Poesía guatemalteca: Carolina Alvarado

Leemos poesía guatemalteca, poesía mexicana. Leemos algunos textos de Carolina Alvarado (México-Guatemala, 1986), que participa de ambas literaturas. Poeta trilingüe, documentalista, artista visual y docente. Ha publicado los poemarios Poemas para la revolución (2019), Exilio de Sirenas (2012) y Amando un cielo libre (2006). Sus textos se encuentran en más de treinta antologías, en México, Guatemala, Honduras, Argentina, Perú, Venezuela, Estados Unidos y España. Sus poemas han sido traducidos al inglés en varias ocasiones. Es directora del cortometraje: La edad de los pechos (2022) y de los documentales: La vida rota (2008), El clavel rojo (2008), Las mujeres dicen sí a la ciencia (2014). Es Maestra en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM y Licenciada en Creación Literaria por UACM. Estudió los diplomados “Miradas sobre el cine”, en la UNAM y “Producción de Televisión”, en la USAC. Estudió artes plásticas en la Escuela Nacional de Artes Plásticas Rafael Rodríguez Padilla y algunos cursos en Centro Pompidou (París). Sus trabajos ilustran diversos libros y es una de las artistas guatemaltecas seleccionadas para la 23 Bienal de Arte Paiz. Obtuvo el Diploma al Mérito Universitario por la Universidad Autónoma Metropolitana (2022), el 1er y 2do lugar de poesía en el certamen, Mujeres accionando desde el arte, del Instituto de Estudios de la Literatura Nacional (2007).

 

 

 

 

La culpa la tiene Pedro Infante

 

La culpa la tiene Pedro Infante, a él, mis amores fallidos.
Que, de tanto quererle, de tanto adorarle,
su porte distinguido, sus ojos pizpiretos,
caí con uno que ni guapo ni infante,
ni simpático, ni a caballo, ni trabaja, ni socorre,
pero canta cuando bebe, dedica canciones
y promete amor eterno.

¡Pedro, Pedro, canijo! ¡Pedro, ya estuvo! ¡Pedro, amor mío!
La culpa es de Pedro Infante,
que llevaba serenata para pedir perdón y no permiso,
que cantaba cuando se emborrachaba
y tomaba lo que decía suyo.

¡Ay, mi Pedro de espaldas anchas! ¡Mi Pedro canijo!
Por él, me hice de un amor sufrido.
Hombre que hace lo que le da la gana,
que amenaza cuando se siente herido.

Queremos ser chorreadas y engendrar prole,
para que nos canten al oído.
“Amorcito corazón”, dulzor de la palabra.
¿Dónde nuestro carpintero cantor?
Soñamos “compañeros en el bien y el mal”,
y admitimos borrachos que van y vienen,
que nos quieren y no.

¡Ay, Pedro, Pedro querido!
El que canta y llora es bueno,
porque, en las lágrimas, se redime.
Galán, a punta de pistola, guapo como ninguno.
Ahí viene el charro cantor,
aquí truenan sus pistolas o nos lleva el río.
Chantajea el que ama, grita el que quiere.
“Es por tu bien que te encierro, amor mío”.

¿La culpa la tiene Pedro o culpa tiene quien lo hace compadre?
“Noche tras noche” vamos hilando el destino.
Hoy, ni a caballo, ni dos alegres compadres.
“Me cansé de rogarle”, de vivir un amor sufrido.
Que ya existen las películas a color,
los machos, machos son y, en últimas instancias,
Pedro era novio de mi abuela y no mío.

 

 

 

 

Soy una bicicleta

 

Soy una bicicleta a mitad de la noche,
atravesando un puente;
escucho las luces del barranco, ladran como sabuesos.

Soy un caballo pardo con dos ruedas,
la brisa inflama mis pulmones,
dos cámaras de caucho sintético.
Mis costillas, con parches, navegan el asfalto.

Soy un corcel encadenado a la baranda,
sobrellevo el sol, la lluvia, la mirada del policía.
Ella, mi yoqui, escribe que es una bicicleta, un caballo,
pero soy yo el dragón rojo que desapareció una mañana.

Soy el fantasma de una bicicleta,
escribe mi yoqui, por no mencionar:
lo que implica la lentitud de las piernas sin alas,
del galgo, la falta de fuerza,
el ya no ser tan veloz como Speedy Gónzales.
Soy el chocarrero espíritu de un corcel, escribe,
por no decir: de Rocinante, la ausencia,
y, con ella, la pérdida de estatura, el sendero sin la bestia.
Usa la palabra “bestia”, refiriéndose al perro más fiel.

Ya no besa sus plantas de los pies, la noche,
ni la leche marina inunda el horizonte. 
No galopa al naranja que atardece.
Todo, todo eso que fuimos, que habitamos.
No volar, ya, en el lomo de un dragón,
No oler, más, el pasto de las estrellas.

Soy el alma de un ser mitológico, soy una bicicleta.

 

Del poemario La culpa la tiene Pedro Infante en proceso de edición. 

 

 

 

 

El árbol

 

Tú, sentada frente a mí,
fosforesces átomos de estrellas.
―¿De dónde soy?― te pregunto,
miro tus trenzas acordonadas con retazos de tela.

―¿De dónde has de ser?
Del sueño, de una maleta,
del deseo por recorrer las costas,
de la urgencia por huir de la guerra.

―El nombre, abuela,
dime el nombre de esa tierra.

―Poco importa de dónde viene tu lengua,
mucho lo que dices con ella.

―¿De dónde eres?, me preguntan,
como quien quiere averiguar
cuánto deben dar por mí
o si valgo la pena.
¿Con qué color encatrino mi libertad?,
¿Qué pájaro canta en mi bandera?

― No es pared el árbol,
la montaña o el cráter, 
los muros se encuentran en las ideas.
Sé de las nubes, hija,
como hacen las aves que surcan el planeta,
sé de los cielos, de las montañas,
sé de la lava
que desconoce las fronteras.

―¿Qué respondo, abuela?
¿Qué pasaporte, qué visa,
dónde pongo mis pies
y digo ésta es mi tierra?

― Coge mis cenizas, hija,
esa es tu tierra.

 

Del poemario Mis muertos en proceso de edición. 

 

 

 

 

Me hice selva

 

Me buscaba. El camino estaba poblado de una yo
preguntándole a las piedras, ¿dónde está Carolina?
Por ello, sacudí el hambre, la invasión;
tomé mi cuerpo y, crustáceo, lo coloqué en otra concha.
Dejé que las plantas, los grillos y la risa de un niño le envolvieran en compresas.
El pequeño fingió ser el azote de los mares. Corrí.
Nos perseguimos. Respiré la luz que quiebra la columna vertebral de los cocos.
Crustáceo, nací en tenazas, me hice al salitre del océano.
Crecí en verdes y rojos, crecí algas marinas, manglar. Me hice selva.

 

Del poemario Una vez habité una isla, en proceso de creación.

 

 

 

 

Presagio

 

Por las cuencas de sus ojos
se filtra un presagio:
es la muerte.

La anciana deja de contar las leguas,
sus pies terracota
sostienen la marcha.

A Panzós va Mamá Maquin
y con ella sus alas,
dos pequeñas niñas, hijas de sus hijas.
Ellas la siguen,
desdoblan sus huesos sobre la tierra
se van armando y desarmando.
Ellas, sus niñas descalzas,
se llenan la boca seca
con flores del monte.

Si tan sólo Ixmucané le enviara una
advertencia:
un mono blanco
un león purpúreo
o viera su cabeza rodar por el suelo.

Si tan sólo se apiadaran de ella y de su pueblo,
ya Gucumatz, ya el dios cristiano.
Si al menos Dios estuviera mirando,
e invisibles hiciera los senderos
que llevan a Panzós.

Ausentes son las señales.
La muerte le ha puesto miel a los caminos.
La anciana mira hacia el cielo e implora:

       ¡Invoco a Huracán Chipi-Caculhá
Raxa-Caculhá,
al Corazón del cielo,
al Corazón de la tierra,
al Creador, al formador,
a los progenitores!
¡Ixpiyacoc, Ixmucané,
les hablo, les invoco
para que me sean favorables,
para que vean por mis niñas!

El silencio de los cielos y la tierra,
cae en su corazón.

Rosa Maquin arriba a la plaza;
se abre paso entre la gente;
quiere hablar con el señor de blanco.
¿Cuántos metros hay entre la anciana y el fusil?
¿Cuánto debe pedir para encontrar la muerte?
¡Un pedacito de tierra, no más,
una tierra baldía!

Entre las espesas nubes
su cabeza se quebranta,
cual los dientes de una granada.

Aferradas al cuerpo de su abuela,
las niñas han visto
hombres taladrar hombres.
No siempre nacen alas
con llamados de viento.

Del poemario Poemas para la revolución, Diablura Ediciones, (2019).

 

 

 

 

También puedes leer