Ehécatl, poema de Verónica Volkow

Volvemos a uno de los mejores poemas de Verónica Volkow (Ciudad de México, 1955), “Ehécatl”, incluido en Oro del viento (Era, 2003), libro que obtuvo el Premio de Poesía Carlos Pellicer. Publicó, entre otros, La Sibila de Cumas (1974), Litoral de tinta (1979, reeditado en la colección La Centena en 2001), El inicio (1983), Los caminos (1989) o Arcanos (1996). 

 

 

 

 

 

Ehécatl

 

A Tomás Parra

 

En la boca del caracol
habla el viento
como un incendio de aire, su voz
llama al vuelo.
¿Qué dice el fuego,
qué semilla es la suya,
desde dónde llega y nos toca,
qué oído abre al corazón?


Voz sola,
voz que nace
y no sé qué nombra,
pero todo vibra y danza,
y en fuga arde, se desborda.
Lejana inmensidad incendia al río.
Caudal de siembra estrepitosa,
cántaros de océanos pastizales,
cien mil mimbres timbales;
                     ola la voz,
aglomerada salpicante espiga
que en el vuelo del canto libre estalla.


Golpe de polvo alzado
y follaje en contienda, voz
veloz de acantilado,
sirena urgente, precipicio,
caudaloso aullar prófugo
y yerbas sibilantes,
prisas presas.
Himno de tempestades
en mil bocas
y en mil bocas, mil bocas:
todo es voz.
Gran garganta la tierra,
gran clamor.
Y los árboles mascan, mascan,
fiera el aire,
perra voz.


En estampida llega el horizonte,
una lejana hondura nos alcanza,
agujero que es grito de distancias,
agolpada inmensidad.
Asaltante aparición
de lo invisible.
Tiempo desvistiéndose,
escapándose, tiempo muriéndose.
Tiempo que aúlla y corre por el llano.
Aire en llamas,
llamas, llamas nos despiden.
Lo que se va y se va
es el viento:
súbita potencia del oído.


Fiera que pueda hablar,
              caracol,
decir el viento,
pequeña osamenta de un dios
sobre la playa inmenso,
lengua de ráfaga,
torbellino en su piedra,
silbo envuelto, carretel,
mirada que es un vértigo y arrolla
al cielo ensimismado.
Sol hacia sí,
doblez del ojo,
carnal y sutil luz de lo que mira,
y corazón que es cuenca, abrazo.
¡Ay dolor de la tierra, caracol,
un gritar desde el hueso!


Tornillo en lo primero,
caracol, verbo yerto,
voz que se enhebra en el encierro,
y una mano calcárea que una ola imita
nace queriendo ser, vestirse,
empeñoso esqueleto,
seca ¡ay! voluntad de monumento,
mar de hueso, muñón espejo.
Cántaro hurgando en sí, y extrayendo
lo que ya no ha sido,
un imposible regresar que avanza,
un puño de ola hueca en el desierto.


Manivela loca en la playa
              que regresa
el mar hacia su ola,
la palma a su semilla,
a su rendija reintroduce el agua,
sorbe los astros, las montañas,
hila el viento en reversa, y la niebla.
Al amor me regresa,
sin voz, sin dientes, al abrazo.
Gran garganta de sí,
ombligo hambriento;
viruta salomónica acelera
su mezcla al precipicio–
tiovivo enloquecido, ávido,
revolución unánime, ya,
sed giratoria,
espejo del eterno movimiento,
arké, vibrante arké
invisible volando
en la velocidad… de pronto.


Decapitado en las arenas,
cráneo a la vez y pensamiento,
jarro vertiendo un hueco
en esta orilla,
boca que es ella todo cuerpo,
aullar desgañitado, roto,
lobo magro,
íngrimo glifo hablando al descampado,
descarnado algoritmo, trompo abstracto,
geometría tenaz en el desierto
que sueña con el vuelco de los mares,
los giros inasibles, transparentes,
donde ocurrió una tarde el milagro de los peces.


Amanecido adentro, la voz
nos abre un cielo que entendemos
de cosas intangibles como aromas,
pero sentidas,
y en lo íntimo precisas,
                     seres de aire
como el círculo o la línea indestructibles,
en un espacio sin tiempo,
y sin gravedad,
ese otro término y caída.
O un puro tiempo quizá
–todos los tiempos–
niebla del pensamiento, sin espacio,
íntima inagotable profecía,
ser sin estar, manar sin cuerpo.
Clavado mar la espiga en sus vaivenes,
agua que es sólo un gesto en el paisaje
pero que adentro escuchamos todos.


Fue la voz
la que inventó la boca y sus alvéolos
y sus vocales y cantos
para salir del pensamiento.
Y el viento construyó sus cauces y castillos
y cañadas que lo hablan
y ovilló espirales memoriosas
y llevó las semillas
y sopló las palabras
abiertas en las bocas
que florecen internas un silencio.
Sopló en la carne y se hizo el fuego.


Una rosa inasible,
Prometeo, entre las manos,
una luz como cosa, sueño asido,
oro del viento, trajo,
capullo de astro,
una casa de luz para las noches,
una mesa,
y nos dio la palabra, su vigilia,
y el tiempo se volvió promesa:
un despertar del verbo
en carne, en sombra nueva.


La voz en espiral nos crece
igual que una semilla,
anhelo de inventarle un alma
al árbol y a la roca,
insuflarle respiro a cosas agobiadas.
Oh Rua Aelohim Aur:
un viento del reverso luz.
Aire que sonó al vocablo
acuñado en su nada,
y lengua que se torna luz,
verbo preñado,
luminiscencia hermética del soplo.


Sol es el aire ensimismado,
puño de luz que asimos –un recuerdo-
las geometrías del astro y de los cielos
atrapadas en esa transparencia,
y todo el día y el sol allí sabidos,
conjuraciones consteladas del instante,
como un hondo saberse, cielo adentro,
acuñado brillante
de tanto lo invisible.


¡Que sople tu palabra en mí,
que prenda,
que su atajo de luz,
me dé la forma,
que su frágil rigor
se vuelva fragua,
la flecha alcance de lo exacto,
de la asunción, lo ingrávido!
¡Que la conciencia me arme,
el verbo me ate!
¡Que vuele yo, sea viento,
que me escuchen la arena y el incendio
y la espuma, la piedra y el desierto!
¡Decirle al ala, el cielo!
Grito luz,
enciendo la mañana,
en cuerpo de agua o árbol
yo despierto.
Con luz respiro,
soy aliento.

 

 

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