[corset] de Beatriz Hierro Lopes en Círculo de Poesía Ediciones

Leemos, en versión de Mijail Lamas, tres poemas del nuevo libro de Beatriz Hierro Lopes (Porto, 1985) en Círculo de Poesía Ediciones. Poeta y licenciada en Historia. Publicó É Quase Noite (2013) y Espartilho (2015), libro que presentamos aquí con el título de [corset] (2023). Fue incluida en Lluvia oblicua. Poesía portuguesa actual (2018) y en ¿Lo diria mejor el tiempo? Cien años de poetas portuguesas (2022).

Dice Andrea Rivas en la cuarta de forros:

Contra las sujeciones textuales y simbólicas de la poesía, Beatriz Hierro Lopes (Oporto, 1985) engendra [corset]. Aquí habla una voz “inquieta, radioactiva y frecuentemente indecisa” que se planta desde un cuerpo al que todo lo atraviesa; un cuerpo que se expande y es ciudad, invierno, lavandas, miedo y lengua: la lengua músculo, la lengua que habla, la lengua portuguesa cargada de historia que es ruptura. Una escritura que desde su sintaxis se manifiesta en disputa con la norma y que desde su imaginario reclama el derecho a la autonomía poética. [corset] nos abre la puerta a una lectura de belleza indiscutible tanto por su arquitectura formal como por el constante devenir de una subjetividad que arde a cada línea.

 

 

 

[antecomienzo]

     En el principio, me cuentan, nací de mala gana. Lo que tal vez explique mi química atracción por los balcones y otros lugares necesariamente elevados. Lo que sé de inicio es esto: yo, algo de madre algo de padre y un tercio de ventana abierta con vista hacia un lago de gansos en Bremen, seco. Mi bisabuelo, que estaba más feliz que yo de haber nacido, pues tardó mucho en morirse, creía más en los gansos que en los perros, que afirmaba, no eran del todo confiables. La lealtad siempre tuvo alas, pero sólo para aquellos que sirven a la velocidad con que se ahuyenta al enemigo. No creo en los perros. O en los gansos que no llegaron a graznar a mi primera infancia. Sólo en lagos artificiales, vacíos, donde soy la más leal defensora del cemento, de la adolescencia pavimentada y de este volverse adulto de concreto.

     Sólo la literatura está a la altura de las ventanas, de los balcones con vista hacia patios de esta proclamada arquitectura portuaria que se pinta del color de los gansos sin vuelo. Aprendí a leer antes de escribir, leí despacio y escribí tarde, nadie me engañó: no existieron versos ni siquiera rimas de São João, nunca existió poesía más allá del buen gusto musical de un buen párrafo. Me llaman poeta sin saber que nací de mala gana. Que sólo perdono a Pessoa el haber existido por ser Soares. El primer apellido de mi familia materna de cuando aún se alumbraba el nombre.

     Todo lo demás me parece repulsivo como la idea de que existan fogones, freidoras, escobas, trapeadores, que debo usar cuando sólo me sirven para la risa innoble de quien mira desde fuera, fuera de la costura del mundo. Donde labial rojo, rímel negro y medias de cristal son mujeres de paso quebrado, mancha de sangre sobre una superficie oscura con nombre o sin él; entre tanto yo me río en añil, índigo o azul petróleo, por tener esta mala gana que invento a falta de vértigos que me obliguen a mantener en tierra la velocidad de las palabras suspendidas en la punta de mi lengua.

 

 

 

[lección para chicas encorsetadas]

     No me gustan las bailarinas. Ni las actrices. Ni las estrofas poéticas con las orejas perforadas, párpados oscuros y labios inyectados de rojo con tacones altos; no me gustan los escotes que imitan el aire marítimo, salvando de la deriva las miradas nocturnas de muchachos más pequeños que unas redondillas. De aquellas que echan mano de las frases, las palabras, duplicándoles el(los) sentido(s), abusando tipográficamente de ese movimiento literario de abre piernas que termina tan rápido como cualquier idea, por ellas sugerida. No me gusta Alicia, ni esa idea tan manoseada de la niña delirante que sigue a desconocidos hasta la madriguera: tengan o no el pelo blanco y el reloj en la mano.

     No me gusta escuchar versos casi silenciosos en bocas pintadas, declamados con la teatralidad más polvorienta de los burdeles que, sin conocerlos, sé que existieron porque existe en mí la memoria genética de algunos hombres que los frecuentaban. Y no es que no me gusten los burdeles, ni las minifaldas, ni los hombres devotos de las teorías de la neurastenia de Egas Moniz al respecto de la vida privada. Pero ¿qué fue de los burdeles, de la moda antigua, de las chicas mal portadas, de los hombres que las frecuentaban, cuando se insinúan, cuando sólo se insinúa una idea de deseo entre paréntesis que, a falta de escritura, asume la apariencia de miradas indecorosas y versos silenciosos? No me gustan las mujeres, las muchachas Alicia, que poetizan el espectro libertino de un deseo en estrofas líricas que siguen los principios de la pasarelle en la medida de la anorexia de las manos.

     Y es verdad, si me dijeras que no me gustan las mujeres sugeridas, como no me gustan las redondillas de rimas encadenadas, ni la prosa cortada que se hace pasar por poema. Pues es verdad que hay escasez de mujeres que me gustan, y aquellas que me gustan no manosean vírgulas, quiebran versos, andan de puntas o sudan en público.

     Ninguna se llama Alicia.

 

 

 

[madrugada]

     Son la seis de la tarde, la primera pregunta al borde de la calle en donde fueron a morir los pájaros que sembró; la segunda, pantalones de hospital arremangados hasta los tobillos, elástico azul sosteniéndolos de la correa, dos camisetas de lana, risa. Alejados unos pocos centímetros, ocupan un espacio de calle imposible de evitar. El sembrador de pájaros habla de los colores más bellos que ha escuchado, por la mañana, cuando canta la luz atravesando las lámparas de su pabellón. La risa mirando alrededor, con los ojos, los restos de mantas y cobertores que eran suyos antes de ponerlos en la ventana, al lado del jardín de las camelias, allá en la casa de los locos. Del otro lado, me detengo un poco a escucharlos. Y se me antoja interrumpir al sembrador de alas sólo para decirle que esta madrugada me quemó los ojos, me cosió los labios y me abrió en la garganta una vía de tránsito directo a los pies sucios de la danza sólo para que no mire, cante o baile más. Tal vez se anime a encontrar en mí alguno de sus pájaros muertos.

 

 

 

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