Composición y recomposición del lugar en la poesía de Omar Lara. Texto de Niall Bins

El poeta y académico Niall Bins escribe un magnífico texto sobre la obra de Omar Lara y pone especial énfasis en el procedimiento de configuración del espacio. Bins publicó en 2011 el libro de poemas Tratado sobre los buitres.

 

 

 

 

 

Composición y recomposición del​​ lugar en la poesía de Omar Lara

 

 

Cuando en el año 1964 llegó Omar Lara, desde su pueblo de Nueva Imperial, a la hermosa ciudad universitaria de Valdivia, no era un momento fácil para iniciarse como poeta en Chile. El que Marcelino Menéndez y Pelayo bautizara, en el cuarto centenario del Descubrimiento, como un “país de historiadores” inoculado contra todo atisbo de poesía, se había metamorfoseado en pocas décadas en el “país de poetas” por excelencia. Gabriela Mistral era, en ese entonces, el único Nobel hispanoamericano; Huidobro había sido el gran pionero de las vanguardias hispanas; Pablo de Rokha seguía siendo una vociferante y a veces imponente presencia; y Pablo Neruda era el Poeta por antonomasia de la lengua, el más contagioso de los poetas de amor del siglo veinte, uno de los más desgarradores de la vanguardia, el más influyente de los poetas políticos, el gran vate de la epopeya americana y, últimamente, una especie de antipoeta melancólico que estaba entrando en el otoño de su vida. Nicanor Parra dijo en esos años, y lo dijo bien, que si la obra de Neruda era una “obra irregular”, también lo era la cordillera de los Andes, pero en 1964, cuando Neruda publicó una ambiciosa autobiografía en verso,​​ Memorial de Isla Negra, debe de haberse dado cuenta de que ya no importaba tanto ni impresionaba tanto ni obligaba a los poetas jóvenes como antes. Éstos preferían, en sus lecturas, a tres estupendos poetas que se habían librado de la sombra nerudiana –y la sombra de todos sus predecesores– y estaban luchando por reorientar el canon chileno. Preferían a Parra, cuya antipoesía era un sabotaje directo al “Olimpo” de sus maestros y cuyos irreverentes​​ Versos de salón​​ habían​​ aparecido en 1962; a Enrique Lihn, que había publicado en 1963 el tercero de sus libros y su primera obra maestra,​​ La pieza oscura; y a Jorge Teillier, que aún no cumplía treinta años, pero cuya poesía “lárica” –Poemas para un país de nunca jamás, de 1963, era su cuarto libro– se había hecho precozmente imprescindible.​​ 

 Parra, Lihn y Teillier –mucho más que Gonzalo Rojas, a pesar de su soberbio​​ Contra la muerte– formaron el panorama más determinante de la poesía chilena cuando llegó Omar Lara a Valdivia. Era un panorama –como lo había sido desde la “guerrilla literaria” entre Huidobro, De Rokha y Neruda en los años treinta– brutalmente crispado. Neruda y De Rokha seguían enemistados; Parra se había roto con Neruda; Parra y Rojas mantenían sus distancias; Lihn y Teillier, buenos amigos en otros tiempos, se habían peleado a muerte. Uno de los grandes logros de Omar Lara iba a ser poner fin, entre sus coetáneos, a estos conflictos intestinos. La poesía chilena era, para él, una​​ tradición, no un campo de batalla, y poco después de haber llegado a Valdivia, inició su misión –el término quizá no sea excesivo– como un impulsor del diálogo y el respeto entre poetas de generaciones distintas, y de amistad y solidaridad entre los de la misma generación. Después de tanta “tradición de la ruptura” y tanta necesidad de matar al padre, a la madre y a todos los hermanos, llegó un remanso de paz a la poesía chilena.​​ 

 Dentro de las nuevas universidades de provincias, en la Universidad Austral pero también en las de Arica y Concepción, se fueron formando grupos poéticos que pronto establecieron vasos comunicantes entre sí. El más importante, sin duda, era Trilce, fundado por Lara en el mismo año de 1964, que se embarcó en seguida en la publicación de unas hojas de poesía que llevaban el nombre del grupo. Éstas se irían alargando y consolidando con el tiempo hasta convertirse en la revista​​ Trilce​​ que, en su tercera etapa,​​ aún sigue editándose hoy. Allí publicarían Parra, Lihn y Teillier, y todos los poetas que se conocen en Chile como la “generación del 60”: Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo, Floridor Pérez, Jaime Quezada, Óscar Hahn, Gonzalo Millán y, por supuesto, el propio Omar.

 ¿Por qué​​ Trilce​​ y por qué Vallejo? Hace algunos años Omar Lara recordó las largas noches que pasaban él y sus compañeros paseando por Valdivia “hasta que rayaba el alba –y a veces en verdad nos rayaba el alba– leyendo y confundiéndonos con los versos de​​ Los heraldos, de​​ Trilce, de​​ España,​​ aparta de mí este cáliz. Vallejo no nos apartó su cáliz”. Esta sintonía con la figura y la obra del peruano incluso lo llevó a liderar una especie de peregrinación del grupo a Lima. La experiencia de la orfandad y el exilio –aún virtuales y puramente existenciales en la primera obra del chileno–, la melancolía y una mezcla de sufrimiento y ternura (ese “dolor tan cariñoso” del poema “Vallejo”​​ [Lara 2009:​​ 43]), son rasgos que comparte Lara a su manera, pero más importantes quizá sean la falta de pretensiones del “yo” poético de Vallejo, tan ajena a los grandes egos del canon chileno, y el empleo de un lenguaje cotidiano cargado no de la picardía y la agresividad de la antipoesía de Parra (como también de Lihn y de varios poetas de los sesenta), sino de las formas afectivas del ámbito familiar. Pocos poetas chilenos han empleado los diminutivos con tanta naturalidad. Sería un error, no obstante, exagerar los parentescos. Salvo en algún neologismo como el verbo “amadrar” (p. 144), el tono y el lenguaje de Omar Lara suenan poco a Vallejo, y mucho menos a la sintaxis dolorosamente desgarrada de su libro​​ Trilce. Por eso, quizá habría que recordar que leer, nombrar y venerar al peruano era, para un joven poeta de 1964, una buena forma de eludir las tensiones de la tradición chilena y de unirse a ella sin comprometerse con ninguno de sus clanes.

 Los primeros libros de Omar Lara –Argumento del día​​ (1964),​​ Los enemigos​​ (1967),​​ Los buenos días​​ (1972) y​​ Serpientes​​ (1974)– se asemejan a los de su generación en la brevedad, la autorreflexividad, la desconfianza ante cualquier aspiración a la trascendencia (el poema “Gran Himalaya” es ejemplar) y el tono frecuentemente impersonal e irónico. En ellos surge, sin embargo, el mundo propio del autor, un mundo hostil y fragmentario, poblado de sombras amenazadoras, de mujeres feroces y de objetos impenetrables que atemorizan al yo, reduciéndolo a un estado de enajenación desamparada, de resignación e impotencia, convirtiéndolo en una “sombra irrisoria”, una “enmohecida puerta”, un “ahogado” y un “náufrago”. El poema “Asedio” resulta curioso en este sentido:

 

  Mira donde pones el ojo

  cazador

  lo que ahora no ves

  ya nunca más existirá

  lo que ahora no toques

  enmohecerá

  lo que ahora no sientas

  te ha de herir algún día.​​ (31)

 

 Mientras el mundo asedia al sujeto aturdido que habla en los primeros poemas de Lara, ese yo dialoga consigo mismo, tildándose de “cazador” con un desafío inconsciente, tal vez, en su ironía, porque ¿cómo logrará la caza un sujeto débil, atolondrado, que vive a la deriva? Se reta a sí mismo a convertirse en sujeto fuerte y activo, en asediador del mundo. El resultado es una extraña variante del “carpe diem” tradicional: el inmovilismo, el no ver, no tocar y no sentir deshumaniza al ser humano, le impide gozar​​ humanamente​​ de la existencia. Para vivir la vida con plenitud, hace falta no sólo “poner el ojo”, y no sólo “mirar”, sino​​ ver: penetrar el mundo y comprenderlo.​​ 

 Pero el mundo se resiste a la mirada del poeta. En otro texto, “Tu semejante secreto”, el sujeto vuelve a la introspección y al diálogo interior, refiriéndose ahora –mientras se escudriña a sí mismo en el espejo– a “tu propia mirada / que desordena sin quererlo el espacio”​​ (64). Los espacios fragmentados y​​ desordenados​​ son el fruto de la veta expresionista que nunca se ha perdido en Omar Lara y de su tendencia de ver –como decía José Martí– con los “ojos del alma”, aunque sea en este caso un alma lacerada por el desorden y la fractura de la identidad.

Estos elementos negativos en la primera obra de Omar Lara conviven con rasgos más esperanzadores. Detrás de la mirada impersonal de los “humanos ojos”, hay unos cuantos poemas en los que se va configurando una voz individual, traspasada por una melancolía que surge de las pérdidas experimentadas por el sujeto. De una manera afín al “larismo” de Jorge Teillier, el espacio se encarna en los lugares de la infancia provinciana del poeta, que emergen embellecidos en la composición poética como un paraíso perdido, y en torno a ellos se va estableciendo uno de los núcleos de lo positivo en la obra de Lara. En “Miro esta tarde que perdí”, se alude por primera vez al pueblo donde transcurrió la infancia del poeta. Éste pone el ojo en su pasado y la mirada se transforma en visión, penetra el mundo, borrando el tiempo y recuperando lo ya vivido. Esa tarde del pasado, en la que “me ví corriendo sobre el pasto / entre las margaritas de Imperial / bajo álamos y eucaliptos”, se ha perdido pero no deja por eso de mantenerse viva en el presente del sujeto, consolidando una escisión básica en su identidad​​ (46). El ser que fue continúa viviendo y conviviendo en el ser que es. “Lo que una vez amamos nos pertenece para siempre”​​ (45), dice el poema “Calles​​ sucias”: se ama a los lugares (no al concepto abstracto del “espacio”), a los tiempos de la felicidad y a los personajes de la infancia (sobre todo los familiares: la madre, los abuelos), pero también se ama mucho en esta poesía, para bien y para mal, a las mujeres, hacia las que “se repliega” el sujeto como si él fuese un ejército vapuleado, vencido o desmoralizado, y asimismo se ama a los amigos, a pesar o más allá de esas “palabras precipitadas / y terribles” que a veces los distancian (“El enemigo”: 37).​​ 

 

***

 

La experiencia del golpe militar de Augusto Pinochet significó un descalabro total para la poesía chilena. Omar Lara, como muchos de sus compañeros, tuvo que exiliarse de su país, y la que se había ido denominando la “generación del 60” sería rebautizada como la “generación dispersa”. No obstante, a pesar del golpe y de la cárcel y de los largos e itinerantes años de su exilio, las obsesiones centrales de la obra de Lara permanecerían intactas, aunque evolucionaran inevitablemente bajo el impacto de las circunstancias. Las sombras hostiles de sus primeros poemarios se cargan ahora con la violencia perpetrada por los golpistas; el temor existencial y la pasividad del sujeto anterior se convierten en miedos a veces muy concretos y “reales” y en la experiencia físicamente inmovilizadora y atroz de la cárcel. Casi cuarenta años antes, la guerra civil española hizo que Pablo Neruda abandonara las búsquedas metafísicas de​​ Residencia en la tierra​​ y se comprometiera con la realidad histórica de su época; del mismo modo, el golpe militar hizo que la poesía de Lara, aunque en ella el tiempo y el espacio nunca hayan perdido del todo su ambigüedad, empezase a remitir a fechas y lugares y acontecimientos precisos. A la vez, situada en esas coordenadas fijas, supo ir construyendo, de poema en poema, una voz más personal –mejor dicho, una voz más vinculada a la historia personal de un individuo–, mientras que los habitantes anónimos y genéricos de la obra anterior del poeta también comenzaran a individualizarse y dotarse de nombres y rasgos propios.​​ 

 Los poemas escritos por Lara en la cárcel de Valdivia y en la época inmediatamente posterior al golpe representan, por motivos circunstanciales inapelables, el momento más directo y “realista” de su obra. Reunidos en​​ Oh buenas maneras, ganador del prestigioso Premio Casa de las Américas en 1975, y en​​ Crónicas del Reyno de Chile​​ (1976), son poemas testimoniales, más de sufrimiento que de denuncia, y más elegíacos que militantes. Lo muestran “Estos cielos” y “Hablo de Luis Oyarzún...”: a partir de septiembre de 1973, se trataba de la pérdida no sólo de la infancia “lárica” sino de la patria; de Nueva Imperial, la niñez y la familia, pero también de Valdivia, la juventud, la mujer y los hijos.​​ 

De esta primera etapa del exilio, me parece particularmente sugerente el breve poema “Bucólica”:

 

  Entre algarrobos y mandarinas

  al lado de un estero que inquietaría a Garcilaso

  me doy cuenta que no tengo nada que ver

  y que sería tan fácil

  amor

  tener que ver.​​ (70)

 

El espacio desconocido –los algarrobos y las mandarinas pertenecen a tierras más calurosas y áridas que el Sur de Chile– podría despertar una égloga admirativa de Garcilaso, pero el sujeto reconoce que él, allí,​​ no tiene nada que ver. Nada que ver, en el sentido de que carece de vínculos con ese​​ espacio; pero, por otra parte, nada que ver, porque al no pertenecerle es un espacio que él no sabe penetrar con la mirada; que no sabe, por tanto, comprender.​​ 

 Decía Alberto Caeiro que el río de su aldea era menos​​ bello que el Tajo pero a la vez más bello que el Tajo, “porque o Tejo nâo é o rio que corre pela minha aldeia”; más bellos y más suyos –o bien: más bellos porque suyos– son, para el sujeto exiliado de Omar Lara, los ríos Imperial y Valdivia del sur de Chile, en comparación con el que desembocaba en el estero (¿peruano?, ¿rumano?: da lo mismo) del poema “Bucólica” y no tenía nada que ver con él. He recordado ahora, releyendo este poema, al escritor Gastón Baquero, que llegó a Madrid en 1957 y nunca regresó a su Cuba natal. Lo conocí en la década de los noventa, al final de su vida, en la residencia de ancianos donde vivía a regañadientes, elegante y afable entre víctimas de la senilidad y el Alzheimer, y me inquietó su manera de sentarse siempre de espaldas a la ventana, desde la que se abrían unas vistas magníficas sobre la Sierra de Guadarrama. Cuando le pregunté por qué no miraba hacia fuera, me contestó: “esas montañas no son mías”.​​ 

 Omar Lara y la poesía de Omar Lara, desarraigados de su país natal y arrojados al extranjero, supieron ver, en cambio –gracias, quizá, al respaldo de la mujer amada–, “que sería tan fácil / amor / tener que ver”; tan fácil establecer nuevos vínculos, volver a​​ poner el ojo, a​​ mirar​​ y a​​ ver. Pocos exilios han sido tan fructíferos, poéticamente, como el de Lara. Su poesía registra los horrores de la soledad y del desarraigo redoblado que significa el alejamiento de la patria y a la vez de la lengua materna, pero expresa también el descubrimiento maravilloso –y maravillado– de que es posible, a pesar de todo, echar nuevas raíces y de alguna manera comenzar de nuevo. Los inicios de este hallazgo se palpan en un poema como “En un tren yugoslavo”, en el que el sujeto sorprende una inesperada familiaridad en los hombres que​​ viajan a su lado. Se trata de una verdadera epifanía: el poeta se da cuenta, a pesar de la ausencia de un idioma común, de que ni el espacio ajeno ni la lengua son abismos infranqueables. El pequeño río que observa desde el tren le es desconocido, en principio​​ nada tiene que ver​​ con él, pero la solidaridad y la fraternidad, unidas al anhelo de arraigo, lo convierten en suyo:

 

  Durante varias horas nos ha acompañado​​ 

  un pequeño río

  de grises y duras aguas.

  Quisiera saber cómo se llama

  ¿cómo se llama este río?

  sonríen,

  cómo se llama este río,

  sonríen,

  este río se llama Sonrisa.

  No hubiese podido irme sin saber su nombre.​​ (104)

 

 Lejos del Sur de Chile, la poesía de Omar Lara luchó por compensar la sucesión de pérdidas (la infancia, la patria, la lengua, la familia) mediante el amor –la mujer es una “salvadora” para el sujeto atribulado (“Diario de vida”)–, pero sobre todo mediante el arraigo en los nuevos lugares que va habitando, va haciendo​​ suyos, primero en las “bienvenidas calles del Perú”, pero luego en el espacio poético de “Portocaliu” (la palabra significa “anaranjado” en rumano). En “Encuentro en Portocaliu”, los topónimos (el barrio residencial Drumul Taberei y el río Dimbovitza de Bucarest; la “columna del infinito”, una escultura de Constantin Brancusi construida en la ciudad de Targu Jiu) remiten al exilio rumano del poeta, pero Portocaliu funciona poéticamente como un lugar que reúne los fragmentos del sujeto​​ escindido, funde sus distintas “vidas” y “patrias”, su pasado y su presente, sus sueños y a la vez la áspera realidad de su existencia de exiliado. Es lo que se ve en otro poema largo, “Recorríamos el país estrechamente abrazados”, que rememora un viaje en tren por Chile, que llevó al sujeto joven, junto a la mujer amada, hacia el pueblo costeño de Cartagena. Es un poema en que el sujeto se distancia de lo dicho y aparentemente se ríe de sí mismo (de sí mismo como fue en el pasado). Lo que expresa, sin embargo –la capacidad de vivir el exilio sin renunciar al pasado, pero a la vez sin anularse en ese pasado–, es la historia de un triunfo:

 

  Alguna vez recordaría yo esas fantásticas tardes

  cuando borrachos y quemados por el sol

  descubríamos que estábamos enamorados

  esas tardes en que una película nos hacía llorar

  y nos mirábamos a través de los anteojos

  y entre los anteojos una nubecita brillante​​ 

  en un cine de Portocaliu.

  Todo es muy enredadono me explicoy el amable lector

  tampoco se explicará como fue que ese tren

  nos llevó a un cine de Portocaliu

  después de Cartagena

  el lector adivinará que esto no es sino otro juego

  para explotar el famoso sentimentalismo de los chilenos

  galantes  ingleses  ​​​​ finos

  en este año de 1976

  tan a propósito para hablarles de un viejo amor

  que de nuestra alma sí se aleja

 pero nunca dice adiós.1

 

Es un poema de 1976, escrito en Rumania. Pero Omar Lara ha seguido escribiendo sobre Portocaliu mucho después de su regreso del exilio (Voces de Portocaliu​​ es de 2003). Se podría pensar, quizá, en una nueva​​ y paradójica​​ añoranza:​​ el poeta, de vuelta en Chile,​​ rememora los lugares de su exilio​​ y a los amigos y poetas (o amigos-poetas) que formaron parte de esos lugares. Ellos también se han perdido.​​ Pero no es un larismo al estilo de Jorge Teillier.​​ Omar Lara supo arraigarse en Rumania y arraigarse, también, en la poesía rumana: ha traducido al castellano a Mihai Eminescu, Geo Bogza, Gellu Naum, Stefan A. Doinas, Marin Sorescu y muchos más.​​ No​​ se trata, sin embargo,​​ de​​ un deseo de volver; no​​ se trata de la​​ nostalgia.​​ En la imaginación del poeta –o, mejor dicho, en la imaginación de su poesía–, Portocaliu es​​ como​​ esas extrañas ciudades que conforman​​ nuestros sueños, una síntesis de los lugares​​ (“todo es muy enredado”)​​ en los que​​ hemos​​ vivido, amado y padecido.​​ Lo que una vez amamos nos pertenece para siempre. Omar Lara no añora el pasado en su poesía​​ última;​​ sabe, más bien, que​​ el presente se va construyendo a partir de ese pasado; es el producto de todos sus pasados. En Portocaliu, la ciudad imaginaria que​​ ha ido​​ componiendo y recomponiendo desde los primeros años de su exilio,​​ de algún modo​​ está​​ cifrada esa​​ identidad que buscó​​ Omar Lara​​ desde los comienzos​​ de su obra, cuando llegó a Valdivia, en momentos que parecían poco propicios para iniciarse como poeta en Chile.

 

***

 

No deja de​​ ser​​ extraño que​​ aún​​ se​​ hable​​ de los poetas del sesenta como una generación “dispersa” o “diezmada”. Algo dice, sin duda, del incómodo lugar de esta generación en la historia de la poesía chilena, y de su relativa invisibilidad en el exterior.​​ Llama la atención que no se ha publicado en España​​ ni​​ a Gonzalo Millán ni a Federico Schopf ni a Manuel Silva Acevedo ni a Floridor Pérez. Estarán pagando, como generación, el precio del respeto que mantuvieron hacia su propia tradición; pagando el precio del exilio, del desarraigo, del apagón cultural, de la censura y la autocensura. Estarán pagando el precio de haberse vuelto a reunir en un campo poético donde Raúl Zurita parecía haber provocado un cortacircuito –sancionado por el crítico del régimen, pero también por la asombrada recepción de lectores en​​ Chile y en​​ el extranjero–; pagando el precio de ser extraños en su propia tierra.​​ Estarán pagando el precio de ser una generación que vivió –según decretaba​​ la ya caduca​​ teoría​​ generacional–​​ su época de gestación sin​​ que la dejasen llegar a una​​ época de vigencia.​​ Estarán​​ pagando el precio, por último,​​ de haber empezado a escribir, en los años sesenta, una poesía conscientemente menor, mayoritariamente breve, muchas veces epigramática.

El poema breve​​ puede aspirar a una complejidad sólo relativa,​​ no​​ puede aspirar a la construcción de una atmósfera,​​ y​​ uno de los dones​​ de Omar Lara es, precisamente,​​ su capacidad de construir atmósferas:​​ las complejas y conmovedoras​​ atmósferas​​ de pérdida, fraternidad y anhelo de arraigo​​ que están en​​ los poemas largos de​​ Voces de Portocaliu,​​ La nueva frontera​​ y​​ Papeles de Harek Ayun. Estos últimos libros son, a mi juicio, los más poderosos de la obra de Lara y coinciden con una revalorización importante de toda su generación. El​​ premio​​ Casa de América que​​ recibió​​ Papeles de Harek Ayun​​ en 2007,​​ su publicación en la editorial Visor,​​ la publicación​​ reciente​​ de libros importantes de antiguos compañeros​​ del grupo Trilce (La nube, de Federico Schopf; el póstumo​​ Veneno de escorpión azul, de Gonzalo​​ Millán;​​ Fábulas ocultas y​​ Oscura palabra, de Oliver Welden; y​​ Las cosas del oficio, de Walter Hoefler), los éxitos de Oscar Hahn en España,​​ y la presencia internacional de la incombustible revista​​ Trilce​​ hablan de la​​ vigencia​​ cada vez mayor​​ de​​ una generación​​ que comenzó a liderar Omar Lara​​ en esa lejana Valdivia de 1964.

 

 

Referencias bibliográficas

Lara, Omar.​​ 2009.​​ Argumentos del día (antología personal, 1973-2005). México D.F.: La Cabra Ediciones.

1

​​ Este poema quedó excluido de la selección definitiva de la antología​​ Argumento del día.

3

 

 

 

 

La fotografía es de Juanco Farías

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