Garcilaso y los límites de la estilística (Parte 3)

Leemos la tercera de tres partes de “Garcilaso y los límites de la estilística”, ensayo del poeta español Dámaso Alonso. Este ensayo, publicado originalmente en Poesía española, no ha sido superado en tanto modelo para entender no solo los códigos de género de la poesía sino el funcionamiento de su microrretórica. Se trata de un ensayo que no debería pasar por alto ningún poeta.

 

 

 

 

 

ESTR. 3.a: HALAGO SENSORIAL Y ACENTUACIÓN YAMBICA

 

Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor de aquel florido suelo.
Las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo…

 

Movióla: es decir, excitó sus sentidos a fuerza de halago.

Y el poeta expresa todos los elementos de realidad que afec­tan a los sentidos 14:

 

―lo umbroso (vista)

―el manso viento (tacto)

―el suave olor (olfato)

 

Todas sensaciones delicadas, gratas :

 

color —  pero en sombra
viento — pero manso

olor — pera suave.

 

Las aves, las criaturas que más gozan de la Naturaleza, descansaban en aquel halago.

Viene ahora la pausa central de la octava, y los dos primeros versos de la segunda mitad son duros, secos, requemados:

 

Secaba entonces el terreno aliento
El sol subido en la mitad del cielo.

 

Esta sensación está naturalmente dada, primero, por el conte­nido conceptual de ambos versos, y la imagen mental que desde nuestra vivencia castellana se despierta. Pero hay en cl conjunto rítmico de la estrofa un valor expresivo que se aúpa por encima del conceptual, sumándose a él. ¡Qué delicia sensorial, qué fres­cura la de los dos primeros versos!

                   2      4         6          8     10
Movióla-el sitio-umbroso,-el manso viento,

                   2    4          6    8     10
el suave-olor de-aquel florido suelo

 

He aquí lo que acabamos de descubrir: ¡son dos versos total­mente yámbicos! Ahora se nos confirma lo que ya habíamos vis­to antes: la ordenada alternancia de acentos, posados todos sobre las sílabas pares, produce en nosotros un aquietamiento, una de­licia, una serenidad…

 

                ESTR. 3.a: VALOR EXPRE­SIVO DE LA SINALEFA

Y esos versos están muy sinalefados. Hay una concepción vulgar, que a veces he visto expresada por hombres de letras, según la cual la prodigación de la sinalefa es defecto, en especial la sinalefa que ha de vencer una breve pausa de sentido (como aquí “umbroso, el”). ¡Crasísimo error! La sinalefa, y también la au­sencia de sinalefa, son medios expresivos en manos del auténtico artista. Por lo que toca al empleo de la sinalefa, no sólo enri­quece, digamos, el alma del verso, al aumentar su contenido con­ceptual, sino que esa ligazón da una fluencia prolongada y sua­ve a todo el endecasílabo, más realzada precisamente cuando es necesario vencer la resistencia de una breve pausa. En los versos de que tratamos, esa fluencia, unida a la regular distribución de acentos, sobre las sílabas pares, les da un movimiento ondulante y prolongado. Nuestra alma se aquieta, y. todas las delicias del descrito lugar (olor, sombra, flores) pasan por ella como acaricia­da por una brisa niña.

¡Niña, también, nuestra alma! ¿Por qué se serena ante una columnata griega, ante unos sencillos acordes musicales, ante estos dos versos de Garcilaso? ¿Qué resorte secretísimo de nuestra vida resulta, así, tocado? Son ya lindes de nuestra indagación. Debemos retroceder.

 

ESTR. 3.a: ENTRE LA SEQUEDAD Y LA DELICIA, UN SUSURRO DE ABEJAS

Transportémonos otra vez. al conjunto de la estrofa tercera: suavidad ondulada de los dos primeros versos. Que no se pertur­ba aún por el verso tercero. Pero que resulta ya muy alterada por os versos cuarto, quinto y sexto. En éstos ha desaparecido el acen­to de la sexta sílaba: la música ha cambiado. Los acentos de cuar­ta y octava son tan predominantes,

              4             8
(secaba entonces el terreno aliento

            4                   8
el sol subido en la mitad del cielo)

que toda idea de suave ondulación, de brisa primaveral, ha des­aparecido: esos dos golpes acentuales redoblan como sobre una sequedad de meseta.

Sí; aquel umbráculo, aquel lugar deleitoso es un oasis en la llanura abrasada. Hay que pensar en la terrible sequedad de Castilla. Junto al río, un prado cubierto de árboles es como un fa­nal de deliciosa humedad. Luchan en él el fresco que viene del río y el calor que quiere entrar de fuera, y en el límite hay un vaho, un torpor. ¡Silencio, maravilloso silencio, que convida al ensueño, a las vagas meditaciones!

En los dos versos últimos, Garcilaso ha condensado de un modo prodigioso esa sensación, reduciéndola a dos elementos: el si­lencio, y sobre el fondo de silencio el terco runruneo disminuido de un enjambre de abejas.

En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.

Estos dos versos —que hace tiempo llamaron a la sensibilidad de Azorín son, desde el punto de vista de las posibilidades de expresión por medio de la palabra, uno de los más grandes acier­tos de la literatura española.

Nótense los dos temas: el silencio, general, extendido, y el bordoneo susurrante, concreto, de las abejas, que zumba, ¿dónde?

En el silencio sólo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba.

El elemento de silencio está expresado por medio de fricati­vas, ante todo de las eses (silencio, sólo, se escuchaba, susurro, abe­jas, sonaba), y el punto de vahariento zumbido dentro del paisaje silencioso, por la única erre, cuyo efecto ya se propaga a toda la voz “susurro”.

Observemos ahora el sentido de una técnica que creeríamos totalmente moderna: estos dos versos condensan y potencializan todo el paisaje. Un pormenor, un mínimo pormenor, da alma y sentido a todo el cuadro: habría que pensar, en literatura, en Azorín, o en procedimientos parecidos, en la técnica cinematográfica moderna.

 

ESTR. 4.a: VALOR EXPRESIVO DEL HIPÉRBATON

Habiendo contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza,
y al fondo se dejó calar del río…

La estrofa cuarta es interesante, porque, en cierto modo, sus cuatro primeros versos son una acción inversa de los cuatro  últimos de la estrofa segunda. Y aquí se nos va a comprobar la interpretación que allí dimos: allí, la ninfa saca bruscamente la cabeza y contempla el bello lugar; aquí, lo está aún contemplando, y de repente hunde su cabeza de nuevo en el río.

Allí, la brusquedad de la acción estaba señalada con un encabalgamiento que hemos llamado “abrupto”. Notemos aquí el ver­bo “somorgujar”, en perfecto también: “somorgujó”. El verbo. “somorgujar” no es muy corriente en la lengua común; sí, en len­gua de cazadores y pescadores: el pato “somorguja”. Lope de Vega, de genial intuición en cuanto concierne al castellano, ha hablado de este verbo “somorgujar”, en La Dorotea, y ha dicho que, “aunque es significativo, es áspero“. Prescindamos de la adver­sación que usa Lope: el verbo es significativo, es decir, expresivo; y áspero.

Garcilaso lo usa, porque quiere significar el ágil movimiento de la muchacha y la rapidez de su decisión: estaba mirando el bello paisaje y, de repente ―con esa gracia y ese nervioso impulso que tienen las ninfas de los ríos y, ¡ay!, también las muchachas de la tierra―, somorguja, mete la cabeza como una alimaña, como un pato, un ánade.

Y ahora comprenderemos la inversión: allí, en la estrofa segunda, el movimiento de la ninfa, que sale bruscamente, estaba marcado por un encabalgamiento al que llamamos “abrupto”. Y aquí, el movimiento inverso está señalado por un verbo al que Lope ―máximo juez— llama significativo y áspero. He aquí cómo pueden comprobarse entre sí los análisis estilísticos, aun con interva­lo de tres siglos.

Somorgujó de nuevo su cabeza,
y al fondo se dejó calar del río.

Notemos el hipérbaton: “y al fondo se dejó calar del ro”. El orden sería

y se dejó calar al fondo del río.

 

Al interponerse “se dejó calar”, desgarrando el sintagma “al fondo del río”, se produce un hipérbaton más grave que el que considerábamos en el verso segundo de la estrofa primera (“de verdes sauces hay una espesura”). Digo más grave, porque este de ahora era más nuevo, menos practicado, menos recibido por la tradición literaria. Pero, ¿por qué, para qué, el hipérbaton? Tengo que repetir lo dicho antes : las palabras en trance de ritmo adquieren extrañas posibilidades significativas.

El hipérbaton no siempre será un elemento expresivo. En los grandes artistas, frecuentemente lo es. (Góngora es el mejor ejemplo.)

Repitamos los versos:

Somorgujo de nuevo su cabeza,
y al fondo se dejó calar del río.

Observemos que nuestra mente acompaña en toda su longitud el descenso ondulado del cuerpo de la muchacha a través de las límpidas aguas (todos hemos visto en el cinematógrafo cómo desciende un bello cuerpo buceando hasta el fondo). Y ¿por qué este verso nos da esa sensación de movimiento descendente continuado, que no se aquieta hasta la palabra río?

Es, sencillamente, la distensión producida por el hipérbaton: es la prolongación del sintagma “al fondo del río”, estirado por la interposición de los verbos (“se dejó calar”).

Compárese

y se dejó calar al fondo del río
y al fondo se dejó calar del río.

Misteriosa maravilla de la palabra en trance de ritmo.

El final de este distendido movimiento exigía una pausa. La octava se la da, rigurosamente: el fin de ese movimiento ha venido a coincidir con la pausa que estas estrofas llevan en su mitad (después del cuarto verso). (Un poema es siempre un complejo de prodigiosas coincidencias.) Y ahora sucede que con el verso quinto descendemos por la otra ladera de la estrofa (de estrofa y —otra vez— a la par, de nuestra cinética imaginativa):

A sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan les ruega y amonesta
allí con su labor a estar la siesta.

No es más que acción; desde el punto de vista lírico, sólo ui coyuntura, que todavía se va a prolongar en el empalme con estrofa siguiente. Resbalemos por este suave vínculo abajo: n taremos sólo la contrabalanceada dualidad del verso renacentista

del verde sitio ‖ el agradable frío

con sus correspondencias de categorías gramaticales (“sitio”, “frío”; “verde”, “agradable”). A esta dualidad acompaña aún una geminación verbal en el verso siguiente: “les ruega y amonesta”.

 

ESTR. 5.ª: COLOREADA LUMINOSIDAD

La estrofa quinta comienza aún con materia conjuntiva:

No perdió en esto mucho tiempo el ruego,
que las tres dellas su labor tomaron,
y, en mirando de fuera, vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron.

Se repite aquí, en cuatro ninfas (“y, en mirando de fuera, vie­ron luego / el prado”), el movimiento ya señalado en la primera (“una ninfa… / la cabeza sacó, y el prado ameno / vida”, estro­fa segunda). Es gracioso este ir y venir de ninfas por el agua, y que la mímica de la primera se repita luego en las cuatro (otra vez pensamos en el cine). Pero es poesía narrativa “stricto sen­su”, de rápida andadura, bien aligerada y brevemente resuelta. A partir de la pausa, .el “tempo” cambia, refrenado por una moro­sa delectación:

El agua clara con lascivo juego
nadando dividieron y cortaron,
hasta que el blanco pie tocó mojado,
saliendo de la arena, el verde prado.

Por la representación luminosa, por los juegos de agua clara y bellos miembros, estos versos son característicos del más sen­sorial Garcilaso, y, al mismo tiempo, del más empapado de be­lleza antigua, es decir, característicos de esta égloga tercera y de la plenitud artística del escritor. Son gozo fecundo: gozo que crea un oreo y un ámbito en nuestra imaginación: un pincel inmaterial nos atrae, ahora irás que nunca, el paisaje; y, en la corriente, la carne blanca se irisa con las óndulas paralelas —exacta­mente dibujadas— que el avance produce en la cristalina superfi­cie. Tal miembro sobrenada y, chorreante, emite, dardo cegador, un instantáneo reflejo. Los cuatro cuerpos son bellas flechas isó­cronas, disparadas a través de diáfana frialdad hacia una meta se­gura. Al final, todo se concentra en pormenor. El pormenor re­duce el ámbito, pero el haz de luces es aún más intenso:

hasta que el blanco pie tocó, mojado, saliendo de la arena, el verde prado.

Cuatro colores producen esa condensación lumínica: •dos es­tán dados directamente, y son elementales, sencillos, como siem­pre en Garcilaso: “blanco”, “verde”. Los otros dos están men­tados indirectamente: color cálido de la “arena”; deslumbres del agua con luz, que resbala sobre la “mojada” carne blanca.

 

ESTR. 5.a: DEFENSA DE UN VERSO

Esta bella estrofa cayó en manos de la pedantería. Refiere el Brocense que un poeta censuraba el verso

nadando dividieron y cortaron.

Decía: “parece que hay en él ripia para henchir el verso, y sobra el cortaron”. El Brocense, para defender a Garcilaso, propone una solución disparatada. Se engañaban lo mismo el Brocense que el anónimo crítico-poeta. Si Garcilaso emplea ahí esos dos verbos, lo hace, en primer término, por la tendencia renacentista a dar dos bases matizadas de concepto (tendencia al contrabalanceo ar­mónico). Y es que, además, entre esos verbos hay una verdadera diferenciación significativa, que conlleva con belleza, exactitud y continuidad la acción a nuestro cerebro: “dividir” significa parar por mitad’; “cortar” implica también ‘separar’, pero ‘se­parar con movimiento de avance’ (como una tela). El nadador (que nada a la manera clásica) separa, “divide”, el agua con los brazos; la “corta” con el cuerpo, que avanza como una saeta.

 

CONTENIDO DE LAS ESTROFAS SU­PRIMIDAS EN NUESTRO FRAGMENTO

Debe tener en cuenta el lector que en este punto hemos su­primido muchas estrofas 17. Las ninfas, que acaban de salir a la ribera, hacen lo que todas las ninfas y todas las mujeres, aunque no sean ninfas: “escurrieron del agua sus cabellos”. Ahora ya secos, los sueltan y esparcen por la espalda:

los cuales esparciendo, cubijadas   
las hermosas espaldas fueron dellos.

Ya en el prado, traen ricas telas, hilos sutiles, teñidos con “la varia tinta / que se halla en las conchas del pescado”, y se ponen cada una a bordar una historia: Filódoce, la de Orfeo y Eurídice; Dinámene, la de Dafne y Apolo; Climene, la de Venus y Adonis. Estas tres hermanas bordan en el ameno prado tres desgraciadas historias de amor: la muerte o la transformación se lleva a Eurídi­ce, a Dafne, a Adonis. Tres amadores —Orfeo, Apolo, Venus—llorarán fatal impaciencia, desdeñosa fuga, celosa venganza.

He aquí a la mitología presidiendo la vida real, lanzando una proyección melancólica sobre la vida real. Tres infortunados amantes, que perdieron el objeto de su amor: su fabuloso dolor se proyecta sobre el auténtico y realísimo de Garcilaso. Porque era el
cuarto bordado, la cuarta historia, historia de dolor muy real — ¡tan semejante a las tres fingidas!—, lo que interesaba al corazón del poeta: la historia que bordaba Nise, la cuarta ninfa.

ESTR. 6.a : GARCILASO Y TOLEDO

Nise borda, sentada en un prado, cerca del Tajo; en la tela que borda se representa otro paisaje del Tajo, “donde él baña / la más felice tierra de la España”: toda la ciudad de Toledo, casi rodeada por el río. Allí se desarrolla la cuarta historia, el hecho real que había roto el corazón de Garcilaso. Es, pues, la técnica, tan conocida en poesía épica y en el teatro, del cuadro representado dentro de otro cuadro, la escena dentro de otra escena. ¡El río Tajo también, en el nuevo, en el segundo escenario que se nos abre dentro del primero!

Español de la España imperial, español cuya españolidad surge muchas veces entre el italianismo de los versos, Garcilaso habla aquí de Toledo con el respeto máximo hacia la ciudad que por excelencia le representa a España, y que es su patria. En un tiempo .en el que, pronto, otro poeta iba a profetizar al mundo

un monarca, un imperio y una espada.

Es el mismo río Tajo. Pero ahora descrito cuando, encañonado entre alturas, hace un semicírculo en torno a Toledo. Todo lo que antes era sedosa suavidad y languidez es aquí rugiente violencia.

 

ESTR. 6.ª : EXPRESIÓN DE LA VIOLENCIA

Notemos los elementos expresivos que la determinan. El primero, tan evidente es que no necesitaría casi señalarlo. Es la alite­ración de erres, tan común en el español, lengua un poquito demasiado brava. Garcilaso la emplea muy poco, por eso es más sig­nificativo que aquí la use:

Pintado el caudaloso río se vía,
que, en áspera estrecheza reducido,
un monte casi al rededor tenía,
con ímpetu corriendo y con ruido;
querer cercano todo parecía
en su volver; mas era afán perdido:
dejábase correr, en fin, derecho,
contento de lo mucho que había hecho.

El segundo elemento expresivo, en el verso primero, son dos violentas contracciones: la sinéresis de “río” (cuya pronunciación, en ese verso, se deforma hacia “rió”) y la síncopa “vía” (y no “veía”). Las vocales parece que se unen, se agolpan, apretadas en el tumulto de la corriente:

Pintado el caudaloso rió se vía…

El tercer elemento expresivo es el uso de vocablos esdrújulos, de acento dactílico y despeñado (“áspera”, “ímpetu”). El cuarto, un nuevo encabalgamiento de los que he llamado abruptos:

querer cercano todo parecía
en su volver…

Aquí, con este sesgo del verso, termina también, en nuestra ima­ginación, el movimiento de curva del río, que ha fracasado en su intento de cercar la ciudad (lo dice el poeta: “era afán perdido”). Y el gran curso de agua va ahora contento; sí, va ancho, sereno, ufano de lo mucho que había hecho: abrazar el monte donde se asienta la imperial ciudad:

dejábase correr, en fin, derecho, contento de
lo mucho que había hecho.

 

ESTR. 7.ª: EXPRESIÓN DE SERE­NA MAJESTAD: RITMO YÁMBICO

Es emocionante para nosotros, españoles, el respeto, la veneración que nuestros compatriotas del Siglo de Oro sentían por Tole­do. Garcilaso (al fin hijo suyo) pondera —lo hemos visto— la hazaña del Tajo, sólo en el haber pretendido cercar o abarcar aquel monte, “corazón de España”. Esta última expresión es de Tirso, quien, con gracia y ternura (y un poco a lo árabe, por la feminización de la ciudad), se fija también en esa curva del Tajo, y por eso lo llama “incasable rondador” de la belleza de Toledo, Mucho respeto procede de la antigüedad, Sí, es curioso: para un español de la primera mitad del siglo XVI, como Garcilaso, Toledo tenía la misma emoción arqueológica que tiene para los del siglo XX:

Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre,
de antiguos edificios adornada.

Gravedad, nobleza, esplendor, antigüedad. El augusto reposo de estos versos sólo se altera un momento en el paso del primero al segundo:

… en la sublime cumbre
del monte…

Es el esfuerzo, es la violencia que tenemos que hacer para ligar el sustantivo “cumbre” con el complemento que le sigue (o sea, contradecir, con la ligazón sintáctica, la quiebra natural entre el fin de un verso y el comienzo del siguiente): es un esfuerzo, en nuestra elocución, que acompaña a la imagen del esfuerzo escensional, coronador de la última cima de una montaña. Y he aquí cómo, inesperadamente, surge una nueva comprobación del valor expresivo que en la poesía de Garcilaso tiene el encabalgamiento abrupto: porque éste lo es.

Esfuerzo cimero, que, como toda la coronación de cumbre, lleva a descanso, a serenidad y grandeza. Desde allí, se esparce, sembrado ―qué hermosura― el caserío de la ciudad:

Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre,
de antiguos edificios adornada. 

“Aquella ilustre y clara pesadumbre, / de antiguos edificios adornada”: estos dos versos contienen la definición de la Ciudad Imperial por Garcilaso. Como en otras muchas ocasiones en que quiero expresar majestad, serenidad, reposo o, simplemente, armonía, surgen los endecasílabos totalmente yámbicos. Las palabras graves, de cuatro sílabas, llevan siempre en castellano un acento secundario en la sílaba primera (“pèsadúmbre”, “èdifícios”, “àdornáda”): y así una alternancia acentual va, como si fuera una línea ondulada señalando todas las sílabas pares:

     2       4        6    8 10
aquella-ilustre-y clara pesadumbre

         2     4    6   8    10
de-antiguos edificios adornada.

La sensación es de seguridad, de bien repartido peso (majestad d1 siglos), de armónica distribución de masas.

 

ESTR. 7.ª : CONTRASTE CON

 GÓNGORA Y SU TOLEDO

También Góngora veneraba la nobleza y la antigüedad de Toledo; también su verso parece que se enciende en belleza, para hablar de esta “alta de España maravilla”, y, como se esperaría de don Luis, un furor expresivo le aprieta, una necesidad de hiriente exactitud poderosamente imaginativa. La Virgen baja a Toledo para favorecer a su devoto San Ildefonso:

 Al cerro baja, cuyos levantados
muros, alta de España maravilla,
de antigüedad salían coronádos,
por los campos del aire a recibilla.

No es sólo en este pasaje donde también un como milagroso favor baja a la pluma de Góngora al hablar de Toledo. En una de sus comedias (Las firmezas de Isabela) hay una larga y bella descrip­ción de la ciudad. Es un trozo de auténtica poesía gongorina (¡bien recargada!), como se encuentran varios en esa comedia, la cual, en cuanto obra de teatro, supone increíble obcecación de una mente clara. La descripción de Toledo empieza con dos versos inolvi­dables:

Esa montaña que, precipitante,
ha tántos siglos que se viene abajo.

Para Garcilaso, lo acabamos de ver, la ciudad se define por lo estático, lo grave, lo reposado:

Aquélla ilústre y clára pèsadúmbre de
antíguos èdifícios àdornáda.

Las dos imágenes de Góngora —extraña negación de lo que veía Garcilaso— se caracterizan por ser, las dos, dinámicas, cinéticas. En la primera, la altura de la ciudad está transportada a movimiento, convertida en ascensión, ciudad que sale, con sus muros, por los campos del cielo para recibir a la Virgen:

Al cerro baja, cuyos levantados
muros, alta de España maravilla,
de antigüedad salían coronados,
por los campos del aire a recibilla.

Es una de esas extrañas, poderosas imágenes, al mismo tiempo muy afectivas, pictóricas y evocadoras, y de un contenido muy preciso, que prueban la genialidad de Góngora, y que justifican el que hace un cuarto de siglo le consideráramos poeta nuestro, porque empeños semejantes movían a mi generación. Pero aún nos es más útil, en este instante, el segundo de los pasajes gon­gorinos sobre Toledo. En él hay también un tránsito imaginativo de lo estático a lo cinético. Góngora ve, antes que nada, lo abrupto, lo precipitoso del monte sobre el que está construida la ciudad. Sí, lo ve como si se estuviera derrumbando, derrumbándose eter­namente:

Esa montaña que, precipitante,
ha tántos siglos que se viene abajo.

Algo se viene también abajo, algo se está también eternamente derrumbando en estos extraordinarios versos. Pero el análisis que vamos a hacer del primero de ellos va a resultar curiosamente comprobado por un ejemplo de la poesía moderna.

 

GÓNGORA Y GERARDO DIE­GO:

VERSOS DESPEÑADOS

Uno de los sonetos más emocionados y más bellos de Gerardo Diego es el que lleva por título “Insomnio”. La amada, dormida, por el mar de las aguas del sueño, como las naves por el mar (“Tú por tu sueño y por el mar las naves”); el poeta, insomne, separado de ella por la insalvable quiebra (dos mundos) que va de la vigilia al sueño, se siente como el que, aprisionado en una isla, ve pasar la nave, a la que no puede llegar. El soneto termina así:

Saber que duermes tú, cierta, segura,
—cauce fiel de abandono, línea pura―
tan cerca de mis brazos maniatados.
Qué pavorosa esclavitud de isleño:
yo insomne, loco, en los acantilados,
las naves por el mar, tú por tu sueño.

El verso último, perfecto bimembre, en la distribución de sus, dos alas, lleva los dos planos de la imagen: el real (“tú por el sue­ño”) y el imaginario (“las naves por el mar”). Pero el verso penúltimo es un endecasílabo exasperado, removido (“insomne, loco”), que parece terminar con un hundimiento, una precipita­ción desesperada (“en los acantilados”). Prodigiosamente resumen estos dos versos la duplicidad temática de todo el soneto: tema frenético del amante insomne; tema dulcísimo de la amada dormida.

Y si ahora comparamos un verso de Góngora, por el que acabamos de pasar, y este penúltimo del soneto de Gerardo,

              4

Esa montaña que, precipitante…

                     4
Yo insomne, loco, en los acantilados…

veremos que los dos parece que se precipitan o se hunden en su final: es la sensación angustiosa de lo abrupto, de lo a pico, que, naturalmente, está sugerida por el contenido conceptual de “precipitante” y “acantilados”. Pero miremos de cerca el ritmo acentual de esos dos versos: ¡en los dos hay un solo acento en cuarta sí­laba! El no sobrevenir el que esperaríamos, como más probable, en octava (o, en su defecto, en sexta), es lo que hunde fonéticamente estos dos finales de endecasílabo. El verso, a través del movimiento rítmico de la imaginación, da una virtualidad expresiva al significante, que va a coincidir con el concepto significado, que exacerba el concepto significado: la vinculación entre significante y significado resulta, pues, por virtud del verso, moti­vada, no convencional. Así, en Gerardo Diego; así, en Góngora. El uso de un poeta moderno viene, con absoluta precisión, a comprobar nuestro análisis de un verso gongorino. Y ahora comprendemos por qué razón tienen esa enorme fuerza expresiva el verso penúltimo de “Insomnio” y el verso primero de la descrip­ción de Toledo en la comedia de Góngora.

 

HUNDIMIENTO TRAS UN ÚNICO

ACENTO EN CUARTA SÍLABA

He aquí ahora que este descubrimiento nos lleva de la mano a otro. Tomemos cualquiera de los dos versos de la definición de Toledo por Garcilaso

     2       4        6    8   10
aquella-ilustre-y clara pesadumbre…

Y ahora repitamos el primero de la descripción en la comedia de Góngora

              4
Esa montaña que, precipitante…

En este último ejemplo, el verso parece que, dislocado, cuelga de su único acento en cuarta (a más del forzoso en décima).

 

En el verso de Garcilaso, en cambio, el endecasílabo se reparte, sostenido equilibradamente por sus acentos pares

Dos visiones, pues, de Toledo, que podríamos llamar contradictorias: para Garcilaso, un Toledo todo serenidad, majestad, en dos versos totalmente yámbicos; en Góngora, un Toledo violentado por poderosa imagen dinámica, ya en verso que se hunde en conmoción geológica, ya en verso que se alza por los campos del aire. ¿Cómo es posible tal contradicción?

Siglo XVI, siglo XVII: En la coincidencia fundamental dinámica de estos dos lugares de Góngora, en contradicción con el sereno pasaje de Garcilaso, veo yo, como en un prodigioso espejo condensa­dor, toda la diferencia que hay entre equilibrada serenidad y aborrascada violencia: entre el arte del Renacimiento y el arte barroco.

 

UN TOLEDO PRECIPITANTE; UN TOLEDO ASCENSIONAL. GÓNGORA Y EL GRECO

Esa montaña que, precipitante,
ha tántos siglos que se viene abajo.

Pero ¿qué ira vengadora ha acumulado en este instante el peso plo­mizo de ese cielo veloz? El Greco ha superpuesto al movimiento de esa línea de tierra, vertiginosamente inclinada sobre el río, el desmoronarse de un cielo en huida.

Grande es el contraste con la representación de la ciudad en ese cuadro de la Casa del Greco, en cuyo ángulo inferior derecho un personaje ostenta un plano extendido. Todo se diría realidad: no es una gran montaña, es un cerro en suave impulso ascensional, la basa de tanto edificio: edificios pintados; diríamos, uno a uno, protegidos por larga línea de muralla. El desmoronarse, el precipitarse sobre el río, no ha interesado al pintor: es ahora apenas un pormenor en el extremo de la izquierda. No, el cuadro representa una ciudad, con su tercera dimensión, vista en suave escorzo y aún más adivinada como rumorosa profundidad de calles, plazas, mercados; con su historia, pero con su trabajo y su ocio. Es una bella ciudad española de nobles y antiguos edificios, tendida suavemente sobre un cerro, que se comba y puja, suavemente también, hacia el cielo. Es Toledo: con su nobleza, su antigüedad, su cerro, y su vivida realidad diaria. He aquí, sin embargo, dos detalles curiosos: en primer término está el Hospital de Afuera; pero, invertido (vemos la fachada principal, que debía estar oculta); invertido… ¡y asen­tado sobre una especie de nube! El otro pormenor nos interesa aún más: un extraño grupo de personajes alados baja por el cielo, no en el centro, ligeramente hacia la izquierda del cuadro, por encima de donde se alza la aguja de la Catedral. Rodean a una figura de mujer con un niño en brazos, la sostienen, dejándola sólo res­balar sobre combas de aire, en suave descenso. Es la Virgen hacia su devoto San Ildefonso:

Al cerro baja, cuyos levantados
muros, alta de España maravilla,
de antigüedad salían coronados,
por los campos del aire a recibilla.

Salen los muros suavemente, sin rompimiento, “por los campos del aire”, como la dulce Señora baja en realísimo vuelo a la tierra. Con esa realidad, tan española, del milagro.

Chacón atribuye Las firmezas de Isabela (con el Toledo precipitante) al año 1610; las octavas al Favor que San Ildefonso reci­bió de Nuestra Señora (con el Toledo ascendente) se presentaron al certamen de fines de 1616. El Greco murió en 1614, y estos dos paisajes toledanos debieron de ser pintados entre 1610 y la fecha de su muerte. Hay, pues, una curiosa proximidad temporal (ya no sólo temática y de expresión) entre los cuadros y los pasajes poéticos. Que Góngora tuvo admiración por el Greco, lo prueba el magnífico soneto que dedicó a su muerte. Que le conociera, es muy probable: vínculo de unión pudo muy bien ser Paravicino, retratado por el pintor. ¿Habrá aún mayor relación entre ambos cuadros y ambas descripciones poéticas? Quiero decir, ¿relación de causa a efecto? Tenidas en cuenta las fechas, el Toledo precipitante pictórico podría haber sido comentario al poético, o viceversa; el Toledo ascensional poético, podría haber sido comentario del pictórico (sin viceversa posible).

Hipótesis como éstas, razonablemente imaginables, pero siempre aventuradas, nos llevan lejos de nuestro tema. Además, mucho más interesante me parece todo si no existió relación alguna directa entre ambos artistas, si los dos, desconociéndose mutuamente sus Toledos, reflejaron con la pluma, con el pincel, un Toledo precipitante, un Toledo ascensional. ¡Bien extraño es que las dos des­cripciones de Toledo que hay en la obra de Góngora tengan tal afinidad con dos representaciones pictóricas por el español de Creta!

Hemos de volver a nuestro pasaje de Garcilaso.

 

ESTR. 8 PROLONGACIÓN DE UNA ESTELA DE MELANCOLÍA

Los cuatro últimos versos de la estrofa séptima nos alejan de la ciudad y no tienen más misión que ésa: introducirnos otra vez en el paisaje eglógico.

Henos con el principio de la estrofa octava otra vez en el pai­saje de égloga. Pero desde los primeros versos notamos un tono elegíaco. ¿Por qué la voz se nos llena de melancolía, por qué sen­timos en el fondo el borboteo contenido de las lágrimas?:

En la hermosa tela se veían
entretejidas las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo, derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.

La estrofa deja una larga estela dolorosa en nuestra imagina­ción. Al indagar ahora en los versos, notamos en seguida su en­cabalgamiento, más continuado, más enlazado que nunca: “…se veían / salir… y que venían / todas… y traían / cestillos… derra­maban / sobre una ninfa…”. La fuerza que ha llevado al poeta a ligar entre si esos versos ha sido tan grande, que le ha obligado a no respetar ni aun la pausa habitual en la octava, tras el cuarto: aquí, éste va también semiencabalgado sobre el quinto. Hasta el verso sexto, la estrofa, con el encabalgamiento, va dibujando tantas revueltas como ligazones entre endecasílabos; y lo mismo ocurre de nuevo entre el verso séptimo y el octavo. Es otro río, no ya un Tajo casi indeciso en la dirección de su curso, sino un río es­piritual, el que aquí se demora en amplias curvas. Es una emoción contenida que se va arrastrando, con el deleite lánguido de la me­lancolía (de la melancolía que se goza en su pena), comunicándose y propagándose en el prolongarse doliente de la voz.

El dolor se acendra aún más, y estalla en un verso de intenso color contrastado:

                4                 8
cestillos blancos de purpúreas rosas.

Es un verso renacentista, de absoluto contrabalanceo, de total simetría bilateral, acento a acento, color a color, palabra a palabra.

Los acentos de cuarta y octava sílaba, van a caer, exactamente, sobre las vocales tónicas de los dos adjetivos situados en correspondencia homóloga, a un lado y otro del eje central; y esos adjetivos (“blancos” “purpúreas”) reciben ahora, diríamos, la luz estética del acento rítmico, y aumentan su contraste, y son ya como una explosión de color. Homólogamente también, a ambos extremos, quedan los sustantivos (“castillos”, “rosas”).

Es un verso de inmortal belleza mortal: es la ofrenda de la belleza humana junto a la muerte.

Y observamos que en este momento (cumbre de la belleza formal de la estrofa) el encabalgamiento cesa, porque el dolor un ins­tante se remansa, se hace dolor quieto en hermosura conmovida.

Un instante sólo de pausa, y la emoción de nuevo se prolonga en los dos versos, otra vez ligados entre sí, que siguen:

     … las cuales esparciendo, derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.

 

ESTR. 9.ª .LA MUERTE EN  MEDIO DE LA BE­LLEZA. INTENSIDAD DELO MÁS SENCILLO

Todas, con el cabello desparcido,
lloraban una ninfa delicada,
cuya vida mostraba que había sido
antes de tiempo y casi en flor cortada.
Cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre la yerba degollada,
cual queda el blanco cisne cuando, pierde
la dulce vida entre la yerba verde.

Estamos aún ante el mismo melancólico dolor. Que se prolonga la estela de tristeza, nos lo dice, sin más, esa repetición anafórica de “todas”, que inicia la octava, y que nos reitera la imagen de melancolía de la estrofa precedente (“todas a la ribera presuro­sas, / en el semblante tristes…”). Y ahora:

Todas, con el cabello despartido, lloraban
una ninfa delicada…

¡Aún la mitología preside a lo que es más afectivo para el poeta! Todas las diosas silvestres, los seres de la Naturaleza, salen con el cabello esparcido (eterno signo de dolor). Salen a llorar a una mu­chacha muerta. Y aún el encabalgamiento sigue siendo prolongación de la melancólica voz doliente:

cuya vida mostraba que había sido antes de
tiempo y casi en flor cortada”.

La emoción queda un instante detenida en ese último verso primaveral, tierno, con su casi simetría binaria.

Acerquémonos ahora. Vamos a contemplar la muerte en medio de la hermosura natural.

La injusta muerte inexorable, destructora de la armonía del mundo, ha derribado por tierra un elemento tierno, primaveral, delicado, de esa armonía:

Cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre la yerba degollada,
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la yerba verde.

Pocos versos hay en castellano de más veladura de lágrimas en la voz y, a la par, de más intacta belleza que éstos. Y la hermo­sura está conseguida con los elementos más sencillos

cisne        vida       yérba.

Cada uno realzado por un acento. Porque da la casualidad (ya sa­bemos cuán prodigiosas casualidades son éstas) de que los tres acen­tos rítmicos de esos dos últimos versos han ido ‘a caer, exactamente, sobre las tres palabras esenciales:

                                    6
… cual queda el blanco cisne cuando pierde
              4                   8
la dulce vida entre la yerba verde.

Tres elementos, pues, conceptuales, realzados por los tres acentos rítmicos, y por más aún: por tres adjetivos:

 

blanco dulce          verde.

 

¡Qué sencillez! “Blanco cisne” en el centro del verso penúltimo, como para recibir el acento central de sexta; “dulce vida” y “yer­ba verde”, a ambos lados del verso último, claramente bimembre, como para distribuirse los dos acentos, de cuarta y de octava. Y queda una imagen, diríamos triangular, tan intensa, que recorda­remos, ligada a nuestra fantasía, mientras vivamos:

blanco cisne

            dulce vida                    yerba verde.

Y estos adjetivos ―¡tan sencillos!― tienen una enorme intensidad.

He aquí que en el trance del ritmo, tienen vigencia nueva, no tocada.

Nunca blanco, verde, dulzor de vida, lo han sido más que en la voz de Garcilaso.

Son blanco, verde, dulzor de vida del día de la creación del mundo. Blanco mortal, en el que se juntan la hermosura de la criatura muerta, y su ahora albura exangüe. Verdor perenne de las fuerzas de la Naturaleza: los sentidos, el amor, la luz. Dulzura de la vida, de la vida extinguida y de la que en torno late.

 

LÍMITE DE LA ESTILÍSTICA

Pero, ¿por qué, Dios mío, por qué la voz de Garcilaso siempre tan cálida, tan lánguida, tan apasionada, por qué en este momento adquiere este hervor de lágrimas en el fondo, por qué cuatrocientos años más tarde aún nos deja pensativos con ansias de asomarnos a alguna infinitud, a unos bellos ojos de mujer, al cielo estrellado, al mar inmenso, a Dios?

¡Tiremos nuestra inútil estilística! ¡Tiremos toda la pedantería filológica! ¡No nos sirven para nada! Estamos exactamente en la orilla del misterio. El misterio se llama amor, y se llama poesía. Esa ninfa muerta, esa criatura desangrada, se llama doña Isabel Freire. Era uno de esos moldes que Dios sella con su presencia, que Dios fragua de cuando en cuando para que tengamos un rastro de la eterna hermosura. Garcilaso, que era otra suma be­lleza en lo humano (es decir, el poeta), la amó, la amó con su carne y con su sangre, la amó como mujer, y como la hermosura platónica, como el cauce de la hermosura.

Y la poesía de Garcilaso tiene muchas bellezas (y también pun­tos neutros o inexpresivos). Pero, ¿qué es esto que hace que no haya una sola vez en que la sombra de la muerta doña Isabel pase por su verso sin que éste se abra a dolorida plenitud, y se acendre en belleza hasta la hermosura última, y se convulsione oscuramente en dolor hacia el llanto?

Dios mío, Dios mío, ¿por qué tocamos con nuestras ineptas manos a la poesía, si no sabemos nada de su misterio, que es el tuyo mismo?

… Movámonos torpemente por las orillas, por los aledaños. Tratar de explicar la poesía de Garcilaso o cualquier gran poesía, es bucear en el misterio.

 

RESUMEN

Muchas cosas nos parecen algo más comprensibles. Y, ¡ay!, desde que empiezan a parecernos mucho más comprensibles, es cuando comienzan a sernos misteriosas. Sólo cuando mi vista se habitúa a la oscuridad del pozo, es cuando empiezo a darme cuenta de su gran hondura. Hemos visto cómo la sensibilidad exquisita de Garcilaso utiliza todas las posibilidades expresivas del ritmo como un agitador, como un despertador de la palabra humana. Hemos visto cómo ésta, efectivamente impulsada en el trance creativo, se precipita en súbitos movimientos y extrañas afinidades, que no la suelen afectar, o en mínimas proporciones, en la lengua  corriente. ¡Con qué tino van a caer los acentos rítmicos precisamente sobre las voces de mayor expresividad conceptual o afectiva! Los vocablos realzan su representación estética al recibir la luz poderosa acento. Sí, la palabra, bajo el empellón del acento, a veces a reconcentra, pero, más a menudo, como sensualmente, se esponja, y, aumentando su expresividad fonética, es decir, motivándose de modo misterioso en ella la vinculación de significante y significado, crece en fuerza o en dulzura, o en colorido. Ni es tampoco imposible que dentro del rico sistema acentual del endecasílabo una palabra resulte, al revés, expresiva por acentuada negativamente (si es admitida esta expresión), es decir, por hallarse ―como de repente y a pico— desacentuada.

Las vocales y las consonantes tienen también extraños movi­mientos de afinidad. ¿Qué orden y qué sentido preside a este cosmos en el que las vocales a se asocian sobre la extensión de un verso y nos dan una sensación de suavidad cristalina, o donde las consonantes fricativas se deslizan a lo largo de todo un pasaje que expresa la “soledad sonora” del campo, como un fondo sobre el que una vibración de erre nos sugiere algo próximo que susurra o bordonea; o donde, con más ímpetu, una obstinada repetición de ese sonido erre brama como un río entre barrancos?

¡Las palabras, las palabras también se agitan en el remolino que ritmo y voluntad de expresión determinan! Unas veces se des­plazan para agruparse con otras voces, y forman complejos o nó­dulos representativos que algo dejan grabado en la mente del lec­tor; otras veces, la frase se desgarra por el hipérbaton y, al sepa­rarse las palabras de un sintagma por la interposición de otras, el sentido queda distendido con prolongación que puede describirnos un movimiento exterior.

El verso mismo es una criatura muy compleja: es, en primer lugar, una combinación de materia y movimiento acentual; pero contenido y acento —lo hemos señalado ya en este resumen— están en la mayor interdependencia. Los acentos del endecasílabo, cuanto más se aproximan al tipo totalmente yámbico, tanto más tienden a resaltar un contenido grave, sereno, reposado; en cambio, un verso con un único acento en cuarta sílaba puede expresar un súbito movimiento, una frenética desesperación o un despeñarse. Del lado de la serenidad o la armonía no sólo los acentos pueden contribuir a incrementarla o quebrantarla, a producir un verso ya sedoso, ya encrespado: también la distribución por la longitud del verso, de las masas de materia, es decir, del contenido, puede producir efec­tos semejantes: hemos notado la belleza y diafanidad de esos endecasílabos que se despliegan como con dos alas simétricas a ambos lados de un eje.

Se suele olvidar que un verso no tiene, no debe tener, vida aislada: no es sino un obrero de una colmena. Afinidades y reacciones semejantes a las que se establecen entre acentos, entre fonemas, entre vocablos, y entre fonemas y acentos, fonemas y
vocablos, acentos y vocablos, o a las que se producen entre los elementos rítmicos y de contenido dentro de cada verso, son las que vinculan cada verso con los que le anteceden y le siguen. Los versos, en sucesión lineal, acumulan sus mutuos efectos o los contrastan, a veces contienen en sí mismos un sentido total que no rebasa las once sílabas, y se suceden como en staccato, o bien se ligan por un encabalgamiento suave para producir una prolongación ya de continuada lentitud física, ya de serena grandeza, ya de melancolía; otras veces se unen por un encabalgamiento entrecortado o abrupto, que puede representar súbitos mo­vimientos de seres naturales, o el esfuerzo coronador de una cumbre, o el ímpetu de un río que se desbrava en una curva.

Fenómenos parecidos se producen dentro de la estrofa, considerada ya como criatura compleja que es, ya en la relación de unas estrofas con otras. La simetría central de la octava se ve realzada frecuentemente (y como reproducida en escala menor) por la simetría bilateral de un verso, que muchas veces es el último. Dos estrofas sucesivas prolongan (con variación) una misma sensación de melancolía, o la huella de la precedente permanece aún en nuestro espíritu mientras leemos esta otra; y aunque no nos damos cuenta, la sensación que ésta nos produce, está realzada por el contraste con la que pasó.

Bullicio de elementos ―acentos, fonemas, vocablos, versos, estrofas―. Todos agitados por una conmoción profunda que se traduce en ritmo y en necesidad de expresar. Todos ellos conmovidos, sacudidos, potencializados, exacerbados. Todos emanando filamentos que establecen como relaciones eléctricas, súbitas polarizaciones, inducciones a distancia. Sistema nervioso, hipersensible, con células, conducciones y centros de los tipos más distintos, todos relacionados, y con tal propiedad que nada ocurre en un punto de la red que no afecte a todo el sistema. Complejidad de complejidades, fantástica red de interrelaciones, de elementos pertenecientes a muy distintos órdenes, que se vinculan entre sí en todas las direc­ciones posibles: esto es lo que nos descubre un poema nada más que situándonos en la línea en donde lo fonético se funde con lo espiritual. Sí, nada más que con plantearnos el problema de enu­meración de los modos que la elocución poética tiene para producir una motivación del vínculo entre significante y significado.

 

Garcilaso y los límites de la estilística. Parte 1

Garcilaso y los límites de la estilística. Parte 2

 

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