luctuoso
Por Tania Hernández Cervantes
Hace algunos años me asaltó la necesidad desesperada de conocer poetas mujeres contemporáneas de habla hispana. Leéte a Enriqueta Ochoa, poeta mexicana, me recomendó un gran amigo. Entonces recorrí las librerías principales de la Ciudad de México, y también algunas de viejo. Pregunté por ella e hice que los libreros buscaran su nombre en catálogos. No la encontraban, no existía.
Por aquél tiempo, radicaba en Toronto, Canadá y sólo estaba de visita en la Ciudad de México. Regresé a la tierra del maple con un pendiente irresuelto, encontrar los poemas de Enriqueta. Me entretuve con la lectura de poemas dispersos de ella que encontraba en la red y una genial entrevista que Vicente Alfonso le hizo a la poeta, meses antes de su fallecimiento, y que tituló “Se adentra en sus memorias”[1]. En la entrevista la poeta decía: “Cuando yo me di cuenta de que para mí era muy importante escribir, que empecé a escribir, ya nunca volví a estar sin maestro”. Quizá mi búsqueda era la necesidad de encontrar a esa maestra. El deseo por tener sus obras completas, sólo aumentaba.
En Toronto apacigüé la desesperación abriéndome a descubrir otras poetas mujeres. Leí a poetas de la tradición norteamericana contemporánea, como Silvia Plath y Margaret Atwood. También leí lo que encontraba en la red, la escritora guatemalteca Alaide Foppa, la mexicana Rosario Castellanos, mientras aguardaba el momento de que sucediera el gran encuentro con Enriqueta Ochoa.
Simultáneamente, me propuse hacer una visita a los orígenes de mi relación con la poesía. De lectora de poesía. Repasé algunas de las obras que más me marcaron en mis tiernos 17 años. Me asombré de no encontrar en esa lista el nombre de alguna poeta mujer. Encontraba en primer lugar al joven A. Rimbaud, en honor a quien el poemario colectivo en el que publiqué a mis 17 años, lleva por título “Antes de los veinte”. Segundo, aparece Octavio Paz, tercero, Gilberto Owen, y cuarto, Vicente Huidobro. La obra de todos ellos es relativamente fácil encontrarla, incluso en la ciudad donde entonces vivía que no es hispano hablante ni francófona.
Allá conseguí una versión en inglés y francés de La Temporada en el Infierno, de Rimbaud, con un excelente prólogo de Henri Peyre. Peyre resaltó quizás el elemento más emocionante que yo encontraba en el joven poeta maldito: el del viajero vidente. En una carta a Verlaine, Rimbaud escribía su teoría del poeta, Le voyant. Decía: “El poeta hace de sí mismo un voyant[2] a través de un largo, inmenso y razonado enturbiamiento de todos sus sentidos”[3].
Curiosamente, Enriqueta Ochoa confesaba en la entrevista que he mencionado, su condición de viajera, como si hubiese sabido desde siempre aquello de lo que hablaba Rimbaud. Ella decía:
“Yo recorrí el mundo casi entero, y ahora pienso ¿sería que me estaban preparando para algo? Porque es muy raro: generalmente a esa edad uno busca los bailes, o estar con la familia. Yo viajé todo lo que podía. Quería conocer los lugares, encontrarme con la gente, con lo conocido y lo desconocido”.
Cuanto más leía fragmentos de Le voyant, más creía que Enriqueta Ochoa había hablado con Rimbaud. Rimbaud decía:
“Cuando la infinita servidumbre de la mujer sea derribada, cuando ella viva para sí misma y por sí misma, entonces el hombre -hasta ahora abominable- habiéndole dado libertad, ¡entonces ella también será una poeta! ¡La mujer descubrirá algo de lo desconocido! (…) Ella descubrirá cosas extrañas, insondables, repelentes, deliciosas; nosotros deberíamos tomarlas, nosotros deberíamos comprenderlas”[4]
Enriqueta se había atrevido a ser la viajera que descubre parte de lo desconocido, ¡debía ser la poeta que yo estaba buscando!
Regresé a México por asuntos de trabajo tiempo después. Supe que la colección de obras de Enriqueta, editada por el Fondo de Cultura Económica, estaba en plena circulación hacía tiempo. La busqué en el FCE del centro histórico de la Ciudad de México. No estaba. Mis nervios se crisparon, pero no salí de ahí hasta que el librero investigara el listado de librerías donde ciertamente encontraría la obra. Lo conseguí. Por fin el libro en las manos y un temblor que despertaba la duda, la inquietud, ¿y si no es lo que yo busco? ¿Y si no hay asombro? Antes de comprarlo, decidí leer unas páginas en la sala de lectura.
Abrí al azar el libro y este fue el poema que encontré:
Cartas para el Hermano
II
Antes de que me marche
hacia cualquier rincón de esta escala
o cualquier otra escala,
quiero decirte, en serio,
que el Amor es el lujo más alto de la vida,
y que ciegos andamos
-termitas incansables-
tras los bienes terrenos,
cegando los caminos por donde la luz nos entra.
Decirte que en la prisa, esclavos, prisioneros,
disputamos ingenuos un reino de ceniza
y lo turbamos todo:
nuestra palabra íntima,
la albura del silencio en la eternidad que esparce
sus briznas de misterio.
Antes de irme,
quiero que sepas
que yo tuve conciencia
de tu mano discreta sosteniendo mis pasos
y de la vara de justicia
que tu honradez preside.
Nacimos de un mismo tronco,
pero tú fuiste el dedo más completo,
sabedor de que somos
la parte de un gran todo;
de que la comprensión empieza
al descubrir humildes
nuestros propios aciertos
y las grandes flaquezas.
Sabedor de que el recto pensar esclarece el conflicto,
y que amar es vivir el incendio interior
con dignidad humana.
Es todo eso que está en nosotros mismos;
es el cristal de luz que arde dentro,
es la conciencia alerta
donde no existe el yo, ni el tú,
ni el individuo, ni lo mío,
porque somos los hilos de una misma existencia.
(En Poesía Reunida, Enriqueta Ochoa, FCE. México. 2012)
Su voz me sonaba sabia y musical. Acallaba, en ese momento, todo eco y resonancia de cualquier otra voz poética que hubiese leído. Salí en estado de delirio de la librería con Enriqueta de la mano, es decir, sus obras conmigo. Partí a Toronto a los dos días. Regresé acompañada y mantuve su libro cerca de mí tanto como podía para leerlo en cualquier momento. Los días subsecuentes la leí con devoción. No hubo nunca decepción. Todo lo contrario, sus poemas se convertían en volcanes de sensaciones en mí.
Me dormía con ella al lado. Viví en carne propia lo que a Raymond Carver le ocurrió con Machado cuando dice en un fragmento de su poema Ondas de Radio: “Entonces Machado, ¡su poesía! / era como un hombrecillo mayor que se vuelve / a enamorar. Una cosa digna de observar, / y embarazosa, además / y llevo tu libro a la cama conmigo / y me duermo con él a mano”[5].
Un mes después de leer a E. Ochoa me ocurrió un sueño, el mejor de muchos. Sé que es un mes después porque puedo constatarlo en el diario donde lo escribí. En el sueño aparece una mujer alta, de piel morena. Empieza a hablar. Sus ojos abarcaban su frente y sienes. Traía en sus manos tres libros, y reconozco que uno de ellos es el de Enriqueta Ochoa, el mismo que yo tengo. Me apresuro a preguntarle ¿ya leíste ese libro? Me responde, yo lo escribí, yo soy Enriqueta. Yo me alucino de emoción y escucho mi acelerado corazón. Alcanzo a decirle: ¡cómo quisiera tener mi libro para que me escribieras una dedicatoria! Me responde con algo inesperado: pues mejor escríbeme tú una dedicatoria a mí en mi libro. Y puso el libro frente a mí.
Inmediatamente pensé, me tomará tiempo encontrar las palabras precisas que digan lo que sus poemas causan en mí. Trato de distraer el paso de los minutos y le pregunto ¿Qué sentías cuando escribías Las urgencias de un dios y Vírgenes terrestres? Me responde: estaba en busca de las piezas de la vida, que parecían apartadas unas de otras. Tuve que pasar por el dolor, la alegría, los sueños, la soledad, la imaginación, todo tipo de formas de estar en el mundo. Ahora todas esas piezas están unidas, ya no necesito escribir más poemas. Su voz decía esas palabras y sus ojos me decían “porque estoy muerta ¿no lo ves?”.
Entonces escribí sobre la primera página del libro mi dedicatoria para ella. Apenas desperté del sueño, y ya el recuerdo de lo que dejé escrito era demasiado borroso, -dije en mi diario-.
Mi memoria no ha logrado capturar la dedicatoria. Ahora la busco adentrándome en sus memorias.
Notas
[1] Alfonso, V. “Se adentra en sus memorias”. Entrevista en El Siglo de Torreón, 2008. https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/2008/se-adentra-en-sus-memorias.html
[2] Viajero, en español
[3] Traducción propia. Rimbaud, Arthur. “A season in hell/The illuminations”. Translation by Enich Rodes Peschel. Editorial New York Oxford University press. 1973.
[4] Ibid.
[5] Raymond Carver, Bajo una luz marina, traducción de Mariano A. Rato, Colección Visor de Poesía. España. 2005.